CAPÍTULO XVI

Dos galeras templarias y dos barcos de carga especialmente construidos para transportar caballos estaban fondeados en el puerto de Limasol. El maestre Molay y toda su comitiva, integrada por cuatrocientos hombres y doscientos caballos, estaba ya embarcada en espera de que se diera la orden de levar anclas. Sobre los mástiles más elevados de las cuatro embarcaciones ondeaba el estandarte blanco y negro de los templarios.
El capitán de la galera donde iba embarcado Molay informó que todos estaban listos, y el maestre le autorizó a zarpar. El capitán enarboló la bandera negra y blanca del Temple y la flota comenzó a bogar rumbo al oeste. La orden de Molay había sido escueta: navegar rumbo a Marsella y llegar a este puerto controlado por el emperador de Alemania en el menor tiempo posible. Los barcos se habían aprovisionado de tal manera que si no había contratiempo podrían llegar a Marsella sin recalar en ningún puerto.
El ritmo de navegación fue frenético; las dos galeras se adelantaron enseguida a las dos naves de carga, y al segundo día ya habían perdido contacto visual con ellas. Día tras día, sin detenerse para nada, las galeras avanzaron con celeridad, aunque debieron esperar a las naves de carga, que navegaban más despacio. Tres semanas después de haber partido de Limasol avistaban la costa de Marsella, a pesar de que aguardaron a las naves de carga, para protegerlas de un posible ataque pirata.
El maestre del Temple había escrito una carta al papa, y ambos habían quedado citados en la ciudad de Poitiers a mediados del mes de noviembre de 1306, junto con el maestre del Hospital.
Los templarios hicieron el camino de Marsella a Poitiers formados como un espléndido ejército. En la vanguardia, y tras el portaestandarte, cabalgaban veinte caballeros, todos de blanco, con sus capas marcadas por la cruz roja, escoltando al maestre Molay; después iban los carros con los sirvientes y escuderos, y en la retaguardia los cincuenta sargentos con sus mantos negros y cinco caballeros, que cerraban el grupo.
Al pasar por pueblos y aldeas, decenas de personas salían de todas partes a presenciar aquel cortejo; los caballeros y los sargentos cabalgaban orgullosos y altivos, tal cual les había pedido Molay que lo hicieran, sin descomponer en ningún momento el paso.
Castelnou marchaba tras el estandarte picazo, al lado del joven Hugo de Bon, que parecía encantado con aquel desfile que estaba atravesando media Francia.
Al llegar a Poitiers, los templarios se instalaron en la encomienda; hubo que habilitar espacios en los graneros e incluso en los establos para acomodar a todo el séquito que venía con el maestre.
La entrevista con el papa Clemente V y con el maestre del Hospital se celebró en la iglesia de Santa María. Ambos maestres habían preparado sus respectivos informes y en ambos se reiteraba la negativa a fusionarse. Eran demasiados años de enfrentamientos como para saldarlos con un mero decreto de unión.
El humo del incienso recién quemado ascendía a lo alto de las naves del templo de Poitiers inundándolo de un olor profundo y embriagador. El papa Clemente estaba sentado delante del altar mayor, en un sitial que se había preparado al efecto, rodeado por su curia de cardenales y obispos.
A su derecha, en unos bancos, lo hacían los hospitalarios, con su maestre en el primer lugar, y a su izquierda los templarios, con el maestre Jacques de Molay. Todos vestían sus hábitos reglamentarios.
El papa ofició un Te Deum y comenzó la entrevista.
—Hermanos —dijo Clemente V—, la Iglesia de Cristo atraviesa unos momentos muy delicados. El Maligno acecha en espera que entre nosotros, los cristianos, estallen disensiones, que él se encarga de sembrar día a día. No le escuchéis. Hoy, más que nunca, es necesaria la unidad de todos los católicos, y para ello, los hombres de fe debemos dar ejemplo. Hace ya tiempo que algunas voces dentro de la Iglesia han abogado por la unión de vuestras dos órdenes. Los caballeros del Temple y los del Hospital sois los primeros defensores de Cristo y de los fieles de Iglesia. Durante muchos años habéis luchado en la primera línea, donde había más peligro, donde el sacrificio era mayor. Habéis entregado a Cristo a vuestros mejores hermanos, y nadie como vosotros ha combatido con tanto ardor en defensa de la cristiandad. Pero los tiempos cambian, las viejas ideas se desvanecen y los cristianos necesitan nueva savia vivificadora. Así, es nuestro deseo que las dos órdenes más importantes de la cristiandad os unáis en una sola, que los hermanos templarios y los hermanos hospitalarios se fundan en una sola nueva orden de caballería. Vuestros objetivos son los mismos, vuestros deseos también y vuestra identidad no puede estar por encima de los intereses de la Iglesia.
