CAPÍTULO XXVIII

Mil doscientos combatientes había logrado reunir el Temple en el puerto de Limasol, pues poco antes de partir se habían sumado a la expedición algunos caballeros hospitalarios y dos regimientos de las milicias concejiles de Chipre. Los caballeros, los sargentos y los criados, cada uno de ellos con sus uniformes reglamentarios, embarcaban en orden en las galeras que los llevarían a la isla de Ruad, donde seguía presente un destacamento de templarios, para desde allí pasar al continente. Cada una de las galeras enarbolaba en lo alto de sus mástiles el baussant, el estandarte blanco y negro de la Orden. En la galera capitana, donde iba el maestre Molay, se enarboló el estandarte de combate bajo el cual pelearían de nuevo los hermanos. Desde que fuera llevado a Chipre en La rosa del Temple junto con el tesoro, no había vuelto a desplegarse, y de eso hacía ya ocho años. El propio maestre dio la orden de que el baussant de combate fuera colocado en el puente de popa de la galera capitana. Jaime de Castelnou sintió que se le erizaba el vello cuando volvió a ver ondear el estandarte que el mariscal había arriado de la Bóveda de Acre y se lo había entregado poco antes de que se viniera abajo.
Desde el islote de Ruad las galeras templarias navegaron de cabotaje hacia el norte, buscando la desembocadura del río Orontes; desde allí, y siguiendo su curso, Antioquía se encontraba a poco menos de una jornada de distancia.
El ejército templario alcanzó las inmensas ruinas de la antigua Antioquía mediada la tarde, justo el día en que, por la noche, la luna estaría llena. La otrora populosa ciudad se había convertido en un solar de escombros y edificios arrumbados entre los que unas decenas de familias campesinas malvivían cultivando campos que en otro tiempo debieron de ser fértiles. Las imponentes murallas que detuvieran durante un año al poderoso ejército que en la Primera Cruzada dirigieron los formidables Bohemundo y Tancredo de Tarento y Godofredo de Bouillon eran un rosario de rocas que semejaban la espina dorsal descarnada de un enorme monstruo; sus palacios abandonados estaban cubiertos de maleza y espinos y sus antaño florecientes mercados servían de solar para lagartos que tomaban el sol entre losas de piedra y paredes de mampuesto a las que les habían arrancado las piezas de mármol que las habían recubierto.
Molay eligió un lugar elevado, donde antes estuvo el castillo de la ciudad, para instalar el campamento y esperar la llegada de sus aliados.
—Vendrán, claro —aventuró Burdeos, mirando hacia las colinas del norte de Antioquía.
—No lo dudo. El rey Hethum me pareció un hombre de palabra y el ilkán Ghazan estaba deseoso de vengar la derrota del Pozo de Goliat —le respondió Castelnou.
—Aquello que le dijiste, ¿cómo fue?, ¡ah!, sí, que su nombre se escribiría con tinta de oro en los anales del Imperio mongol, fue definitivo.
—Todo gobernante quiere pasar a la historia con su nombre escrito en letras doradas en las crónicas de su país. Mira, ahí están.
Sobre la cresta de una colina aparecieron los primeros estandartes de los mongoles: un mástil del que pendían siete colas de caballo. Y tras ellos, las banderas amarillas de Armenia.
Los dos templarios observaron atónitos la enorme masa de guerreros que avanzaba hacia la ciudad, tiñendo las colinas de los colores de sus uniformes.
—¿Cuántos crees que son? —demandó Burdeos.
—No lo sé, nunca he visto a tantos hombres juntos; bueno, tal vez en Acre, dijeron que los mamelucos eran en esa ocasión doscientos mil.
Los ejércitos armenio y mongol sumaban cien mil combatientes, bien equipados para la guerra, porque como hicieran los templarios, también sus aliados habían estado ensayando ejercicios ecuestres y prácticas de combate en los meses anteriores.
Unos jinetes se acercaron hasta el pabellón del maestre del Temple, y acordaron que a la mañana siguiente los jefes de los tres ejércitos se reunirían para establecer el plan de ataque.
