CAPÍTULO XVII
La ciudad de Jaca era más pequeña de lo que
había imaginado. Por su caserío y el número de vecinos era poco más
que una de las villas que había atravesado en la última semana,
pero además de las murallas, que le conferían el carácter de
ciudad, había un edificio imponente que le llamó la atención, una
gran iglesia de piedra en el viejo estilo ubicada cerca de la
puerta norte, por donde arribaba la mayoría de los peregrinos
procedentes del otro lado de los Pirineos.
A pesar del pequeño tamaño de la ciudad,
junto a la que había un burgo rodeado de su propia muralla, las
calles estaban atestadas de peregrinos que acababan de llegar de
Aquitania, de Francia y de Alemania sobre todo, y que visitaban las
tiendas de zapatos para reponer el calzado gastado en el paso del
camino por los puertos de las altas montañas. Hacía apenas dos
semanas que la ruta a través del Somport había quedado libre de
nieve y los peregrinos que habían aguardado el invierno en el lado
francés habían comenzado a acudir a Jaca.
Castelnou se dirigió directamente a la gran
iglesia de piedra, que tenía el tamaño de una catedral y cuyo
tejado sobresalía sobremanera por encima del caserío. La puerta
principal se abría a los pies, en la calle que continuaba dentro de
la ciudad el camino de los peregrinos, tras un pórtico, y en el
lado sur, junto a otra puerta, había una plazuela en la que todo
indicaba que ese mismo día se había celebrado un mercado.
El templario descendió de su caballo y se
acercó hasta la entrada del templo. Un par de sayones armados con
varas le dijeron que esa noche sólo podían dormir allí peregrinos,
y que los caballos no podían entrar en la iglesia.
—No es mi intención pasar la noche en la
casa del Señor, y mucho menos hacerlo con mi caballo, sólo deseo
hablar con el prior de esta catedral.
—Ya no es catedral, señor —dijo uno de los
sayones—; hace tiempo que el obispo de Jaca mudó la sede episcopal
a Huesca, cuando aquella ciudad se ganó a la morisma. Ahora la
gobierna un prior. Su nombre es Arnal de Lizana y vive en esa casa
de piedra.
—Con su criada —añadió con una picara
sonrisa el otro sayón.
Jaime se dirigió a la casa y llamó a la
puerta. El prior de la antigua catedral era un hombre enjuto, de
baja estatura y de unos cincuenta años de edad. El templario se
quedó con la boca abierta al reconocer en el prior al mercader de
Dijon que había preguntado por él en Castelnou.
—Pasad, hace tiempo que os esperaba —dijo el
prior, abriendo la puerta de par en par.
—¿Vos, sois vos, el mercader…? —preguntó
Jaime sorprendido.
—El mismo; os esperaba, pasad.
—¿Mi caballo…?
—Perdonad, traedlo, la cuadra está al fondo
del zaguán.
El templario entró en la casa prioral
tirando de las riendas y anduvo unos pasos hasta el fondo del
pequeño patio; el prior abrió la puerta de la cuadra y el animal
entró él solo.
—Necesita comer algo —dijo Castelnou
mientras acariciaba el anca del caballo.
—Hay paja en el pesebre; aquí podrá
descansar vuestra montura. Y vos, seguidme. El prior condujo a
Jaime hasta una estancia iluminada por dos candiles de aceite y la
lumbre de una chimenea en la que en un puchero de hierro se
cocinaban unas verduras y un pedazo de carnero.
—Explicadme… —dijo Castelnou todavía
sorprendido.
—Es muy simple. Hace cuatro años, dos
caballeros templarios vinieron a verme; yo era un freire capellán
de la encomienda del Temple de Huesca. Se identificaron como
portadores de un mensaje secreto de nuestro maestre y buscaban un
lugar dedicado a Nuestro Salvador, un lugar en una montaña de
complicado acceso, junto a una cueva profunda en las soledades de
estas sierras fragosas. Dijeron que en ese lugar había un castillo
al que uno de nuestros hermanos había denominado con el nombre de
Monsalvat en un libro que escribió sobre el Santo Grial. Yo les
indiqué que el lugar a que se referían no era un castillo, sino un
monasterio dedicado a San Juan, el monasterio de San Juan de la
Peña.
»Ellos se miraron y sonrieron: "El castillo
sólo lo pueden contemplar los elegidos por Dios, tal vez no lo vean
todos los ojos, pero está allí, sobre la peña de la cueva". Yo me
quedé sobrecogido, pero los caballeros me tranquilizaron: "Dentro
de algún tiempo, si nuestra Orden está en peligro, un caballero
templario vendrá preguntando por ese castillo, dirá que busca el
castillo de Monsalvat, y traerá con él un objeto muy preciado que
deberá ser depositado en la cueva para ser custodiado allí. El
Temple te ha designado para que seas el encargado de informarle
sobre dónde debe depositar el Grial. El obispo de Huesca te
designará como prior de la antigua catedral de Jaca, allá deberás
esperar a que te busque el templario que vendrá demandando la
ubicación de Monsalvat". Dijeron que su nombre era Jaime, Jaime de
Castelnou.
