CAPÍTULO XXIII
En las semanas siguientes, Molay fue
informado de la mala situación de la Orden; el tesoro legendario
que según algunos rumores era fabuloso se había reducido a unos
pocos miles de libras, desde luego absolutamente insuficientes como
para poder basar en él la recuperación de los Santos Lugares. Pese
a ello, el maestre había decidido destinar al enclave de la isla de
Ruad a ciento veinte caballeros, quinientos arqueros y
cuatrocientos sirvientes, pese a las dificultades y al enorme gasto
que suponía el tener que proporcionarles todo tipo de suministros.
Molay confiaba en que el islote de Ruad sería la cabeza de puente
para una futura invasión de Tierra Santa o al menos el símbolo que
mantenía la presencia testimonial de los cruzados en
Ultramar.
El nuevo maestre convocó un Capítulo General
en Nicosia al que asistieron cuatrocientos caballeros. Allí les
dijo que pretendía poner en marcha un proceso de profunda
renovación de la Orden, para lo cual la disciplina debería ser
estricta pues le parecía que tras el abandono de Acre se había
producido una cierta relajación en el cumplimiento de la
regla.
La primera medida que adoptó fue imponer una
uniformidad absoluta; así, fueron confiscados todos los objetos
personales de los templarios y todas las ropas y complementos que
no fueran escrupulosamente reglamentarios. Una a una fueron
revisadas todas las casas y encomiendas de Chipre, requisando
incluso cartas y escritos que tuvieran en su poder los
hermanos.
No obstante su orgullo y la alta estima y
consideración que tenía de su Orden, era consciente de que el
Temple solo nada podía hacer frente al poder mameluco, por lo que
preparó un viaje a Europa para reclamar la ayuda que estimaba
necesaria para recuperar Jerusalén. Durante la primavera se
organizaron los preparativos del viaje. Molay se desplazaría hasta
Europa acompañado por doce caballeros, entre los que eligió a
Castelnou, aunque habría que esperar a que el colegio de
cardenales, tras dos años de sede papal vacante, eligiera a un
nuevo papa.
La galera La rosa del
Temple zarpó de Limasol una mañana de fines de verano, mediado
el mes de septiembre, en cuanto llegó la noticia de que en Roma
había al fin un nuevo papa. A la vista del mar turquesa, Jaime de
Castelnou imaginó un encuentro con El
halcón de Roger de Flor. No había olvidado la traición del
sargento en el puerto de Acre y en su corazón mantenía la esperanza
de que algún día se encontrarían los dos, y con la espada en la
mano Jaime sabía que podría vencer al hijo del halconero.
Tras cinco años en el Temple, la barba de
Castelnou le llegaba hasta la mitad del pecho. Siguiendo la regla,
le gustaba raparse la cabeza casi por completo, dejándose el
cabello más corto que la longitud de una uña; era cómodo y a la vez
evitaba que se refugiaran en su cabeza liendres, chinches y pulgas,
que abundaban en aquel clima tan cálido; pero la barba jamás se la
había afeitado, limitándose tan sólo a recortar algunos pelos de
vez en cuando para que la longitud de la misma resultara uniforme y
regular y no diera la sensación de descuido o desaliño.
Los años de ejercicio con la espada, de
combates a muerte en Acre y de permanente estado de alerta habían
fortalecido sus músculos y agudizado sus reflejos más si cabe. Su
habilidad con la espada era ya legendaria y en Nicosia se había
convertido en el instructor de los demás caballeros, que no cesaban
de preguntarle sobre fintas y movimientos y procuraban imitar su
estilo de esgrima. Es probable que Jacques de Molay hubiera tenido
en cuenta esta habilidad a la hora de seleccionarlo como uno de sus
acompañantes a Europa, pues en caso de pelea la espada de Castelnou
era una defensa formidable.
Durante la travesía del Mediterráneo, la
galera de Roger de Flor no apareció; para entonces el antiguo
sargento templario había formado una compañía propia de soldados,
se había ofrecido como mercenario al servicio del duque Roberto de
Calabria, y después al del rey Fadrique de Sicilia, que lo había
nombrado vicealmirante de Sicilia y señor de las fortalezas de
Tripa y de Alicata, con puesto de consejero en la corte real.
