CAPÍTULO XXI

La galera cargada con el tesoro templario de Tierra Santa bogó hacia el norte navegando de cabotaje, con la costa siempre a la vista pero lo suficientemente lejos como para evitar cualquier sorpresa.
Castelnou seguía sin entender por qué había sido él uno de los elegidos para salvarse y salir de Acre. Tan sólo era un caballero más de los freires del Temple, sin relevancia. Hasta que intervino en la desgraciada salida de la puerta de San Lázaro jamás había participado en una acción de armas, llevaba muy poco tiempo en la Orden y no era hijo de un noble tan poderoso como para ser destinado a cumplir semejante misión.
En las semanas siguientes La rosa del Temple fue recorriendo la últimas posesiones cristianas en la costa de Palestina y del Líbano. En Tortosa, Tiro, Beirut y Sidón lograron aparejar tres galeras y evacuar con ellas a cinco centenares de personas y cuantos objetos de valor pudieron reunir. Las noticias que llegaban de tierra en cada uno de estos puertos avisaban que los mamelucos avanzaban hacia el norte, pero que más al sur de Acre todavía resistían unos cuantos templarios en el castillo Peregrino.
En Sidón, mientras eran embarcados los últimos cristianos de Tierra Santa, se reunió el Capítulo de la Orden del Temple para elegir a un nuevo maestre. Por primera vez participó en un acto tan importante el joven Jaime de Castelnou, que fue testigo de la elección de Teobaldo de Gaudin como nuevo maestre, sin que ningún hermano se opusiera a una elección que se preveía como incuestionable.
En el mismo Capítulo se aprobó la expulsión de Roger de Flor del Temple, y se dispuso que en caso de ser apresado se le condujera a presencia del maestre para ser ejemplarmente juzgado y castigado. Jaime deseó ser él mismo quien echara mano a aquel traidor que tanta deshonra había arrojado sobre la Orden.
Una vez elegido el nuevo maestre, Jaime le propuso regresar hacia el sur para rescatar a los hermanos allí atrapados, pero Teobaldo le recordó que su principal misión era poner a salvo el tesoro. No obstante dispuso que una de las galeras, la más veloz, fuera hasta el castillo Peregrino y recogiera a los defensores. Tuvieron que esperar casi dos semanas refugiados en la isla de Ruad, un islote desértico, sin agua, a dos millas de la ciudad de Tortosa, que convirtieron en el punto de concentración de cuantos templarios y cristianos quedaban en Tierra Santa. A fines de agosto llegaron a bordo de La rosa del Temple los últimos rescatados, los defensores de castillo Peregrino. Teobaldo de Gaudin dispuso que una guarnición de cincuenta caballeros, cien sargentos y otros tantos criados se quedara en Ruad. Tendría que recibir periódicamente suministros desde Chipre, pero al menos se mantendría una presencia testimonial en el viejo territorio de los cruzados. Y quién sabe si aquel islote podría convertirse alguna vez en la cabeza de puente de una futura reconquista de los Santos Lugares.

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Avistaron las playas espumosas y las colinas esmaltadas de olivos y vides de Chipre a principios de septiembre. Siete galeras y media docena de barcos de transporte arribaron al puerto de Limasol un día soleado y ventoso. El aire del oeste levantaba unas olas regulares y azules, con la cresta blanqueada por una espuma brillante que parecía cuajada de enormes perlas transparentes. A Jaime le pareció aquel paisaje muy hermoso; poco después le contaron que en aquellas mismas playas una leyenda de los griegos había hecho nacer a la mismísima Afrodita, la más hermosa de las diosas, de una gota de sangre del padre Zeus mezclada con la espuma del mar. Mientras desembarcaban, Castelnou presintió que estaba asistiendo al final de un tiempo de sueños. Dos siglos de presencia cristiana en Tierra Santa se acababan de esfumar como la espuma que se forma tras chocar las olas con las rocas de los acantilados y desaparece de inmediato sumergida en la espuma de la siguiente ola. Observó a sus hermanos caballeros templarios, la mayoría veteranos de cien batallas, cubiertos con sus mantos blancos marcados con la cruz roja, y a los sargentos, vestidos de pardo y gris, y a los escuderos y criados, fieles y callados servidores siempre dispuestos a cuidar de sus señores. Contempló a los hermanos heridos en los últimos combates en Acre, algunos todavía en tan mal estado que tenían que ser anidados para dar un paso, y a otros que estaban completamente vendados; y todos tenían en los ojos impresa la amargura de la derrota.
Sintió que un brazo se posaba sobre su hombro y al volverse vio que se trataba del maestre Gaudin.
—Es terrible —le dijo con un tono en el que no se atisbaba la menor esperanza.
—Nos han castigado con contundencia —repuso Castelnou.
—Sí, ésta ha sido la más dura derrota del Temple. Ni siquiera cuando perdimos la Vera Cruz y Jerusalén tras la derrota de los Cuernos de Hattin la situación fue tan desastrosa. No disponemos ni de una sola fortaleza en tierra firme, y ese islote de Ruad es tan sólo una anécdota; me temo que no podremos mantenerlo durante mucho tiempo. Nuestra presencia en Tierra Santa se ha terminado.
—Volveremos —repuso Castelnou.
—Será difícil. Nuestras últimas llamadas de ayuda a los reyes cristianos no han recibido ninguna acogida. Los últimos años hemos luchado solos; nosotros y los hospitalarios, juntos por primera vez en mucho tiempo. Nadie ha movido un dedo por nosotros, y me temo que ahora tampoco van a hacerlo.
—Pero nuestra Orden es poderosa…
—Hemos dejado que nos arrebataran nuestra única razón de ser. Ahora nuestros enemigos dirán que nosotros hemos sido los únicos culpables de la pérdida de los Santos Lugares. Nos acusarán de no haber sabido mantener la tierra sagrada de Jesucristo, de haber dejado que los sarracenos se apoderaran de ella sin verter en su defensa hasta la última gota de nuestra sangre.
—Sabes, hermano maestre, todos los que allí hemos estado sabemos que no es así, que miles de hermanos templarios han dado su vida por la cruz y por los cristianos.
—Eso es muy cierto, pero hay muchos interesados en que no se reconozca de esta manera. Nos hemos granjeado muchos enemigos que han jurado odio eterno contra nosotros.
—¿Pero por qué? No hemos hecho nada que sea contrario a la Iglesia de Cristo.
—Tal vez consideren que hemos sido demasiado soberbios, demasiado ambiciosos; pero bien sabe Dios que todo lo hemos hecho por su gloria, por su nombre, para enaltecer su divinidad ante otros hombres. Nada hemos hecho para nosotros, sólo por Dios, sólo por el Salvador.
Gaudin hablaba como si se encontrara solo; tenía los ojos entreabiertos y la mirada perdida en un imaginario horizonte.

