CAPÍTULO XXI

A principios de 1314 casi nada quedaba de la otrora todopoderosa Orden de los caballeros del Temple. Condenado a cadena perpetua, el maestre Jacques de Molay, un anciano de más de setenta años, y un grupo de sus caballeros era cuanto se mantenía vivo del espíritu templario.
El pobre anciano, sometido a torturas, privaciones y decenas de largos y prolijos interrogatorios a lo largo de seis años y medio, había perdido la razón. Pasaba los días ensimismado en sus propios pensamientos, intentando buscar alguna explicación a cuanto había sucedido e intentando justificar su falta de capacidad para hacer frente a semejante crisis.
Sin que nadie pudiera explicarlo, el maestre se resistía a morir. Tal vez era por entonces el hombre más anciano del mundo, pero alguna fuerza interior lo mantenía vivo a pesar de tantos tormentos. Tanto el papa como el rey de Francia consideraron que, aunque ya no constituía ningún peligro, pues nadie se uniría a Molay en caso de que proclamara la restauración del Temple, era tiempo de resolver el problema de su prisión, que no dejaba de ser un símbolo y a la vez un recuerdo permanente de una situación que el rey y el papa preferían que se olvidara.
Ambos habían decidido acabar con los últimos rescoldos de la hoguera del Temple y la mejor manera de hacerlo era eliminar a Molay y a sus colaboradores más íntimos, que seguían en prisión junto al maestre. Felipe de Marigny, secretario de Felipe IV y arzobispo de Sens, como máxima autoridad eclesiástica de Francia, fue comisionado para ejecutar el plan, mientras su hermano Enguerando se encargaba de administrar las rentas y las propiedades de los templarios en nombre del rey.
Se había decidido que Jacques de Molay, Godofredo de Charnay, preceptor de Normandía, Hugo de Pairand, visitador de Francia, y Godofredo de Bonneville, preceptor de Aquitania, serían condenados de nuevo a cadena perpetua, pero antes se les pediría que aceptasen sus culpas y sus pecados, y que si así lo hacían, serían perdonados, excarcelados y enviados a varios conventos para que pasaran allí el resto de sus vidas. Pero el plan tenía una trampa; si los templarios se retractaban y se proclamaban inocentes, serían ejecutados inmediatamente como relapsos y perjuros. Y eso es era precisamente lo que procuraron alentar el rey y el papa a través de sus agentes.
El horizonte azul de Castelnou estaba atravesado por una banda de nubes rojizas que parecían teñidas de sangre. Jaime se enteró a través de un mensajero real de que el rey de Francia había decidido poner fin al encierro del último maestre de los templarios. Durante años, tanto el papa como Felipe el Hermoso habían confiado en que la avanzada edad del maestre, su estado de salud y sus propias cavilaciones acabarían por provocarle la muerte, y así se eliminaría por sí solo el último gran problema que restaba por resolver.
No lo pensó dos veces; sin siquiera avisar a su señor el barón de Moncada, cogió su caballo, algunas provisiones, una bolsa con monedas y se dirigió hacia el norte. Si no encontraba contratiempo alguno llegaría a París en un par de semanas. No sabía ni a qué iba ni qué podía hacer allí, pero un impulso irresistible lo empujaba hacia la ciudad donde se jugaba la última baza de la partida de naipes en la que se decidía el futuro del Temple.
París estaba cubierto por un cielo plomizo y sus calles repletas de barro y agua en los primeros días de mayo de 1314. Por toda la ciudad corría el rumor de que los templarios encarcelados iban a ser absueltos en una medida de gracia del rey y del papa, que querían así demostrar su talante caritativo y dadivoso.
Castelnou se presentó de nuevo como mercader catalán y tomó posada en una casa de huéspedes en el barrio de la orilla izquierda del río Sena; a gusto hubiera regresado a La Torre de Plata, pero tal vez hubiera podido ser reconocido. Tras dejar su caballo y tomar un almuerzo caliente, se dirigió hacia la antigua casa del Temple. Desde fuera todo parecía igual; los altos muros no habían sido demolidos y el enorme torreón de piedra con las cuatro torrecillas semicirculares en las esquinas se mantenía como un centinela formidable erguido en el centro del amplio complejo conventual.
Pero a la puerta ya no había una guardia templaría, sino dos soldados del rey, y sobre ella no ondeaba el estandarte blanco y negro de los caballeros de Cristo sino la oriflama azul con flores de lis doradas de los reyes de Francia. Después se dirigió hacia la cancillería y desde una distancia prudente atisbó la entrada, también protegida por guardias reales. Se quedó allí un buen rato por si veía aparecer a Antoine de Villeneuve, al traidor Hugo de Bon o al propio Guillermo de Nogaret, pero tras pasar atento buena parte de la mañana no reconoció a nadie de cuantos entraron o salieron de aquellas dependencias.