Sicilia era una pieza codiciada por el rey de Francia, que
pretendía dominarla para asentar en ella las bases de un futuro
imperio mediterráneo. No obstante, el dominio de las aguas del
Mediterráneo estaba en manos del rey de Aragón, quien tenía al
frente de su armada al almirante Roger de Lauria, considerado el
mejor marino de su tiempo, y bajo cuya dirección las galeras de
Aragón se consideraban casi invencibles.
∗ ∗ ∗
La rosa del Temple
atracó en la desembocadura del Tíber a fines de noviembre. Los
templarios desembarcaron los caballos y cabalgaron hacia Roma, una
pocas leguas al interior. Llegaron a tiempo para presenciar la
abdicación del anciano papa Celestino V, un hombre sencillo que
había sido elegido como sumo pontífice ese mismo verano y que
renunció al pontificado ante las presiones que le cayeron encima y
que no pudo soportar. De inmediato fue elegido nuevo papa Bonifacio
VIII. En cuanto se celebraron las ceremonias de coronación del
pontífice, Molay conferenció enseguida con el recién electo, a
quien prestó obediencia tal cual prescribía la regla, y consiguió
que la Orden quedara exenta de cualquier pago de impuestos en la
isla de Chipre.
Jaime de Castelnou asistió a la entrevista
entre el papa y el maestre; Bonifacio VIII le pareció un hombre
decidido, seguro de poder sacar adelante la Iglesia en un momento
de grave crisis.
—Mis inmediatos antecesores han fracasado en
el intento de organizar una nueva cruzada —le confesó a Molay—. Vos
no erais todavía maestre del Temple cuando Nicolás V realizó una
llamada desesperada para ayudar a los defensores de San Juan de
Acre; pero cuando la bula de la cruzada llegó a sus destinatarios,
Acre ya estaba bajo las banderas de la media luna. No obstante,
dudo que la iniciativa hubiera surtido efecto. Los reyes cristianos
están inmersos en luchas y querellas intestinas o enfrentados entre
ellos directamente. Ninguno ha mostrado el menor interés en acudir
en defensa de la cristiandad de Ultramar, o de lo que queda de
ella. Vosotros, los templarios, sois los últimos guardianes de
nuestras esperanzas.
—Santidad, nuestra Orden siempre ha estado
al servicio de los cristianos y preparada para su defensa. Somos
soldados de Cristo y hemos sido educados para servir y obedecer sus
mandatos. Pero nos encontramos solos, y sin ayuda de los monarcas
cristianos nada podemos hacer. Necesitamos soldados, naves,
caballos, dinero para erigir fortalezas, suministros…
—¿Cuántos hombres serían necesarios para
poner en marcha un gran plan de reconquista de Tierra Santa?
—preguntó el papa.
—Un mínimo de cincuenta mil jinetes y otros
tantos infantes. El ejército mameluco que conquistó Acre estaba
integrado por al menos doscientos mil soldados egipcios y sirios.
Para semejante despliegue serían necesarios alrededor de quinientos
barcos y galeras de transporte. En el Temple apenas disponemos de
mil caballeros y siete navíos; uno de cada cien.
—Esas cifras son desalentadoras. ¿Habéis
calculado lo que costaría todo eso?
—Lo ha hecho uno de nuestros hermanos
capellanes que sabe de cuentas; sí, sería necesario un millón de
libras.
—¿Vuestro tesoro podría responder por esa
cantidad?
Jacques de Molay sonrió ante la pregunta del
papa.
—El tesoro de la Orden en Tierra Santa
apenas alcanza las seis mil libras. Si consiguiéramos reunir los de
todas las encomiendas tal vez llegaríamos a medio millón, pero a
costa de dejar al Temple completamente arruinado.
—¿Y vuestras reliquias?
—¿A qué os referís, santidad?
—Poseéis varias reliquias por las que
algunos reyes pagarían una buena cantidad. ¿Es cierto que está en
vuestro poder el Santo Grial?
—Lo es. Lo guardamos en la cámara del tesoro
de nuestra casa en Nicosia.
