CAPÍTULO II

Las calles de París estaban llenas de barro. El final de la primavera estaba siendo muy lluvioso y en los tramos más cercanos al río el concejo de la ciudad había tenido que colocar pasarelas de madera para que los transeúntes pudieran caminar sin que se hundieran en el lodo hasta las rodillas.
Hacía varios días que Castelnou deambulaba por esas calles intentando recabar cualquier información para preparar la defensa contra los rumores que difundían los agentes del rey acerca de los templarios. El joven templario Hugo de Bon le había dado una lista con los lugares en los que podría ser más fácil encontrar lo que buscaba. Con permiso del maestre, se vestía cual un comerciante más y recorría los mercados y las tabernas intentando hacer oídos a cuanto se decía sobre el Temple.
Tras varios días con resultados infructuosos, al fin escuchó en una taberna del burgo de Saint-Denis una conversación que parecía interesante. Dos individuos de aspecto elegante debatían en una de las mesas de la taberna, junto a la que ocupaba Castelnou mientras comía un pedazo de venado asado y un poco de queso y bebía una jarra de vino, sobre los pecados atribuidos al Temple. El de más edad de los dos aseguraba con vehemencia que los templarios eran siervos del demonio, y que habían engañado a los buenos cristianos durante años y años, robándoles su dinero y enriqueciéndose a costa de los hombres de buena voluntad que les habían dejado en herencia sus bienes porque creían que así contribuían a la defensa de la fe cristiana y de la Iglesia.
—Son herejes, malditos seguidores del diablo, perversos criminales que profanan templos, blasfeman y obligan a los novicios a cometer graves pecados contra la natura —dijo aquel hombre, y lo hizo en voz tan alta que parecía evidente que su intención era que lo escucharan cuantos estaban en aquella taberna.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el más joven, asimismo a voz en grito.
—Todo el mundo conoce la verdadera faz de esos templarios. ¿No es así? —preguntó dirigiéndose ahora a las dos docenas de clientes que había en ese momento en el local, donde solían recalar muchos comerciantes en viaje de negocios a París—. ¿Alguien duda de la maldad de esos ufanos caballeros de blanco?
—¿A qué os referís señor?, soy extranjero y no sé nada de ese asunto —preguntó Castelnou intentando simular ignorancia.
—¿De dónde sois vos? —le preguntó.
—Soy catalán, del condado de Ampurias. Estoy de viaje en París para comprar ungüentos aromáticos y perfumes. Os he oído y me habéis dejado muy preocupado, pues parte del dinero de mi compañía está depositado en un convento del Temple en Barcelona; el tesorero me ha garantizado su plena disponibilidad en cualquier momento.
—Perdonad, señor, pero os están engañando. Esos templarios son malvados herejes que viven en connivencia con los sarracenos de Ultramar.
—¿Conocéis Tierra Santa? —le preguntó Castelnou poniendo cara de ingenuo.
—No, pero todos cuantos allí han estado saben que si se perdió Jerusalén fue a causa de la traición de los templarios.
—Pero me han dicho que muchos de ellos han muerto luchando por la fe de la Santa Madre Iglesia.
—Bueno, eso es lo que sus sicarios se han encargado de contar para que lo creamos aquí; en realidad, los templarios son unos perros cobardes que han vendido Jerusalén y Acre a cambio de unas bolsas de monedas de oro.
—Pero he oído por ahí que el rey de Francia ha confiado su tesoro a los templarios, y que las joyas de la corona de Francia se guardan en el convento del Temple en París —alegó Castelnou.
—Sabéis demasiado para ser un mercader extranjero.
—Bueno, me gusta informarme antes de hacer negocios. Pregunté sobre la solvencia del Temple y eso es lo que me dijeron. Si un rey le confía su tesoro a alguien, no parece que ese alguien sea de temer.
Castelnou advirtió que la mayoría de los clientes parecían mostrarse de acuerdo con sus argumentos.
—El rey, nuestro señor, sabe lo que hace; pero creedme, amigo catalán, esos templarios son sicarios del mismo demonio, hijos de Satanás.
Apenas quedaba asado y queso en el plato y un poco de vino en la jarra; Castelnou dio los últimos bocados y apuró el vaso.
—Señores, quedad con Dios —dijo mientras se levantaba.
—¡Aguardad un momento! —exclamó el hombre que había dialogado con él—. Los parisinos somos gente hospitalaria, os acompañaremos al lugar donde os hospedáis. Por lo que parece, vais a pie, podemos acompañaros.
—Os lo agradezco, pero no es necesario. Tengo la tarde libre y me gusta pasear un rato después de comer.
—Insisto, señor.
La situación se volvió de pronto tensa. Jaime de Castelnou comprendió entonces que aquellos dos hombres eran agentes del rey y que había cometido un error al no haberse dado cuenta antes de ello. Además, aunque se había recortado la barba hasta dejarla no más larga de un dedo y se había dejado crecer el cabello, su aspecto estaba más próximo al de un templario que al de un mercader.
—Ya os dije que no es necesario.
Los dos hombres se acercaron de manera amenazante hacia Jaime.
—¿Tenéis algo que ocultar? —le preguntó el de mayor edad.
El tabernero hizo un gesto y los dos criados que servían las mesas salieron del local para regresar de inmediato armados con sendas gruesas varas. Los clientes asistían en silencio a la escena.
—No, nada en absoluto, pero creo que vos sí.
Aquella respuesta de Castelnou causó desconcierto en el agente real.
—¿A qué os referís?
—Vamos, no tratéis de disimular. Sois perfumero, lo he notado enseguida, y tratáis de convencerme para llevarme hasta vuestra tienda para venderme vuestros productos. Está bien, veámoslos; os acompañaré, pero os aseguro que soy un experto en perfumes, de modo que no intentéis engañarme ofreciéndome algalia de gatos de primera calidad, cuando en realidad está mezclada con aceite de áloe, o almizcle de buey como si fuera de castor; conozco bien esos trucos.
Los dos agentes del rey no supieron qué decir. El mesonero hizo una nueva indicación a los criados y éstos se retiraron enseguida.
—Dejadlo estar. Que tengáis una buena estancia en París, y recordad lo dicho: los templarios son hijos del diablo; procurad no hacer negocios con ellos.
Castelnou respiró confiado; por un momento se había visto metido en un enorme lío del que había podido salir con habilidad. Desde entonces debería andar con mucho más cuidado. Salió de la taberna y se dirigió de regreso al Temple, dando un rodeo y comprobando cada cierto tiempo que nadie lo seguía. Lo que había salido a comprobar era cierto: agentes del rey estaban difamando a los templarios para predisponer a la población contra ellos. Quedaba claro que Felipe de Francia algo estaba tramando; Castelnou se propuso averiguar el qué.

