CAPÍTULO XXIV
Dos años permaneció en Roma estudiando
árabe, turco y cuanto se sabía de los mongoles. Jaime de Castelnou
cambió la disciplina de la regla del Temple por la de la escuela
pontificia. Tres sesiones diarias, dos con los mejores profesores
en la Biblioteca Vaticana y otra vespertina en los campos cercanos
para no perder ni la forma física ni la habilidad en el manejo de
la espada, fueron la rutina diaria que acompañó a Castelnou durante
todo ese tiempo.
Entretanto, tuvo conocimiento de las
andanzas de Roger de Flor, y de los enfrentamientos entre
sicilianos y franceses. En la sede vaticana se comentaban todos los
días los acontecimientos en Sicilia, pues el papa consideraba que
la resolución del conflicto en esa gran isla del Mediterráneo era
necesaria para poner en marcha el gran proyecto de una nueva
cruzada. Las galeras del rey de Aragón y el ejército del rey de
Francia y de sus vasallos los grandes señores de Champaña, Borgoña
y Provenza eran imprescindibles para el éxito de la nueva cruzada,
que en aquellas condiciones no se podía emprender.
Además, el rey Felipe de Francia no
renunciaba a ninguna de sus ambiciones. Coronado en 1285, era
conocido como «el Hermoso» debido a su elevada estatura, su porte
altivo y regio, su tez pálida y sus rubios cabellos. Nieto del rey
Luis, a quien Bonifacio VIII hizo santo sólo veintiséis años
después de su muerte, Felipe tenía un carácter muy enérgico y se
había empeñado en hacer de Francia un gran reino, sojuzgando a los
grandes nobles, tan poderosos en sus Estados como el mismo rey, y
ampliando los dominios directos de la corona.
Para lograr esos objetivos se había
embarcado en guerras contra Flandes, Sicilia y Aragón que le habían
costado mucho dinero. Aprovechando que Hugo de Peraud, quien fuera
su candidato para regir el Temple en disputa con Jacques de Molay,
continuaba en su puesto de tesorero de la casa de París, le pidió
prestadas grandes sumas de dinero para afrontar las guerras y las
enormes dotes que tuvo que entregar a su hermana Margarita y a su
hija Isabel para casarlas con el rey Eduardo de Inglaterra y con el
príncipe de Gales respectivamente. Las deudas del rey de Francia
con el Temple ascendían a tal suma que jamás podrían pagarse con
las rentas de la corona francesa.
Felipe también ambicionaba las rentas de la
Iglesia, que en Francia eran cuantiosas. Se había enfrentado con el
papa Bonifacio en 1296 con la pretensión de recabar una parte de
los ingresos eclesiásticos, a lo que el papa respondió promulgando
una bula por la que quedaban excomulgados, y por tanto apartados
del seno de la Iglesia y de la salvación, todos aquellos que
exigieran tributos a las personas de condición eclesiástica sin
contar con el beneplácito de Roma.
En esas condiciones, la situación en la
cristiandad occidental era muy complicada, y Bonifacio VIII estaba
obligado a reaccionar con habilidad si no quería verse arrastrado a
un conflicto gravísimo. Lo hizo enviando a dos embajadores a París
para tratar de alcanzar un acuerdo, pero Felipe proclamó ante los
legados pontificios que el gobierno de su reino era exclusivamente
potestad suya, y para demostrar al papa quién mandaba en Francia,
expulsó de su sede al obispo de París y dictó un decreto por el que
los eclesiásticos debían pagar un impuesto a la corona.
A comienzos del verano de 1297 Bonifacio
VIII llamó a Jaime de Castelnou. El papa lo recibió en su gabinete
privado, rodeado de media docena de cardenales. Jaime tenía
veintisiete años y tras su período de formación, además de haber
aprendido a leer y escribir correctamente, hablaba árabe y turco y
podía comunicarse con algunas palabras en mongol. Además, había
leído todos los informes que había en la biblioteca sobre los
mongoles, elaborados por viajeros enviados años atrás por el papado
a la corte de los grandes kanes.