El ilkán Ghazan, el rey Hethum de Armenia y el maestre del Temple se reunieron con sus consejeros e intérpretes en el pabellón del jefe mongol, una enorme tienda de fieltro decorada con extraños dibujos de gran colorido, con un gran halcón sobre la puerta. A su derecha se sentó el rey Hethum y a la izquierda el maestre Molay. El ilkán comenzó diciendo que él sería el jefe supremo del ejército y se situaría en el centro y que el rey Hethum y el maestre del Temple dirigirían cada uno una de los dos alas; Ghazan colocaría bajo el mando de Molay a treinta mil de sus hombres, y a otros diez mil bajo el de Hethum. El maestre del Temple, que no estaba en condiciones de debatir la jefatura del ejército ante la aplastante superioridad de los mongoles, se dio por satisfecho. Se acordó también que se pondrían en marcha de inmediato, pues los espías enviados por los mongoles habían comunicado que un ejército mameluco integrado por ciento cincuenta mil hombres había salido de Egipto al enterarse de los movimientos de los mongoles en Siria y avanzaba rápido hacia el norte.

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Ochenta mil mongoles, veinte mil armenios y mil doscientos templarios con algunos aliados, divididos en tres cuerpos de ejército, se pusieron en marcha. Nunca antes varias divisiones mongoles habían sido dirigidas por alguien ajeno al ejército de los herederos de Gengis Kan. El maestre de Molay, con su capa blanca y su cruz roja al hombro izquierdo, era el primer occidental que dirigía tres tumanes (cada tuman era una división de diez mil hombres) mongoles.
Ocuparon fácilmente la ciudad de Alepo, salvo su poderosa fortaleza, donde se habían hecho fuertes algunos cientos de soldados mamelucos, y continuaron hacia el sur.
—Fíjate hermano —Ramón de Burdeos señaló a Jaime de Castelnou la cabeza de la columna en donde formaban, en la cual dos abanderados portaban en paralelo el baussant de los templarios y el estandarte de las siete colas de caballo de los mongoles—. ¿No te parece extraordinario?
—De no estarlo contemplando con mis propios ojos, no lo creería. Ya ves, gracias a esos tártaros todavía es posible la esperanza para los cristianos.
Las columnas del ejército aliado avanzaban por un amplio valle siguiendo el antiquísimo camino de Antioquía a Damasco; en lo alto de algunos cerros pudieron ver los restos de antiguas fortalezas construidas por templarios y hospitalarios para defender una de las rutas de los peregrinos cristianos que tiempo atrás acudían a rezar al Santo Sepulcro de Jerusalén. Los templarios más veteranos todavía reconocieron algunas de ellas, en las que habían servido siendo jóvenes.
Unos oteadores, enviados por los generales de la vanguardia para inspeccionar el camino, informaron de que el ejército mameluco acababa de salir de Damasco. Habían calculado que lo integraban al menos ciento cincuenta mil soldados.
—Ciento cincuenta mil de su lado y más de cien mil del nuestro; si se produce la batalla, y parece inevitable, será la más grande de la historia.
—¿Tú crees? —preguntó Ramón.
—Por lo que sé, jamás se han reunido tantos combatientes en una sola batalla.
Los dos ejércitos se encontraron en el llano de Hims, a mitad de camino entre Antioquía y Damasco. Ambos comandantes ordenaron que se mantuvieran las posiciones; por los espías y exploradores destacados por ambas partes conocían bien el tamaño de cada uno de los dos ejércitos.
El frente del mameluco, al que se habían sumado algunos sirios y árabes, ocupaba una enorme extensión en la entrada de un amplio valle; el aliado formaba en las laderas de unas suaves colinas al norte. Durante dos días se observaron; por fin, el 22 de diciembre, el maestre Molay aconsejó al ilkán Ghazan que había llegado el momento de atacar, y el jefe mongol dio la orden de carga.
El primer ataque lo protagonizaron los templarios; protegidos con sus pesadas corazas y cotas de malla, formaron un frente de doscientos caballeros en línea por cinco en fondo y se lanzaron ladera abajo directos al centro de los mamelucos. Todos los combatientes observaron sorprendidos la formidable carga del Temple. Las dos primeras líneas estaban integradas por caballeros, bien identificados por sus capas blancas y sus cruces rojas, y las tres siguientes por los hermanos sargentos, con sus hábitos oscuros; parecían un gran estandarte blanco y negro ondeando sobre los campos de Hims al compás del galope de sus caballos.
