CAPÍTULO IX
El día 24 de octubre comenzaron los
interrogatorios; el primero de los templarios que compareció ante
el tribunal nombrado por Nogaret fue el propio maestre Molay.
Durante la sesión de preguntas estuvieron presentes varios maestros
de la Universidad de París. El rey Felipe el Hermoso había dado
órdenes tajantes a su canciller para que todo aquel proceso tuviera
un aspecto de incuestionable legalidad.
Tres días después se recibió en el palacio
real una carta del papa Clemente V. El sumo pontífice se mostraba
aparentemente indignado por la acción del rey de Francia y
protestaba con energía sobre la detención de los templarios en ese
reino a la vez que denominaba al Temple el verdadero ejército de la
Iglesia.
En la cancillería, a donde se desplazaba
todos los días, Castelnou fue informado por Villeneuve de esa
carta.
—¿No teme el rey que el papa lo excomulgue,
o que coloque su reino bajo interdicto? Por lo que me habéis
contado, esa carta es muy dura.
—¿Juráis guardarme un secreto? —le preguntó
Villeneuve, bajando la voz a pesar de que en la sala de la
cancillería donde se encontraban estaban ellos dos solos.
—Claro. Sabéis que soy una tumba.
—El papa Clemente lo sabía todo y ha estado
de acuerdo con la intervención que hemos llevado a cabo contra el
Temple. Esta carta es una impostura. Está todo previsto. Acordamos
con su santidad que, una vez detenidos los templarios, él se
mostraría indignado y ofendido, y que protestaría mediante una
carta ante el rey de Francia, pero nada más. La Iglesia atraviesa
momentos muy delicados, como bien sabréis, y nuestro rey don Felipe
es su único sostén. Si le retirara su apoyo, Clemente V no duraría
ni una semana en el solio de San Pedro. Ya veréis, todo se quedará
en esa protesta formal, pero después el papa aceptará cuanto el rey
proponga.
—Pero el Temple depende directamente del
papa…
—Bueno, las acusaciones son tan terribles
que el propio pontífice admitirá que los templarios tienen que
desaparecer.
—Entonces, el plan consiste en suprimir la
Orden del Temple —supuso Jaime.
—En efecto. Así se decidió hace casi dos
años, y hasta ahora el plan se ha cumplido con precisión. Fue el
rey quien lo ideó y Nogaret quien lo ejecutó; brillante, ¿no os
parece?
—Muy brillante, en efecto.
—Hubo que atraer al maestre Molay desde
Chipre hasta Francia con argucias diplomáticas, infiltrar a alguno
de nuestros agentes en la Orden y llevarlo todo en sigilo para que
los templarios no sospecharan lo que se les avecinaba. En ese
momento aparecisteis vos proponiendo un tratado entre Francia y
Aragón, y Nogaret, entonces consejero real, no os hizo el menor
caso porque, como bien comprenderéis, estaba metido de lleno en la
ejecución de este plan.
—Sorprendente. Lo que no entiendo es cómo
los templarios no se enteraron de nada. Sé muy bien que disponen de
espías e informantes en todas partes. Me extraña que el maestre
Molay no llegara siquiera a sospechar lo que ocurría.
—Tuvimos mucho cuidado en que nadie se fuera
de la lengua, y os aseguro que hubo que cortar algunas. Además,
entre los templarios más próximos al maestre hay varios agentes
reales.
Al oír aquellas palabras del vicecanciller,
Castelnou se mostró inquieto. Si Villeneuve estaba diciendo la
verdad, alguno de los hermanos era un traidor, y lógicamente
quedaría libre, lo reconocería y su engaño quedaría al
descubierto.
Pese a que su siguiente pregunta podía
despertar sospechas, no tuvo más remedio que hacerla:
—¿Esos agentes reales infiltrados, están
libres?
—No, claro que no. Han sido apresados con
los demás templarios. Su trabajo no ha terminado todavía, tienen
que aparentar que siguen siendo caballeros de la Orden, pues en
caso contrario todo nuestro plan podría venirse abajo.
En ese momento el canciller Guillermo de
Nogaret entró en la sala hecho una furia.
