CAPÍTULO XIV
Amaneció el día 6 de abril casi a la vez que
los primeros proyectiles volvían a caer sobre Acre.
Jaime había dormido muy poco, recostado bajo
su capa en un rincón de la sala interior del torreón. Unos criados
acababan de traer una olla todavía humeante con un potaje de
legumbres y carne que fueron sirviendo a los defensores de la
torre. En aquellas circunstancias la normas de la Orden del Temple
que regulaban las comidas, sus horarios y la forma de servirlas no
servían de nada. Cada templario, independientemente de su cargo o
categoría, se servía su ración y comía en silencio lo más rápido
posible para reincorporarse de inmediato a su puesto en la
muralla.
Castelnou despachó su escudilla, se colocó
el yelmo cilíndrico y salió al exterior de la torre. Al mirar hacia
el exterior, quedó impresionado. La Victoriosa estaba enfrente de la puerta de San
Lázaro. Los mamelucos habían aprovechado la noche para acercar una
de sus dos enormes catapultas hasta la primera línea de madrones, y
parecía lista para disparar.
De pronto toda la torre tembló como si
hubiera sido sacudida por un terremoto.
Jaime miró a Guillem y ambos se acercaron a
las almenas y miraron hacia abajo. El primer proyectil lanzado por
la Victoriosa había impactado a media
altura de la torre, provocando un boquete del tamaño de un
caballo.
—¡Dios mío!, jamás he visto nada semejante.
La fuerza de esa catapulta es extraordinaria; si mantienen su
puntería y una cadencia de tiro aceptable, derribarán una a
una todas las torres del recinto exterior en
apenas una semana.
—Tenemos que hacer algo —dijo
Castelnou.
—Ve a la Bóveda e informa de esto al maestre
y al mariscal; ellos sabrán cómo responder.
Jaime bajó corriendo las escaleras y al
llegar abajo entró en una cuadra donde había varios caballos; buscó
el suyo, lo sacó a la calle y lo montó espoleando sus costados. El
animal levantó las patas delanteras e inició un rápido galope a
través de las calles polvorientas. La Bóveda, el edificio donde
tenía el Temple su casa central, estaba justo en el extremo opuesto
a la puerta de San Lázaro, por lo que tuvo que cruzar de norte a
sur toda la ciudad, sorteando a la gente que se apiñaba en los
cruces de las calles esperando no se sabe qué.
A llegar ante el enorme bloque de piedras de
la Bóveda, saltó del caballo y entregó las riendas a un sargento
que hacía guardia en la puerta.
—¿Está el hermano maestre dentro? —le
preguntó.
—Sí, pero…
—Debo darle un informe de lo que está
ocurriendo en el sector norte.
El sargento miró al caballero y pareció
recelar por un instante.
—¿Quién eres?
—El hermano Jaime de Castelnou, caballero
templario, estoy destinado en la torre de San Lázaro.
—De acuerdo, aguarda un instante.
El sargento hizo una señal y la puerta se
abrió; un caballero templario saludó a Jaime y le preguntó qué
quería. Castelnou le explicó lo ocurrido y ambos se dirigieron
hacia el interior del edificio en busca del maestre.
Guillermo de Beaujeu estaba reunido con el
mariscal y el comendador del reino de Jerusalén en la sala
capitular. Sus semblantes eran serios y parecían muy preocupados,
aunque se mostraban serenos. El caballero que había acompañado a
Jaime se acercó al maestre y le susurró unas palabras al
oído.
—¿Qué ocurre, hermano Jaime? —le preguntó
entonces el maestre.
—Se trata de esa enorme catapulta, hermano
maestre. Han disparado un único proyectil que ha provocado un gran
boquete en mitad de la torre. El hermano Guillem de Perelló me ha
dicho que viniera de inmediato a informaros.
—Bueno, al verte pensé que ya estaba todo
perdido. Iremos a ver qué ocurre.
Jaime, el maestre, el mariscal y diez
templarios como escoltas cabalgaron hacia el sector norte. Cuando
llegaron a la puerta de San Lázaro y subieron a lo alto de la
torre, la Victoriosa estaba preparada para
realizar su segundo disparo. En esta ocasión el proyectil, una
piedra del tamaño del tronco de un buey, alcanzó de lleno el tramo
de muro entro dos de los torreones de la muralla. En cuanto se
disipó el polvo causado por el impacto, pudieron observar el
destrozo provocado por el segundo disparo de aquel formidable
ingenio. Varios sillares habían saltado hechos añicos y una grieta
de varios codos de longitud se había abierto de arriba abajo del
muro.