No sabía ni qué hacer ni a quién dirigirse y, aunque supuso que era difícil que alguien se acordara de él, no quería correr el riesgo de ser reconocido como el único caballero que escapó del convento de París el día que el rey de Francia decidió apresar a los templarios de su reino.
El día 18 de mayo fue a oír misa a la catedral de Nuestra Señora, que lucía espléndida recién acabadas las últimas obras. La grisácea luz del mediodía parisino entraba a través de las vidrieras multicolores y parecía mudar para convertir el interior del templo en un verdadero tornasol de colores. «Ojalá luciera el sol», pensó mientras observaba las escenas bíblicas representadas en las vidrieras.
Al salir de la catedral, un corrillo de personas discutía con cierta vehemencia sobre lo que estaba pasando en el tribunal de París. El papa y el rey habían nombrado una comisión de jueces que debía anunciar la culpabilidad de los templarios en el proceso que duraba ya seis años y medio, y poner fin así a la provisionalidad que hasta entonces se achacaba a todo ese asunto. En realidad, la mayoría de los parisinos había perdido todo interés por aquellos caballeros retenidos desde hacía tanto tiempo en las prisiones reales, y eran muy pocos los que estaban preocupados por el destino de los que todavía permanecían encarcelados.
—¡Dicen que van a liberar al maestre Molay!, que ha admitido al fin sus culpas y que mañana mismo será enviado a un convento. Ahora le están comunicando la sentencia en el tribunal —anunció uno de los curiosos.
—El rey tenía razón, esos monjes estaban aliados con el demonio. Las autoridades han tardado en darse cuenta pero al fin han sido descubiertos.
—¡Se ha retractado, el maestre Molay se ha retractado!
Un hombre apareció corriendo y gritando la noticia ante la plaza de Nuestra Señora, ante la fachada principal de la catedral. Al oírlo, Jaime se acercó al grupo.
—¡¿Qué dices?! —se sorprendió el que había anunciado la inmediata liberación del maestre.
—Acaba de ocurrir lo inesperado. El tribunal le estaba anunciando al maestre y al resto de los templarios la confirmación de la sentencia definitiva a cadena perpetua; todos estaban convencidos de que los templarios aceptarían esta resolución, porque así estaba acordado, y que serían perdonados de inmediato por arrepentirse de sus pecados, pero lo que ha sucedido nos sorprendió a todos los que allí estábamos.
»Jacques de Molay ha pedido la palabra, se ha levantado de su asiento con toda solemnidad y se ha retractado de todas sus confesiones anteriores. Ha comenzado diciendo que la Orden del Temple es el orgullo de la Iglesia y de los cristianos, que nadie ha defendido la fe de Cristo como ellos y que todas las acusaciones vertidas sobre la Orden son falsas.
»Deberíais haber visto la cara que se les ha quedado a los jueces del tribunal. Estaban atónitos; alguien les había dicho que existía un acuerdo con los templarios, pero no imaginaban que Molay fuera a responder de esta manera.
»Ha dicho que él y su Orden son inocentes de cuantos cargos, pecados y delitos se les han imputado, y que si en ocasiones anteriores ha admitido la comisión de aquellos crímenes lo había hecho sometido a torturas y para exculpar a sus compañeros. Ha continuado acusando a los sicarios del rey Felipe de manipular lo que él había declarado en anteriores interrogatorios y ha negado haber obrado en contra de la Iglesia y de sus mandamientos.
—Perdonad, amigo, soy extranjero, ¿qué está pasando? —intervino Jaime de Castelnou.
—¡Ah!, señor, que los templarios no admiten sus cargos y que se ha liado una buena en el tribunal por causa de ese viejo cabezota.
—Pero continúa —le gritó uno de los curiosos al mensajero.
—Como os decía, Molay y sus compañeros han vuelto patas abajo el tribunal. Godofredo de Charnay ha hecho lo mismo que su maestre; bueno, este templario añadió que si había renegado de Cristo en alguna ocasión lo hizo a causa del insoportable dolor de la tortura.
—¿Y los demás templarios, qué han hecho?
—Eso ha sido lo mejor, todos han apoyado a su maestre y lo han defendido.
—¿Y qué ha resuelto el tribunal?
—Condenarlos a muerte, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Esos templarios se han suicidado —dijo en voz baja uno de los asistentes al corrillo.
—Es extraño; Molay sabía que una declaración así iba a conducirlo a la muerte, y sin embargo lo ha hecho —comentó otro.
—Los quemarán esta misma tarde, en la isla de las Cabras; no faltéis porque promete ser un espectáculo memorable —acabó diciendo el portador de la noticia, que se alejó de la catedral seguido por media docena de curiosos que no cesaban de hacerle preguntas sobre lo ocurrido en el tribunal.