—¡Ni el tesoro fabuloso, ni los ídolos
satánicos, ni un solo documento comprometedor! Hemos registrado
hasta debajo de las piedras todas y cada una de las encomiendas,
hasta hemos excavado algunas tumbas en el cementerio de los
templarios en el convento de París, y no hemos encontrado nada,
¡nada!
»Acabo de informar en palacio a su majestad
y se ha sentido tremendamente frustrado. Ni una sola prueba para
ratificar nuestras acusaciones, me oís Villeneuve, ¡ni una
sola!
Nogaret parecía fuera de sí, tanto que tardó
unos instantes en apercibirse de la presencia de Castelnou.
—Pero Hugo nos aseguró que al menos el Santo
Grial estaba en París —intentó justificarse el vicecanciller.
Al oír el nombre de Hugo, Jaime de Castelnou
sintió una punzada en su estómago. Ese Hugo no podría ser otro que
el joven templario Hugo de Bon, el mismo que había acudido a Chipre
con aquella carta del comendador del convento de París que provocó
el viaje del maestre a Francia, el mismo que había transmitido sus
informes a Molay, el mismo que se había mostrado tan entusiasta de
la propuesta del maestre de solicitar del papa el inicio de una
investigación sobre los rumores que pesaban sobre el Temple.
Entonces lo vio claro y entendió todo. Hugo
de Bon era el traidor infiltrado, o al menos uno de ellos. Con
dificultad, y haciendo uso de toda su experiencia en situaciones
extremas, Castelnou pudo mantener la calma.
—¡Ah!, estáis aquí, don Jaime. Me alegro, ha
llegado el momento de que me contéis cuanto sepáis del Temple. Os
escucho.
—Por lo que acabo de oír de vuestra propia
boca, no tenéis pruebas para sostener las acusaciones contra los
templarios. Esta situación puede ser un grave problema para
vos.
—Así es. El rey quiere pruebas contundentes,
irrefutables; y las tendrá. Si no las encontramos, las
fabricaremos, pero decidme, ¿qué sabéis de esos caballeros del
demonio?
—Que no existe ningún tesoro. —Castelnou
improvisó sobre la marcha—. Hace tres años viajé hasta Chipre en
misión secreta para el rey don Jaime de Aragón. Como bien sabéis,
mi antiguo señor desea imponer su dominio en todo el Mediterráneo,
y para ello necesita controlar las islas, desde Mallorca, ahora en
manos de una rama secundaria de su dinastía, hasta Chipre. Fui allí
para ofrecer a los templarios un gran acuerdo. Si ellos le
entregaban Chipre, el rey don Jaime les prestaría ayuda para
recuperar Jerusalén y para crear un principado propio en Palestina.
Don Jaime sería coronado como rey de Jerusalén, y los templarios
administrarían el nuevo reino en su nombre, pero con total
autonomía.
«Durante mi estancia en la isla viajé hasta
la ciudad de Nicosia, donde ahora se encuentra la casa central del
Temple; allí me mostraron sus reliquias y pude ver su tesoro.
Creedme, sólo había unos cuantos miles de libras, algunos objetos
valiosos y reliquias, muchas reliquias.
—¿Visteis el Santo Grial? —preguntó
Nogaret.
—Me enseñaron un cofre y me dijeron que
guardaba ese santo cáliz, pero no llegué a verlo. Creo que se
trataba de un engaño.
—No puedo creerlo. Durante doscientos años
han acumulado propiedades, rentas, oro, plata, joyas…, todo ese
tesoro tiene que estar escondido en algún lugar.
—No, canciller, no existe tal tesoro. Yo
supuse lo mismo que vos, pero me convencí de que no había tal
cuando me explicaron la enorme cantidad de castillos y fortalezas
que habían construido en Tierra Santa, los miles de caballos
comprados y después muertos o capturados en las guerras contra los
sarracenos; sólo en la batalla de Hattin, de la que habréis oído
hablar, se perdieron más de trescientos caballos y caballeros y
buena parte del tesoro templario acumulado hasta entonces. ¿Sabéis
cuánto costó levantar la Bóveda de Acre, o el castillo Peregrino?,
cientos de miles de libras. Ahí está el tesoro de los templarios,
enterrado en las ruinas de Tierra Santa.
—¿Y sobre la abjuración de Dios, de Cristo,
de la Virgen y de los santos a la que se obligaba a los neófitos
para entrar en la Orden, qué podéis decirme?