»Les pregunté que por qué había sido yo el
elegido para esa misión y me respondieron que un templario debe
limitarse a obedecer.
»Cuando fue encarcelado el maestre Molay me
inquieté, y esperé algún tiempo aquí en Jaca a que se presentara el
caballero templario, pero nadie lo hizo. Intenté contactar con
alguno de los hermanos templarios, pero todos estaban detenidos y
nadie vino hasta mí para darme ninguna instrucción. Imaginé
entonces que los hermanos que se presentaron en Huesca habían
muerto o estaban presos en Francia, y que el tal Jaime de Castelnou
habría corrido la misma suerte. Pero hace unos meses un peregrino
me preguntó por el castillo de Monsalvat; en principio creí que él
sería el hermano que tenía que contactar conmigo, pero cuando le
demandé que por qué buscaba Monsalvat me dijo que un caballero le
había preguntado por él en la aldea de Castelnou, en el condado de
Ampurias, y tenía cierta curiosidad. Lo demás fue fácil. Me
convertí por unos días en un mercader borgoñón y me fui en vuestra
búsqueda. Lo demás ya lo sabéis.
—Ningún hermano me dijo que debía preguntar
por el prior de Jaca.
—Debieron de detenerlos antes de que
pudieran hacerlo. Ellos sabían que tú, hermano Jaime, eras el
custodio de ese preciado objeto.
Al fin, el prior se dirigió a Jaime como lo
hacían entre sí los templarios.
—¿Te dijeron de qué objeto se trataba?
—No, pero no hacía falta. Hace siglos que lo
esperamos.
—¿Qué es lo que esperáis, quién lo espera?
—preguntó Jaime cada vez más sorprendido.
—El Santo Grial, y los caballeros de San
Juan.
—¿Los hospitalarios?
—Claro que no, los templarios jamás
habríamos confiado el objeto más preciado de la cristiandad a
nuestros máximos rivales. Los caballeros de San Juan son los monjes
del monasterio de la Peña.
»Sólo un templario puede entender lo que
significa ese cáliz. ¿Lo llevas contigo?
—¿Cómo sé que cuanto me estás contando es
cierto? —demandó Castelnou.
—Porque tu corazón te dice que no
miento.
Jaime miró los ojos de aquel hombre; su
mirada parecía sincera y limpia.
—¿Dónde está ese monasterio?
—Muy cerca, a una jornada de camino. Pasarás
la noche en mi casa y mañana podrás seguir tu ruta. En San Juan te
esperan, como te he esperado yo.
»Pero entretanto…, ¿puedo pedirte un
deseo?
—Si puedo concedértelo…
—¿Podría ver el Grial?
Castelnou abrió la bolsa de cuero en la que
guardaba su ligero equipaje y sacó el paño que contenía el Grial;
lo desplegó lentamente y cogió el sagrado cáliz. Se santiguó y
dijo:
—Este es, hermano prior.
El prior de la catedral de Jaca cayó de
rodillas ante la vista de la copa rojiza, cuya superficie bruñida
reflejaba, cual si de gemas de ámbar engastadas se tratara, las
llamas doradas de la chimenea.
Como si hubiera sido inducido por una
sacudida mística, Arnal de Lizana, puesto de rodillas, se santiguó
con énfasis y rezó devotamente un padrenuestro. Luego besó el Grial
y se persignó de nuevo.
—¡La sangre de Cristo! ¡Este cáliz contuvo
la sangre de Cristo! Y ésta es al fin la tierra del sagrado vaso,
la tierra de la sangre de Cristo —dijo el prior.
Durante la cena, los dos templarios hablaron
sobre lo ocurrido a la Orden en la que profesaban. Jaime de
Castelnou puso a Arnal de Lizana al corriente de cuanto había
sucedido desde que el rey Felipe de Francia pusiera en marcha la
campaña de difamación contra los templarios, la persecución contra
ellos y la captura de todos los hermanos de todas las encomiendas
francesas.
Mediada la primavera del año 1310, la
situación le la Orden continuaba siendo muy confusa. Desde luego,
la inmensa mayoría de los templarios franceses seguían presos del
rey, aunque tras varios meses de confusión y de perplejidad eran ya
muchos los hermanos que habían reaccionado al trauma de la
detención y al de la catarata de acusaciones para retractarse de
sus primeras declaraciones y proclamarse inocentes de cuantos
delitos eran acusados. En mayo de ese año eran ya más de quinientos
los que habían manifestado ante los tribunales que los juzgaban que
cuanto se había dicho de ellos y de sus prácticas era falso y que
siempre se habían comportado como buenos cristianos y fieles
servidores de la Iglesia y de sus mandamientos.