—Ha llegado la hora. Creemos que ya estás
preparado para la misión que debes desarrollar. Es un encargo
difícil y peligroso, pero conocemos tu determinación y tu valor. El
rey de Francia ha provocado un grave conflicto al desoír nuestra
voz. Ambiciona nuestras riquezas y las de nuestra Orden del Temple,
y sus agentes han comenzado a difundir falsos rumores por las
cortes cristianas sobre la maldad del papa y de sus caballeros
templarios.
«Hemos decidido que es tiempo de reaccionar
ante estas maledicencias y poner en marcha un ambicioso plan para
que las energías de la cristiandad deriven hacia una nueva cruzada.
Y para eso necesitamos la alianza con los mongoles, como ya sabes;
para eso te has estado formando aquí durante estos dos años. En las
próximas semanas partirás de vuelta a Chipre con instrucciones
concretas; deberás aprenderlas de memoria, pues no podemos
arriesgarnos a que caigan en manos enemigas. Si los sarracenos
descubrieran nuestro plan, el fracaso estaría asegurado.
«Nuestro enlace con los mongoles será el rey
de Armenia; es un fiel cristiano. Su nombre es Hethum, y por lo que
sabemos de él por nuestros embajadores es un hombre de palabra,
valeroso y digno. El plan consiste en una alianza entre los
armenios, los templarios y otras órdenes y los mongoles; un
ejército con todas esas fuerzas atacará Siria y Palestina desde el
norte. Una vez ocupada Tierra Santa, seguirá avanzando hacia el
sur, hasta Egipto. Confiamos en que para entonces los reyes
cristianos de Francia y Aragón hayan zanjado sus diferencias en
Sicilia y puedan actuar juntos en un ataque combinado a Egipto. Una
vez destruido el sultanato mameluco, el Islam tendrá sus días
contados.
—¿Qué pasará con esas tierras? —preguntó
Jaime.
—Propondremos a los mongoles que se queden
con todas las tierras ubicadas más allá del río Jordán, en tanto
que Siria y Palestina, además de Egipto, se convertirán de nuevo en
territorios cristianos, lo que siempre fueron y lo que nunca
debieron dejar de ser.
»El cardenal secretario te dará cuenta de
todos los detalles. Tú deberás transmitir estas instrucciones a tu
maestre en Chipre y después al rey de Armenia, y por fin, al kan
mongol de Persia. Cuentas con nuestra bendición.
Bonifacio VIII impuso las manos en la cabeza
de Castelnou, que se arrodilló ante el papa para recibirlas.
Las aguas de Sicilia no estaban precisamente
en calma en aquel verano. El año anterior se había coronado en
Palermo como rey de la isla el príncipe don Fadrique, quien había
nombrado al mercenario Roger de Lauria como almirante de su flota.
Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia, ambicionaba la corona
siciliana, y entre ambos había estallado una guerra en la que
Francia y Aragón podían volver a enfrentarse, cada uno en ayuda de
su respectivo aliado.
En esas condiciones, y con las escuadras de
los dos contendientes a punto de combatir, lo más adecuado era
atravesar Italia por tierra y embarcar en algún puerto del
Adriático rumbo a Chipre. El de Bari era una buena opción, pues
allí siempre había alguna galera templaría lista para zarpar.
Jaime de Castelnou llegó a Bari a fines de
septiembre, y lo hizo en buena hora, pues allí se enteró de que en
Sicilia se había librado una gran batalla en la que Roger de Lauria
había sido derrotado por los franceses que apoyaban a Carlos de
Anjou. Ante esa derrota, el rey de Aragón no tardaría en acudir en
defensa de sus intereses y de los comerciantes catalanes, con lo
que una guerra total en la cristiandad parecía inevitable; sólo una
nueva cruzada como objetivo común, y nuevas tierras que repartirse
entre los reyes y nobles de Europa podían evitarla.
En Bari no había fondeada ninguna galera
templaria cuando llegó Castelnou, pero al recorrer las ancladas en
el puerto se enteró de que una pequeña galera veneciana estaba
lista para salir en unos día hacia Constantinopla. El comandante le
dijo que podía llevarlo hasta la isla de Creta, donde harían una
escala, y que de allí a Chipre podría desplazarse en alguno de los
navíos que recorrían esa ruta.
Así lo hizo. La galera veneciana lo dejó en
Creta, y tras tres semanas de espera pudo embarcar en una nave de
carga que arribó al puerto de Limasol. Dos días después estaba en
Nicosia, ante el maestre del Temple.