—¿Sabéis cuánto estaría dispuesto a pagar el
rey de Francia por esa copa?
—Hubo un tiempo en el que los templarios
poseíamos las más sagradas reliquias de la cristiandad. Éramos los
custodios de la Vera Cruz, y la perdimos en la batalla de los
Cuernos de Hattin. Ahora sólo nos queda el Grial; no podemos
deshacernos de él.
—Ni siquiera si os lo ordena vuestra máxima
autoridad.
—¿Vos, santidad?
—¿Quién si no?
—En ese caso…
—El Temple tiene enemigos muy poderosos. El
rey de Francia sigue muy molesto porque no salió su candidato para
dirigir la Orden; creo que seguirá maquinando para hacerse con su
control. Felipe es un ambicioso sin límites. Le gustaría ver a sus
pies a la Iglesia y a todas las naciones de la cristiandad. ¿Sabéis
que una leyenda atribuye a su dinastía, la de los Capetos, un
origen divino?
—Lo sé, y conozco cuáles son sus ambiciones.
En el Capítulo en el que fui elegido como maestre se produjeron
enormes tensiones, pero los caballeros templarios supimos
reaccionar con dignidad y mantuvimos la independencia de la Orden.
Nosotros no ambicionamos nada en beneficio propio, sólo la mayor
gloria de Dios.
—Y de su Iglesia —añadió el papa—. Y para
ello es preciso recuperar los Santos Lugares.
—Nosotros solos no podemos.
—Ni tal vez toda la cristiandad unida, pero
podemos conseguir un aliado formidable.
Molay se sorprendió ante la afirmación del
papa.
—No hay nadie capaz de aliarse con los
cristianos en contra del Islam, santidad.
—Sí lo hay, ya lo hubo: los mongoles.
—Son paganos, santidad, adoradores del fuego
y de los espíritus; incluso hay quien asegura que se trata de los
descendientes de las tribus de Gog y Magog, y que su irrupción en
Occidente señalará el principio del fin del mundo.
—Vamos, Molay, sabéis que las profecías
pueden ser interpretadas de diversas maneras. Entre los mongoles
hay muchos cristianos, incluso entre sus generales. Hace tiempo que
los papas han mantenido correspondencia e intercambiado embajadas
con los kanes mongoles. Os asombraríais si supierais la cantidad de
informes de que disponemos en nuestro archivo sobre ellos. Hace más
de cincuenta años que los conocemos bien. Los mogoles son enemigos
del Islam; el fundador de su imperio, un soberano al que llamaron
Gengis Kan y al que veneran como a un dios, arrasó las tierras del
Islam más allá de los grandes ríos, y sus hijos y nietos
destruyeron las populosas ciudades musulmanas de Oriente y la gran
Bagdad, su capital. Hubo un tiempo en que luchamos a su lado, y a
punto estuvimos de lograr la derrota de los sarracenos. Ahora se
presenta una segunda oportunidad.
»Estoy buscando a un hombre que conozca
Tierra Santa, que sea leal y que no tenga miedo. Tendría que ir
hasta la tierra de los mongoles y proponerles un pacto. ¿Conocéis a
alguien así? Molay se giró y señaló a Jaime de Castelnou.
—¿El? —preguntó el papa.
—Se llama Jaime de Castelnou y es caballero
templario.
—Ya veo su hábito. Bien, Jaime, ¿estarías
dispuesto a ofrecer tu vida por la Iglesia?
Castelnou alzó la cabeza y con voz firme
dijo:
—Así lo juré al profesar en el Temple,
santidad.
—¿Hablas varias lenguas?
—Conozco algunas, pero no con la suficiencia
como para poder entenderme con absoluta claridad.
—Bueno, eso lo podemos arreglar. Maestre,
dejadme a este soldado de Cristo aquí en Roma; le enseñaremos árabe
y turco, con eso podrá entenderse bien entre los mongoles. En
cuanto esté preparado lo enviaremos con la misión de acordar un
pacto con los kanes mongoles para destruir al Islam. Pero
entretanto habrá que convencer a los reyes cristianos para que se
avengan a participar en una nueva cruzada, la definitiva.