Jacques de Molay cabalgaba en el centro de la primera línea, al lado del baussant, el mismo que habían arriado ocho años atrás de los muros de Acre.
—Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloriam —gritó Molay.
Sólo oyeron el lema del Temple los hermanos que cabalgaban a su lado, pero la voz se fue corriendo como una ola desde el centro hasta los extremos de la formación.
Los mamelucos que vieron venir contra ellos aquella contundente carga dudaron; algunos miraron hacia sus comandantes como pidiendo permiso para retirarse, pero fueron obligados a mantener su posición. En unos instantes la marea blanca y negra irrumpió entre sus filas como un ciclón, con las lanzas por delante, arrasando la formación en cuadro de la infantería musulmana; todo el frente central se vino abajo cuando el envite de los templarios se llevó por delante a varias filas de infantes mamelucos.
La carga se había realizado con las lanzas, pero en cuanto los caballos quedaron frenados por la multitud enemiga, sus jinetes los hicieron girar como les habían enseñado y cocearon con sus patas a los amedrentados infantes egipcios. Las pezuñas de los caballos acabaron con varios mamelucos, y de inmediato los templarios desenvainaron sus espadas y comenzó una tremenda carnicería. El sultán mameluco había colocado en las primeras líneas a soldados inexpertos para que sirvieran como muro de contención del primer ataque del ejército aliado, y apenas sabían defenderse de los mandobles que repartían los templarios.
—¡Por Acre, por Acre, por nuestros hermanos caídos en Acre! —gritaba Molay conforme iban cayendo decenas de musulmanes.
El sultán ordenó entonces el contraataque de su caballería, que se desplegó intentando rodear a los templarios; pero Ghazan advirtió la maniobra y lanzó a la caballería pesada de Armenia, que pudo evitar que fueran rodeados los templarios. Y por fin mandó atacar a los mongoles. Erguidos sobre sus pequeños caballos, los jinetes mongoles se desplegaron hacia las alas del ejército mameluco disparando sus potentes arcos de doble curva.
Durante todo el día se combatió en grupos, con maniobras tácticas de los escuadrones de caballería que se desplazaban intentando obtener superioridad sobre el enemigo, rodearlo y aniquilarlo. Entretanto, los templarios seguían firmes en el centro de la batalla, sumidos en un cenagal de barro rojizo provocado por la sangre de los caídos.
Los caballos de los templarios habían sido entrenados para utilizar sus pezuñas delanteras como verdaderas mazas de combate. Cuando era necesario, un jinete del Temple podía ordenar a su caballo, mediante un movimiento de las riendas, que se alzase sobre los cuartos traseros y pateara con los delanteros a quien tuviera enfrente en ese momento. Decenas de mamelucos cayeron ese día coceados por los corceles del Temple.
Jaime de Castelnou combatía al lado del maestre, cerca del estandarte; se mantenía siempre alerta, procurando no dejar descuidados sus flancos, y girando una y otra vez a derecha e izquierda, lanzando estocadas certeras; tras medio día de combate había despachado a no menos de treinta mamelucos y había herido a otros tantos.
A comienzos de la tarde la batalla seguía en plenitud, y los mamelucos, pese a la enorme cantidad de bajas sufridas, no mostraban intención de retirarse.
—La noche caerá enseguida; si no los derrotamos antes de que se oculte el sol no habrá victoria hoy —dijo Castelnou a Burdeos, que se mantenía a su espalda, tal como le había señalado antes de iniciar la carga.
—¿Y qué ocurrirá entonces?
—O que se retirarán hacia el sur buscando mejores posiciones defensivas o que mantendrán las actuales hasta el amanecer.
Esos días de diciembre son los más cortos del año, y la oscuridad se vino encima como un manto de seda negra.
Los combatientes retrasaron sus posiciones a las del inicio de la batalla y aguardaron al amanecer. Nadie pudo conciliar el sueño; Castelnou y Burdeos se turnaron, como hicieron por parejas el resto de los hermanos templarios, para echar unas cabezadas e intentar recuperar parte de las fuerzas perdidas en la pelea. La madrugada fue fría; una fina capa de escarcha cubrió el campo, que a la salida del sol brillaba como si durante aquella noche lo hubieran nacarado.