»Nos, como vicario de Cristo en la tierra, y por la autoridad que nos confiere el Espíritu Santo, os convocamos para que os pongáis de acuerdo, y que ambas órdenes, las más excelsas de la caballería cristiana, renunciéis a vuestras diferencias y en beneficio de la Santa Madre Iglesia iniciéis un proceso que conduzca a la unidad en una sola orden, más grande, más poderosa, más eficaz en la defensa de la fe de Dios y de los intereses de su Iglesia.
»¿Qué tenéis que decir?
—Santidad —el primero en hablar fue el maestre del Temple, que se levantó de su banco y se colocó en el centro de la iglesia para dirigirse al papa—, la Orden templaria fue instituida para la defensa de los Santos Lugares, la protección de los peregrinos y la lucha contra los infieles. Uno de los mayores santos de nuestra Iglesia, el venerable Bernardo de Claraval, realizó el elogio de nuestra misión, y nos llamó «los pobres caballeros de Cristo». Desde entonces, nuestra tarea no ha sido otra que la que nos marcaron nuestros fundadores. Durante dos siglos hemos atesorado bienes y riquezas con una sola finalidad: que sirvieran a la causa de Cristo en la Tierra.
»Es por eso que hemos administrado nuestros bienes con prudencia, tratando siempre de que fueran útiles para cumplir nuestra misión. Si aceptamos la unión que vuestra santidad nos propone, esos bienes dejarían de ser administrados por nosotros y podrían ser empleados para fines bien distintos para los que fueron destinados.
»Ser templario es la mayor distinción que pueda recaer sobre un caballero cristiano. Este hábito ha sido vestido por los mejores hombres del mundo y por él han caído en los campos de batalla de Ultramar miles de nuestros hermanos. Sería una traición a su memoria, a sus ideales, a todo aquello por lo que lucharon el que ahora renunciáramos a él. Nuestra posición, santidad, es que la Orden del Temple debe continuar tal cual se fundó.
Molay se sentó entre los murmullos de aprobación que surgían de los bancos templarios por su discurso. El papa, con rostro severo, indicó con un gesto de su mano al maestre de los hospitalarios que había llegado su turno. El maestre se levantó, inclinó la cabeza en una reverencia hacia Clemente V, y habló desde su sitio.
—Nuestra orden es más antigua que la de los hermanos templarios. Nacimos para acoger a los peregrinos cristianos que acudían a los Santos Lugares para venerar el nombre de Dios. Nadie puede darnos lecciones de defensa de la cristiandad. Durante todo este tiempo hemos estado al lado de los débiles, de los indefensos, de los enfermos; todo nuestro afán consiste en contribuir al triunfo de la Iglesia.
«Este hábito —el maestre se aferró a su capa roja con la cruz blanca— ha sido llevado antes que yo por miles de hermanos. Creo que ninguno de ellos permitiría que fuera sustituido por otro. Por ello, el Capítulo general del Hospital me ha encomendado que os comunique, santidad, que ni un solo hermano hospitalario está dispuesto a unirse a los templarios. El Hospital debe seguir siendo una orden autónoma.
Castelnou, sentado en el segundo banco del Temple, contempló el rostro airado del papa. Estaba seguro de que Clemente V había recibido de Felipe el Hermoso instrucciones de presionar a los templarios para que aceptaran la unión con los hospitalarios. Creía que el plan pasaba por integrar a las dos órdenes en una sola y así conseguir la verdadera disolución de los templarios. Una vez perdida su identidad, sería más fácil apoderarse de sus riquezas. Y en ello se ratificaba tras haber oído la intervención del maestre de los hospitalarios, que le había parecido un tanto falsa, como si la negativa a la unión dependiera de la actitud del Temple y no de la propia voluntad del Hospital.
—Creíamos que vuestros legítimos intereses estarían supeditados al bien común de la cristiandad, pero vemos que no es así —intervino el papa Clemente tras oír a los dos maestres.
—Los intereses de la cristiandad son los mismos que los de los templarios, santidad. No veo ninguna contradicción en nuestra actitud de querer mantener la Orden y defender a la vez a todos los creyentes en Cristo —dijo Molay.
—¿No entendéis que seríais mucho más eficaces junto que separados? —demandó el papa.
—La Iglesia tiene muchas órdenes, y siguen apareciendo otras nuevas; San Agustín, San Benito, San Francisco de Asís o Santo Tomás de Aquino fundaron órdenes religiosas para mayor gloria de la Iglesia. Nadie ha dudado jamás de su esencia, y nadie ha postulado la unificación en una sola de todas las órdenes monásticas o mendicantes.