Castelnou supuso que todo aquello estaba preparado y que, una vez más, el maestre Molay había sido engañado por el rey Felipe y por sus sicarios. Pensó que si en la elección de Chipre que él dirigió hubiera sido escogido el candidato del rey de Francia, probablemente la Orden del Temple seguiría vigente, más poderosa si cabe, aunque bajo la dependencia del rey francés. Claro que ya no importaba nada de todo eso. La Orden del Temple era pasado y nadie quería volver a rememorar pedazos de memoria que no interesaban a la gente.
Pero…, ¿qué le había pasado a Molay? ¿Por qué se había mostrado tan digno en el último momento? Sí, era un anciano, débil y exhausto, al que sólo le quedaba un soplo de vida, pero ¿por qué ahora?, cuando precisamente no quedaba ya ningún templario libre o en disposición de reivindicar el espíritu del Temple. ¿Lo habían vuelto a engañar otra vez, o había querido dar una prueba de dignidad al final de su vida?
Probablemente la respuesta la encontraría en la ejecución. Sería duro presenciar la muerte en la hoguera de varios de sus hermanos, pero era la única manera de entender lo que estaba pasando y tal vez el único modo de buscar una razón para su vida.
Jaime se dirigió hacia la isla de las Cabras, que algunos parisinos también llamaban el islote de los judíos porque allí habían sido ejecutados algunos de los hijos de Israel en ocasiones anteriores, y al ver que el cadalso ya estaba prácticamente listo, pese a ser mediodía, comprendió que alguien había tendido una trampa a Molay y que estaba seguro de que el maestre iba a caer en ella.
Pese a que no había comido tras el desayuno, no tenía ganas de almorzar, de modo que pasó la tarde merodeando por las orillas del Sena, contemplando los preparativos para la ejecución que se iba a perpetrar.
Mediada la tarde un murmullo se fue convirtiendo en vocerío. Centenares de personas aparecieron por una de las calles que daba al río rodeando a varios carros en los que iban los templarios condenados a muerte aquella misma mañana. A Jaime se le heló la sangre cuando comprobó que eran treinta y ocho los hermanos que iban a ser quemados a orillas del río.
Las dos riberas se llenaron de curiosos mientras unos soldados bajaban de los carros a los templarios y los embarcaban en pequeñas canoas para conducirlos a la islita de las Cabras. Desde la orilla en la que se encontraba, Jaime pudo distinguir la figura de Jacques de Molay. El maestre casi no podía andar y tenía que ser ayudado por dos soldados para caminar. Uno a uno los treinta y ocho templarios fueron atados en sendos postes de madera a los que rodearon de haces de leña impregnados de aceite y brea, a la vez que el griterío de la multitud se tornó en un silencio tan profundo que sólo se oía el oleaje del río.
Desde luego, quien hubiera ideado aquello lo tenía todo previsto; el escenario era sobrecogedor y a la vez grandioso, con el gran río como testigo y la isla como cadalso inabordable por si alguien hubiera decidido acudir a última hora a liberar a los condenados. Pero nadie lo hizo. Los espectadores sólo esperaban asistir a un espectáculo.
El encargado de la ejecución aguardó hasta el momento en el que el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, y cuando el último rayo desapareció en la lejana campiña aplicó su antorcha a los montones de leña. Lentamente el fuego fue ganando fuerza y las llamas crecieron hasta alcanzar los cuerpos de los templarios. Pero antes de que ninguno de ellos emitiera un grito de dolor o de miedo, una voz anciana pero firme tronó en medio del silencio. Jaime pudo oír con claridad al maestre Molay; pese a los años transcurridos desde la última vez que la oyera, era inconfundible.
Molay llamó asesinos a sus verdugos, pidió venganza y lanzó una terrible maldición sobre la dinastía de los Capetos, de la que era miembro el rey Felipe IV, que venía gobernando en Francia desde hacía más de tres siglos.
—Yo maldigo a los asesinos del Temple, a Guillermo de Nogaret, a Enguerando de Marigny y al rey Felipe de Francia, reclamo venganza sobre esta infamia y maldigo a la estirpe de la familia de los Capetos para que sea borrada con toda su descendencia de la faz de la tierra. Malditos seáis una y mil veces, malditos, malditos, malditos…
La voz del maestre se fue apagando y con ella los gritos de horror de los hermanos que ardían en los cadalsos. El silencio sólo era alterado ahora por el rumor de la corriente y el crepitar de los leños flameando en las hogueras de la muerte. Un humo denso y espeso y un olor a carne quemada provocó la náusea en los espectadores, muchos de los cuales no pudieron aguantar y se marcharon cabizbajos mientras las sombras de la noche conquistaban las calles de París. En el centro del río una inmensa hoguera lucía como una luciérnaga infernal cuyo resplandor se reflejaba sobre las oscuras aguas como en un espejo del averno.