El sol ascendió brillante y amarillo en un cielo azul claro. El maestre Molay volvió a formar a sus caballeros en cinco filas; en el recuento faltaron veinte. Y ordenó una nueva carga. Los caballos tenían los músculos todavía entumecidos por el frío de la madrugada, pero sus jinetes supieron dosificar el esfuerzo en la primera cabalgada a fin de que fueran calentándolos para conseguir ponerlos a punto en el esfuerzo final.
Los mamelucos, desmoralizados por la ingente cantidad de bajas que les habían causado los templarios el día anterior, se mostraron menos firmes en esta segunda acometida, y algunos hicieron ademán de retroceder. Pero ya era tarde; las cinco filas blancas y negras se les echaron encima como un torrente desbordado en la tormenta, y el frente de la infantería musulmana se derrumbó. Cada uno de los infantes, aterrado ante el envite del Temple, intentó salvarse de una nueva matanza, se deshicieron las filas y todos corrieron en desbandada hacia la retaguardia en busca de refugio.
Hethum de Armenia les cerró el paso con su caballería, causando un estrago terrible; entre tanto, Ghazan y sus mongoles rodearon al desorientado ejército mameluco y provocaron una matanza en su caballería. A mediodía del 23 de diciembre de 1299 el ejército aliado de mongoles, armenios y templarios alzaba sus estandartes victoriosos al cielo azul de Hims tras haber librado una de las mayores batallas de la historia. El camino hacia Jerusalén estaba abierto, y el Islam parecía herido y acabado.
Cincuenta mil cadáveres alfombraban de muerte y sangre los campos de Hims. Durante toda la tarde los vencedores se dedicaron a recorrer el escenario de la batalla para recuperar a sus muertos. Treinta templarios habían caído y unos ciento cincuenta tenían heridas de diversa consideración. Entre los aliados, los armenios se habían llevado la peor parte, tal vez porque se emplearon con todo ímpetu ante el temor a no combatir con el arrojo de los templarios y los mongoles.

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Hethum estaba orgulloso de sus hombres, y en la asamblea de jefes y generales que se celebró tras la batalla se le veía feliz pese a que había perdido a uno de cada cuatro de sus guerreros.
—Ya nada nos impide alcanzar Jerusalén —dijo Molay—. Propongo que, tras enterrar y honrar a nuestros muertos, sigamos hacia el sur y continuando con el plan previsto acabemos con los musulmanes. Hay que asestarles el golpe definitivo antes de que puedan recuperarse.
Ghazan se levantó de su asiento, hizo y un gesto majestuoso con el brazo derecho y habló:
—Yo soy musulmán.
El rostro del maestre del Temple se convulsionó como agitado por un gigantesco terremoto cuando el intérprete le tradujo las palabras del ilkán.
—¿Vos…, majestad? —preguntó Molay, absolutamente confundido.
—Sí, yo, ¿os extraña? Pero no os preocupéis, maestre antes que musulmán soy mongol, y al pueblo mongol me debo. Cumpliré con mi pacto, entraré en la ciudad llaman Damasco y luego mi ejército regresará conmigo.
—Pero entonces, ¿no vais a acabar esta empresa?
—Con la ocupación de Damasco habré cumplido mi palabra.
Molay miró a Castelnou como pidiéndole explicaciones, pero el templario se encogió de hombros dándole a entender que no sabía que el ilkán de los mongoles fuera musulmán.
Y así fue. El ejército aliado entró en una indefensa ciudad de Damasco a principios de enero de 1300. Ghazan rezó una oración en la gran mezquita de los Omeyas y dos días después de celebrar ese rito ordenó a sus generales que se replegaran por donde habían venido. Pocos días después el rey Hethum hizo lo mismo y regresó a su reino del Cáucaso.
Siria y Palestina quedaron en manos de los templarios; pero eran demasiado pocos para mantener semejante extensión de territorio. El maestre Molay envió una carta al papa rogándole que insistiera ante los reinos cristianos para que enviaran soldados a Tierra Santa. Dos siglos después de que lo hicieran los primeros cruzados, Jerusalén podía volver a ser cristiana; los musulmanes estaban derrotados y, con un esfuerzo más de la cristiandad, acabarían siendo eliminados por completo. El sueño de los Santos Lugares libres de infieles sarracenos estaba al alcance de la mano.