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Aquel invierno en Chipre discurrió lento y pesado. Al poco tiempo de trasladarse a Nicosia, la principal ciudad de Chipre, el maestre nombró mariscal de la Orden a Jacques de Molay, un caballero que no destacaba precisamente por su inteligencia, aunque se le reconocía como experto en la construcción de fortalezas. El maestre dirigió la instalación de los templarios en la isla, aunque su rey Enrique II parecía poco dispuesto a compartir sus dominios con la Orden.
El maestre se mostraba taciturno; casi todos los días, después de cumplir con sus obligaciones al frente de la Orden, paseaba poco antes de la cena por los alrededores del convento de Nicosia, y lo hacía ensimismado en sus recuerdos, como un fantasma buscando un sueño que nunca fue.
Para intentar olvidar la derrota, los templarios de Chipre volvieron a su vida monástica y rutinaria: orar, revisar el equipo, orar, comer, orar, revisar el equipo, orar, cenar, orar, dormir, orar… Y así un día tras otro, esperando que se desencadenara algún acontecimiento que acabara de una vez con aquella pesadilla.
La última semana del invierno una galera procedente de Bari trajo una noticia que soliviantó los ánimos de los templarios que habían escapado de Acre. Un mercader italiano les dijo que Roger de Flor, el hijo del halconero alemán metido a sargento del Temple y luego renegado, había recalado en Marsella tras salir de Acre cargado de tesoros; de allí había pasado a Génova, donde había vendido la galera El halcón, pues los genoveses, en guerra con sus competidores los venecianos, habían mostrado gran interés en usarla como modelo para las nuevas galeras de guerra que estaban construyendo en su arsenal. Pretendían armar galeras mucho más grandes que las que hasta entonces se fabricaban para lograr la superioridad naval que se disputaban con la república de Venecia y con el rey de Aragón.
El maestre Gaudin se enervó cuando oyó aquello y juró que algún día haría pagar a Roger de Flor su traición y el enorme desprestigio e infamia que había arrojado sobre la Orden. Pero el maestre estaba enfermo; cansado, derrotado, amargado e incapaz de superar el síndrome por la salida de Acre, no resistió más y murió en las primeras semanas de la primavera, cuando los almendros lucían plenos de flores y los naranjos asperjaban en el rocío su aroma de azahar por los campos de Chipre.
El mariscal Molay organizó los funerales; miles de velas se encendieron en la capilla del convento de Nicosia en recuerdo del alma del maestre recién fallecido. Durante los siete días posteriores al entierro, los hermanos del convento rezaron doscientos padrenuestros, ayunaron a pan y agua los tres viernes siguientes y cien pobres fueron alimentados a expensas de la encomienda.
Castelnou quedó de nuevo, por decisión del Capítulo, como guardián del tesoro. Ayudado por un hermano capellán, pues él apenas sabía de cuentas, realizó un inventario de las riquezas guardadas en la sala secreta del convento de Nicosia, y ordenó que se realizara también un detallado listado de cuantas propiedades y bienes muebles e inmuebles poseía la Orden en la isla de Chipre, así como del número de miembros de la misma.
Mediado el verano le llegó el inventario; apenas eran quinientos caballeros, seiscientos sargentos y poco más de mil artesanos y criados. El tesoro había disminuido tras los gastos realizados en los últimos meses, y las encomiendas de la isla no estaban precisamente muy boyantes. Escribió una carta circular a las encomiendas de Europa y se encargó personalmente de supervisar el proceso para la constitución del Capítulo General en el que se elegiría al nuevo maestre. Entonces Jaime de Castelnou no imaginaba siquiera que aquél iba a ser el último.