CAPÍTULO XIV

En noviembre, tras una larga espera, fue elegido en la ciudad de Viterbo como nuevo papa Bertrand de Got, el arzobispo de Burdeos, hombre de probada fidelidad a Felipe de Francia.
Al enterarse de la noticia de la elección, Castelnou vio confirmadas todas sus sospechas. El nuevo papa no predicaría ninguna cruzada, no se opondría a los intereses del rey de Francia y no apoyaría al Temple. Los agentes de Felipe, encabezados por el siniestro Guillermo de Nogaret, un jurista que se había convertido en la mano derecha y hombre de confianza del soberano, habían actuado con extraordinaria eficacia.
El nuevo papa adoptó el nombre de Clemente V, y de inmediato comenzó a favorecer todo cuanto supusiera un beneficio para el rey de Francia. A finales de 1305, Felipe el Hermoso hizo declaración solemne y votos de cruzado, como ya hiciera su abuelo, el rey San Luis, pero a la vez pidió al papa que estudiara la posibilidad de que se fusionaran en una sola las grandes órdenes militares de la cristiandad, sobre todo las del Temple y el Hospital, con lo que se conseguiría una mayor efectividad. Eso sí, la nueva y gran orden resultante debería ser dirigida por uno de los hijos del rey.
—Aquí ya no hacemos nada —dijo el maestre a Castelnou—. Encárgate de organizar el viaje de regreso; volvemos a Chipre.
—¿Y el tesoro?
—Se queda en París; está más seguro que en Chipre.
La comitiva templaria regresó a Nicosia en pleno invierno, desafiando las adversas condiciones de navegación que en esa época se suelen presentar en el Mediterráneo. Cuando llegaron al puerto de Limasol, todos dieron gracias a Dios por haberlos protegido en la travesía.

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Entretanto, Felipe el Hermoso seguía adelante con su plan. El taimado Nogaret manejaba los hilos de una trama que cada vez era más tupida. Pero la situación del reino empeoraba por momentos. A comienzos de la primavera de 1306 las provisiones se habían agotado en la mayoría de las ciudades de Francia, y estallaron revueltas en las que la gente, desesperada por el hambre, se lanzó a las calles a protestar contra su rey.
En París, la gravedad de la rebelión fue tal que el mismísimo rey tuvo que correr a refugiarse en el recinto amurallado del Temple; fue allí y en ese momento cuando Felipe el Hermoso, ante el asombro de los hermanos de la encomienda parisina, solicitó ser admitido como miembro honorífico de la Orden. El comendador de París, avalado por todo el Capítulo, rechazó la petición del rey, quien se mostró muy ofendido por ello.
Superadas las dificultades de las revueltas del pueblo parisino, Felipe IV ordenó a sus agentes que incrementaran la difamación sobre el Temple. Los sicarios de Nogaret comenzaron a difundir por tabernas y mercados que los culpables de la carestía y de la hambruna no eran otros que los templarios, que nadaban en la abundancia en sus conventos mientras el resto de la gente pasaba todo tipo de escaseces. Las acusaciones de acumular dinero y alimentos se mezclaron con habilidad con las de la comisión de graves delitos. Un segundo consejero del rey, Pedro de Blois, fue el encargado de escribir unos panfletos en los que se decía que los templarios estaban realizando prácticas de culto al diablo y ritos satánicos, y que Dios estaba castigando por ello a todos los hombres. Seis meses después de que Molay, Castelnou y el resto de la comitiva regresaran a Chipre, se presentó en Nicosia un correo templario con una carta del comendador de París para el maestre Molay. El portador de la misiva era Hugo de Bon, el joven templario que confesara a Jaime las intenciones del rey de Francia.
El informe que portaba Hugo de Bon era demoledor. Durante la primavera de 1306 Guillermo de Nogaret y Pedro de Blois había movilizado a decenas de agentes para calumniar y difamar al Temple; en panfletos distribuidos por todas partes se decía que los templarios constituían una secta satánica en la que los neófitos eran obligados a escupir sobre el crucifijo, a blasfemar, a practicar actos de homosexualidad y a venerar a ídolos demoníacos, delitos que la Iglesia castigaba con la muerte.
Ante el Capítulo de la Orden reunido en Nicosia, Hugo de Bon mostró uno de aquellos panfletos. Molay lo examinó detenidamente, hizo que Castelnou lo leyera en voz alta y luego preguntó si estaba firmado.
—No, hermano maestre, es un escrito anónimo —dijo Jaime.
—En ese caso, ha podido escribirlo cualquiera —supuso Molay.
—Pero se han distribuido cientos, tal vez miles de ellos en todas las ciudades del reino de Francia; eso sólo han podido hacerlo gentes al servicio del rey —alegó Hugo de Bon.
—¿Tienes pruebas fidedignas de que ha sido así? —le preguntó Molay.
—Hay muchas evidencias, hermano maestre.
—Quiero pruebas, testigos, firmas…
—En París todo el mundo sabe que es el rey quien ha inspirado y consentido esta campaña —insistió Hugo.
—Sin pruebas nada podemos hacer. Además, se asegura en ese informe que el rey solicitó entrar en el Temple, y que el Capítulo de París le negó la petición. No es lógico que pida ingresar en una Orden a la que por otro lado quiere desprestigiar de semejante modo. ¿No crees?
—Esa petición fue una estratagema, una burla. La hizo cuando estaba a nuestra merced, refugiado en nuestra casa de París para protegerse de la multitud que quería lincharlo. De no haber sido por el Temple, Felipe el Hermoso estaría muerto.
«Además está ese malvado de Nogaret…
—Es un fiel consejero real.
—Si me permites, hermano maestre, te diré que estudió leyes en Montpelier, en el país de los cátaros, y que fue escalando puestos hasta que el rey le encomendó acabar con el papa Bonifacio VIII. Se dice de él que es hijo de un hereje cátaro y que por ello ha jurado destruir a la Iglesia, o al menos hacerle todo el daño que pueda. Es un hombre lleno de ambición que no se detendrá ante nada para lograr sus propósitos. —El joven Hugo de Bon hablaba con la contundencia y la seguridad de quien está convencido de decir la verdad.
—Haz caso al hermano Hugo, hermano maestre, nuestra Orden está en un grave peligro. Nogaret es un individuo demasiado peligroso —terció Castelnou.
—Debemos confiar en Dios; somos sus soldados y estamos a su servicio. Nuestro Señor y Su madre la Virgen no consentirán que nos ocurra ningún daño —aseveró Molay.