—Que durante mi estancia en Chipre jamás
presencié nada de eso. Pero si tenéis infiltrados en ella podréis
preguntarles, sabrán mucho más que yo.
—Sabemos que adoran a ídolos —asentó
Nogaret.
—En una ocasión presencié una escena que
podía parecerlo, pero no había nada de eso. Unos templarios
veteranos construyeron una especie de cabeza monstruosa con pelos
de caballo y dientes de jabalí, y la enseñaron a unos novicios para
amedrentarlos. Se trató de una chanza. Me dijeron que a los jóvenes
que ingresan en el Temple suelen gastarles este tipo de bromas para
poner a prueba su serenidad y su valor.
—Les obligan a blasfemar.
—Se trata de otra prueba. Tras la ceremonia
de entrada en la Orden, a veces se pide a los caballeros recién
admitidos que escupan sobre la cruz, y con ello se fuerza su fe al
límite. Si lo hacen, son inmediatamente expulsados. Pero os aseguro
que no vi jamás a ninguno de los templarios hacer gestos obscenos o
proferir blasfemias.
—Pese a lo que os he oído decir sobre los
templarios en alguna otra ocasión, de vuestras palabras deduzco que
esos caballeros de blanco no os desagradan del todo; seríais un
buen defensor en el proceso que estamos incoando contra
ellos.
Castelnou se dio cuenta de que se había
dejado llevar por su espíritu templario, y de que Nogaret comenzaba
a sospechar algo. Entonces decidió cambiar de táctica.
—Sois tan inteligente como imaginaba. He
tratado de defender a esos templarios utilizando argumentos que se
derivan de la falta de pruebas a la que habéis aludido, y os habéis
dado cuenta enseguida. Os felicito.
Nogaret era astuto, pero todavía era más
soberbio y presuntuoso, y entendió las palabras de Castelnou como
un reconocimiento a su superioridad dialéctica.
—Habrá que buscar una solución; don Felipe
quiere pruebas, y enseguida. ¿Se os ocurre algo, don Jaime?
—¿¡Cómo!?
—Los templarios sólo obedecen al papa. El de
obediencia es uno de sus votos sagrados. Sabemos que el rey don
Felipe ejerce una gran influencia sobre el papa Clemente, de modo
que su intervención resultará clave en todo este proceso. Si su
santidad ratifica las acusaciones del rey, los templarios están
definitivamente perdidos.
—Lo están de todos modos, don Jaime, pero
acertáis en eso, una condena del papa nos dejaría con las manos
limpias y nos otorgaría toda la razón.
—¿Habéis hablado con él?
—Por supuesto; Clemente V estaba al
corriente de toda la operación. Conocía que íbamos a intervenir en
las encomiendas templarias —confesó Nogaret.
—Y en ese caso, ¿por qué no ha emitido una
condena tajante contra el Temple?
—Porque necesita alguna prueba contundente e
incontestable. Clemente es un cobarde, y aunque jamás se enfrentará
a don Felipe, no en vano sabe que su solio depende de nuestro rey,
no le interesa que otros monarcas de la cristiandad lo consideren
como un mero agente de Francia. Ya sabéis que hay un enorme
malestar por la manera en que intervenimos en su elección como sumo
pontífice, de modo que no podemos forzar demasiado las cosas porque
podría producirse un cisma en la cristiandad. Debemos actuar con
sumo cuidado y sigilo, o en caso contrario Aragón, Inglaterra,
Venecia y algunos otros Estados podrían negar la legitimidad de
Clemente V y provocar un terrible cisma en la Iglesia, lo que sería
muy perjudicial para los intereses de Francia.
—Por lo que veo, canciller, no tenéis una
sola prueba que sea definitiva contra los templarios —dijo Jaime de
Castelnou.
—Disponemos de un contundente decálogo de
acusaciones, pero nos falta un testigo, una voz dentro del Temple
que ratifique todos los cargos contra esos caballeros del
demonio.
—Conozco a los templarios; ni uno solo
declarará en contra de la Orden —asentó Jaime.
—Os equivocáis; no sabéis lo que es capaz de
declarar un hombre si se le somete a un profundo
interrogatorio.
—¿Os referís a torturarlo?
—Llamadlo como prefiráis.