La cantidad de retractaciones había causado
un tremendo malestar en el rey de Francia, que al ver peligrar su
plan demandó a sus agentes que aplicaran las sanciones más duras a
los que se echaran atrás de su auto inculpación. Y así ocurrió; el
arzobispo de Sens, un lacayo al servicio de Felipe el Hermoso,
condenó a la hoguera al medio centenar de templarios que se había
retractado en su diócesis.
Toda la cristiandad estaba expectante ante
lo que pudiera suceder. La situación era muy delicada. La bonanza
de los decenios anteriores se había acabado, el hambre, la
carestía, la enfermedad y la muerte parecían haber salido del
infierno para establecerse en la tierra entre los seres humanos.
Las cosechas no rendían lo que antaño, las rentas no fluían con la
abundancia de otros tiempos y las obras de las grandes catedrales
levantadas en el sutil arte de la luz, las casas de Dios en la
Tierra, estaban interrumpidas a causa de la falta de recursos con
los que cubrir los costes de los talleres de artesanos que las
estaban construyendo. Parecía como si Dios hubiera apartado su
mirada de los ojos de los hombres.
∗ ∗ ∗
El prior Lizana desayunó con Castelnou; tras
rezar un padrenuestro comieron unas tajadas de tocino frito, unas
rebanadas de pan tostado con miel y un vaso de vino especiado con
canela.
—Desde Jaca hasta el monasterio de San Juan
de la Peña sólo hay una jornada de viaje. Toma el curso del río
Aragón y desciende por su ribera siguiendo el camino de Compostela.
A ocho millas, a tu izquierda, un estrecho valle secundario conduce
hasta el monasterio de Santa Cruz, regentado por las hermanas
benitas. Lo identificarás enseguida por la torre de la iglesia del
convento, construida en el viejo arte de la piedra. Hasta ahí el
camino es llano y fácil. Pero justo en Santa Cruz comienza lo más
difícil de la ruta hasta San Juan. Para llegar al monasterio de la
cueva santa hay que ascender una difícil senda a través de un
bosque denso y en una tierra áspera y fragosa. La senda es muy
empinada y está llena de guijarros y de dificultades. Ten cuidado
porque tu caballo puede lesionarse una pata con facilidad. El
monasterio está en lo más alto de los farallones de rocas rojas,
ubicado debajo de una cornisa pétrea que lo protege como un manto
de piedra. Está tan oculto por la vegetación y las rocas que no te
darás cuenta de que existe hasta que no te topes de bruces con él
—le explicó Lizana.
—¿A quién debo dirigirme?
—El abad es don Pedro de Setzera, pero no
creo que lo encuentres allí; suele dejarse ver poco por el
monasterio, pues pasa más tiempo en Jaca o en Huesca, que en su
casa abacial. Además, la situación de ese cenobio no es nada
boyante. Hace tiempo fue el más rico del reino de Aragón, y los
reyes lo colmaron de privilegios y donaciones, pero, como bien
sabes, no corren buenos tiempos. Hace ya algunos años que la
situación del monasterio, como la de tantos otros, es muy delicada.
Las rentas apenas dan para mantener a la comunidad de monjes y hace
ochos años el rey don Jaime tuvo que acudir en ayuda de este
cenobio y colocarlo bajo su especial protección para evitar que la
comunidad monacal se deshiciera y quedara incluso abandonado.
—Entonces, si las condiciones de San Juan
son tan deficientes como me estás diciendo, ¿no será peligroso
dejar allí el Santo Grial?
—Todo lo contrario. Ese cáliz se convertirá
en un acicate para los monjes. Esa comunidad necesita un estímulo
para recuperar la esperanza. Los monjes que allí viven están
esperando que el Grial llegue a ellos. Conocen la leyenda, saben
que su cenobio es el elegido, y hace tiempo que aguardan la llegada
de la más importante reliquia de la cristiandad. Saben que han sido
designados para custodiar el Grial y esperan ansiosos el momento de
recibirlo.
—¿Cómo me reconocerán?
—No te preocupes por eso. Tiempo antes de
que escales hasta lo alto ya sabrán de tu llegada. Te estará
aguardando un comité de monjes; todo estará preparado.
Acabado el desayuno, Castelnou aparejó su
caballo, lo sacó de la cuadra y, ya en la calle, frente a la puerta
de la casa del prior, montó sobre él.
—Te agradezco cuanto has hecho por mí y por
el Grial; eres un buen hombre.
—Tan sólo he cumplido con mi compromiso como
capellán templario.
—Cuídate, hermano Arnal, y queda con
Dios.
—Que El te proteja en tu destino.
Jaime de Castelnou arreó su montura y salió
de Jaca por el camino que seguían los peregrinos hacia su destino
en el confín del mundo conocido.