»A Cristo y a su Iglesia se les puede servir desde distintas opciones —dijo Molay.
—Esas órdenes a las que os referís tan sólo rezan; vosotros, además, lucháis, y ahí es donde la unidad es necesaria, en el combate contra el Islam.
—No somos dueños de la Orden en la que profesamos; sólo Cristo es Nuestro Señor. Y El inspiró nuestra sagrada regla, a la que no podemos traicionar.
—Jurasteis obediencia al papa, y el papa somos Nos, y Nos representamos a Cristo en la Tierra, somos su vicario.
—Sí, santidad, sois el vicario de Cristo, por eso sé que jamás actuaréis en contra de sus designios, porque gracias a ellos existe el Temple, y por ellos y para ellos ha de seguir existiendo. ¿Acaso estaban equivocados todos nuestros predecesores?; ¿estaba equivocado san Bernardo cuando inspiró el espíritu que dictó nuestra regla?; ¿estaban equivocados todos los maestres que me han precedido en el gobierno del Temple? Creo que no; creo firmemente en la verdad revelada a nuestros antecesores; creo en la fuerza divina que ha guiado nuestro brazo durante dos siglos; creo en la sangre de nuestros hermanos vertida en las arenas de Tierra Santa para mayor gloria de Cristo y de su Iglesia… No, santidad, sé que vuestra mente piensa lo mismo, y que por haber sido ungido por el Espíritu Santo, sé que no ordenaréis la unión del Temple y del Hospital. Se lo debemos a nuestros hermanos muertos.
»Aquí os dejo este memorando. —Molay depositó encima del altar un legajo de varias hojas de pergamino encuadernadas en cuero rojo—. Comprobaréis en él que la unión sería además muy injusta, pues el Temple es más rico, más poderoso y tiene más bienes y propiedades que la Orden de San Juan, y ello es debido a que durante dos siglos nuestros hermanos han sido los más diligentes a la hora de administrarla. Veréis en él, santidad, que si bien consideramos que podrían extraerse ciertos beneficios de esa unión, lo cual reconocemos y admitimos, hemos concluido que serían mayores los perjuicios, por lo que el Capítulo General de la Orden del Temple ha aprobado por unanimidad rechazar dicha propuesta de unión.
»No obstante, creemos que la unidad de acción debe ser nuestra guía en la guerra contra los sarracenos; por ello, proponemos a vuestra santidad que emita una bula convocando a los príncipes de la cristiandad a realizar una nueva cruzada que ponga fin de manera definitiva a la presencia de los musulmanes en Tierra Santa y en todo el mundo si es posible —sentenció Molay.
En la iglesia de Santa María se hizo un silencio metálico que incluso permitía oír el crepitar de las llamas de los cirios encendidos en torno al altar. El papa unió sus manos, levantó la cabeza lentamente, y al fin dijo:
—El hermano maestre del Temple ha hablado con la contundencia de un hombre de fe. Como servidor de la Iglesia estamos convencidos de que lo mejor es la unión de las órdenes de caballería, pero entendemos la postura de ambos maestres y sabemos que lo que hacéis está guiado por vuestro amor al Temple y al Hospital. En virtud de lo cual, declaramos que se detenga cualquier proceso de unificación entre los caballeros templarios y los hospitalarios en una sola orden, y que ambas sigan ostentando sus títulos, privilegios y regla.
»Y atendiendo a la justa proposición del hermano Molay, procuraremos que los reyes de la cristiandad consideren la oportunidad de poner en marcha una nueva cruzada.
Al oír la decisión papal, Molay apretó los puños y dibujó en sus labios un rictus de satisfacción. El delegado del rey de Francia frunció el ceño y se levantó contrariado, saliendo de la iglesia a toda prisa.
De vuelta al convento, Jaime de Castelnou y Hugo de Bon comentaron la entrevista. Ambos estuvieron de acuerdo en que la intervención del maestre había estado muy bien, y que se había mostrado sereno y confiado, pero a la vez rotundo y convincente en sus declaraciones.
Antes de partir hacia París se enteraron de que los almogávares habían puesto en marcha una terrible venganza por la muerte de Roger de Flor. Encabezados por su nuevo caudillo, Berenguer de Entenza, y a la temprana muerte de éste por Rocafort, se habían juramentado para ejecutar una sangrienta represión y durante varios meses se habían dedicado al saqueo y al pillaje; y allí seguían, intentando acabar con todo bizantino, turco o griego que se pusiera a su alcance.