—¿Cada cuánto tiempo dispara esa catapulta?
—le preguntó el maestre a Perelló.
—Este ha sido su segundo disparo; el primero
lo efectuó poco después del amanecer.
—Diez, tal vez doce cada día —calculó el
maestre—. A ese ritmo en una semana habrán abierto una brecha lo
suficientemente amplia como para lanzar sus tropas al asalto. Y
todavía tienen otra catapulta semejante en el flanco este, frente a
la puerta de San Nicolás, aunque, por lo que sabemos, todavía no ha
comenzado a disparar.
—No habrá más remedio que efectuar una
salida —dijo el mariscal.
El maestre asintió ante las palabras del
jefe del ejército templario.
—Prepara un plan. Observaremos durante unos
días cuál es su rutina, cómo organizan sus campamentos y qué
horarios cumplen, y cuando conozcamos sus movimientos lanzaremos un
ataque. Quiero que todos los preparativos se ejecuten con el máximo
sigilo. No os fiéis de nadie: el lugar, el día y la hora, el mismo
ataque, han de ser un secreto.
—Sólo disponemos de quinientos combatientes
templarios; tal vez habría que contar con los hospitalarios y los
teutones —alegó el mariscal.
—No, hermano, lo haremos nosotros solos;
tenemos que saldar las cuentas de Hattin.
Cien años después, los templarios seguían
obsesionados por la terrible derrota en los Cuernos de Hattin,
donde perdieron la Vera Cruz.
—En ese caso, creo que podremos efectuar una
salida con trescientos jinetes —acató el mariscal.
—De acuerdo. Y vosotros, hermanos —dijo el
maestre dirigiéndose a Guillem y a Jaime—, seguid defendiendo esta
torre cuanto sea posible. Mantener esta posición es imprescindible
para nosotros.
El maestre abrazó a los dos caballeros y se
marchó seguido de su séquito.
—¿He oído bien? El mariscal ha dicho que
realizaremos un ataque sorpresa con trescientos caballeros. ¡Ahí
afuera hay doscientos mil sarracenos!
—En el Temple somos así. Ya deberías
saberlo; hace dos años que vistes el hábito blanco. En una ocasión,
un viejo templario me contó que seis caballeros cargaron contra una
columna de seiscientos soldados mamelucos. ¡Uno contra cien!; seis
caballeros vestidos con la capa blanca y la cruz roja, formados
codo con codo, cabalgando con sus lanzas apuntando hacia los
seiscientos. ¡Ah!, puedo imaginar los rostros de asombro de los
sarracenos al ver a los seis jinetes blancos, las capas al viento,
las cruces rojas brillando bajo el sol amarillo…
—¿Y qué ocurrió? —preguntó Jaime.
—Que los pusieron en fuga. La columna
mameluca se deshizo como un montón de arena arrastrado por una
nada. Ni siquiera ofrecieron pelea.
—¿Estás seguro de que ocurrió así?
—De este modo es como me lo contó un viejo
hermano; no tenía por qué mentir.
—A veces la edad provoca fallos en la
memoria.
—Tal vez, pero recuerda que ésta que te he
contado no es la única gran hazaña de nuestros hermanos en Tierra
Santa. La historia de nuestra Orden está repleta de acontecimientos
gloriosos, y de ellos es testigo la sangre de tantos hermanos
muertos.
—Pero sólo trescientos…
—Treinta…, tres templarios incluso son
suficientes para amedrentar a varios millares de sarracenos.
Nosotros no tememos a la muerte, ¿lo has olvidado?
—No, claro que no, pero opino que un
templario vivo puede servir a Dios de manera más eficaz que uno
muerto.
—En ese caso, cuando se presente la ocasión
en el combate, que va a ser muy pronto, procura que no te
maten.
Un proyectil golpeó sobre las almenas de la
torre causando algunos heridos. Guillem y Jaime se arrojaron al
suelo para protegerse de la lluvia de piedra y ripios.
—Ese disparo no ha salido de la Victoriosa —dijo Jaime a la vez que se incorporaba
sacudiéndose el polvo.
—No, procede de uno de los madrones. Parece
que han cambiado de táctica; ya no apuntan al interior de la
ciudad, sino directamente a los muros. Habrán creído que ya han
causado suficiente daño en las casas y que la población se ha
refugiado en el interior, donde no pueden alcanzarla con sus
disparos, como así ha sido; de manera que toda su potencia de tiro
se concentra ahora sobre las murallas.
Un nuevo proyectil golpeó el muro unos seis
codos más por debajo del parapeto almenado.