∗ ∗ ∗

—¿Existe alguna manera de infiltrarse entre los agentes del rey, hermano Hugo? —le preguntó Castelnou a Bon ya de vuelta en el convento.
—No es fácil. Nogaret es un personaje muy astuto y está siempre atento a cualquier cosa que suceda en París. Suele supervisar personalmente todo cuanto es de su incumbencia, e incluso lo que no lo es.
—De acuerdo, pero ¿puede hacerse?
—Es peligroso. Además, yo no confiaría en todos los hermanos de la Orden en París.
—¿A qué te refieres?
—Hace años que las encomiendas de Francia no envían caballeros a Ultramar; los jóvenes somos ya muy pocos en el Temple; la mayoría son veteranos cansados o ancianos inanes, y los que se han incorporado en los últimos años ya no conocen el espíritu de lucha que os sostiene a los que todavía estáis allá. Cuando me hablabas de vuestras batallas contra los musulmanes me sonaba a algo lejano y ajeno. A los nuevos templarios ya no nos educan como antes. Ahora somos algo así como usureros sin escrúpulos y hombres de negocios que vivimos en un convento y cumplimos una regla monacal, pero las viejas ideas y las nobles ilusiones del Temple ya no se inculcan en nosotros. Por eso, muchos hermanos están más cerca del rey de Francia, que del maestre Molay.
»No obstante, nuestro comendador en París tiene relaciones y contactos suficientes como para que pudieras infiltrarte entre los hombres de Nogaret, pero no seria capaz de garantizar que alguno de nuestros propios hermanos no te delatara.
—Correré el riesgo. Lo que verdaderamente importa ahora es conocer los planes del rey y saber si corre peligro la Orden —asentó Castelnou.
—Si te descubren, date por muerto.
—Hace tiempo que he asumido mi muerte; desde que salí vivo de Acre, hace ya varios años, cada día que pasa es un regalo del Señor. Además, tal vez yo sea el último de los hermanos que fue educado al viejo estilo templario, y todavía creo en que el sacrificio personal es necesario si ello sirve para beneficio de los demás.
—A mí jamás me enseñaron eso —dijo Hugo de Bon—. En fin, ¿cómo quieres presentarte ante Nogaret? Habrá que idear un buen argumento.
—Creo que lo tengo. Si no me han informado mal, hace un año fueron expulsados de Francia los judíos mediante una orden personal del rey. ¿No es así?
—Sí, así es. Felipe el Hermoso dictó el decreto de expulsión de los hebreos de todos sus dominios, y lo hizo para quedarse con todos sus bienes y propiedades, y además también con lo que se le debía, de modo que nobles y comerciantes que adeudaban dinero a los judíos pasaron a debérselo de un día para otro al rey. El negocio que hizo Felipe fue extraordinario.
—Me haré pasar por agente secreto del rey Jaime en viaje a París para informarse sobre cómo se expulsó de Francia a los judíos para hacer lo mismo en Aragón.
—Eso es muy complicado.
—Tanto como convertir a un templario en un comerciante catalán en El Cairo; y créeme, hermano Hugo, que yo lo he hecho.
—Pero tus credenciales…
—Imagino que en este convento habrá escribanos lo suficientemente expertos como para falsificar un diploma con el sello del rey de Aragón.
—Sí, creo que sí.
—Pues vamos a ello.