CAPÍTULO XII

El mar estaba tan en calma que las olas apenas levantaban una fina orla de espuma al barrer las doradas arenas de las playas de Limasol. Hacía quince días que Castelnou había abandonado Gallípolis embarcado en una galera veneciana que lo había dejado en la isla de Rodas, el dominio de la Orden de San Juan, rival de los templarios, y desde allí había conseguido llegar a Chipre a bordo de un barco de carga que transportaba habitualmente caballos tanto para los templarios como para los hospitalarios.
Cuando llegó a la casa de la encomienda de Nicosia, el sol estival caía ardiente y pesado como plomo fundido sobre los asolados campos de Chipre. Antes de presentarse ante el maestre, Castelnou se arregló la barba, se rasuró la cabeza y vistió el hábito reglamentario de la Orden. A sus treinta y cinco años, algunas canas comenzaban a poblar sus sienes pero su fortaleza se mantenía intacta; incluso tal vez había ganado en fuerza lo que había perdido en velocidad. Los dos años y medio pasados entre los almogávares lo habían mantenido en buena forma, pues no hubo día en el que no estuviera o guerreando o de marcha o dirigiendo el entrenamiento con espada de sus hombres.
El maestre Jacques de Molay estaba más delgado y parecía haber envejecido diez años. Recibió a Castelnou con un beso y lo apretó con fuerza en un largo abrazo.
—Sabía que lo conseguirías, hermano; nunca dudé de que más tarde o más temprano ibas a liquidar a ese bastardo que nos humilló en Acre —le dijo Molay.
—No fui yo, hermano maestre. Lo intenté, pero… no pude —dijo Castelnou.
—Hace un mes que nos enteramos de la noticia de la muerte de ese hijo de perra, y te aseguro que en todo el convento hubo una gran alegría, sobre todo entre los hermanos que sufrieron la derrota de Acre. La venganza de aquella afrenta ya está lograda; ésa era una cuenta pendiente que no podíamos perdonar. Toda la Orden te lo agradece.
—Perdona, hermano maestre, yo no tuve nada que ver con la muerte de Roger de Flor; fue el heredero de Bizancio quien le tendió la trampa, yo estaba con él…
—No importa cómo sucedió; ese perro está muerto y ahora arderá en el infierno por toda la eternidad. Nadie puede escapar de la justicia del Temple.
Castelnou intentó explicarle al maestre lo ocurrido, pero Molay no deseaba escucharlo; sólo le interesaba que el renegado que los había humillado estaba muerto, y que habría muchos que pensarían que quien se enfrentaba a los templarios tenía todas las de perder.

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A comienzos del siglo XIV el Temple seguía siendo demasiado poderoso. La disminución de las rentas de sus encomiendas en Europa se había suplido con el ahorro que le suponía el no mantener ninguna fortaleza en Tierra Santa, y aunque ya no llegaban ni hombres ni dinero en las enormes cantidades de épocas anteriores, su red de encomiendas y sus negocios seguían siendo los más importantes de la cristiandad.
Tantas riquezas despertaron la envidia de algunos príncipes, y fueron los agentes de estos soberanos quienes iniciaron una soterrada campaña para desprestigiar a la Orden templaria. El más interesado en apoderarse de las propiedades del Temple era el rey Felipe de Francia. Este monarca era de complexión equilibrada, miembros proporcionados, piel blanquísima y rostro sereno, de ahí que sus súbditos lo conocieran como Felipe el Hermoso.
Había razones muy poderosas para la ambición del rey francés. La monarquía francesa estaba en la ruina a causa de las guerras con Aragón y de las enormes deudas acumuladas por los predecesores del rey Felipe. Los agentes reales habían advertido a su soberano que o se buscaba algún remedio urgente a sus maltrechas finanzas o la corona de Francia acabaría en bancarrota, y eso podría hacer peligrar la continuidad de la dinastía que fundara hacía más de trescientos años el rey Hugo Capeto. El tesoro de la corona francesa se guardaba en la casa del Temple en París, de manera que los funcionarios reales estimaban que la Orden era dueña de una considerable fortuna. Al ser informado Felipe de ello, el rey de Francia ideó un plan demoníaco. Si lograba apoderarse de las riquezas del Temple no sólo acabaría de golpe con sus problemas financieros, sino que conseguiría además el reconocimiento de sus súbditos, siempre adversos al excesivo orgullo que mostraban los caballeros templarios cada vez que aparecían en público.
Para llevar a cabo su plan, el rey de Francia necesitaba controlar el papado, la única autoridad a la que los templarios prestaban obediencia, pero en ese camino el papa Bonifacio VIII era un inconveniente. Este pontífice no había aceptado la sumisión a Francia, y por ello los agentes de Felipe el Hermoso planificaron una terrible e injuriosa campaña contra él. Mediante pasquines y cartas enviadas a diversas personalidades de la Iglesia, acusaron al papa Bonifacio de cometer hasta veintinueve delitos de manera reiterada, dos de ellos gravísimos, los pecados terribles de herejía y de sodomía, que se contaban entre los más horrendos en los que podía incurrir un cristiano.
El papa lo acusó de intromisión y excomulgó al rey de Francia, pero éste respondió sitiándolo en la localidad de Agnani en el mes de septiembre de 1303; acosado por los agentes de Felipe el Hermoso, uno de ellos, un florentino llamado Sciarra Colonna, lo abofeteó en público. Bonifacio VIII no pudo soportar semejante afrenta y murió poco después de vergüenza. A su muerte fue elegido papa Benedicto XI, que falleció envenenado unos meses más tarde.
Cuando Jaime de Castelnou apareció en Chipre, Jacques de Molay estaba preparando un viaje a Europa. El maestre había recibido un informe secreto del comendador de la Orden en París en el que le transmitía su preocupación por las apetencias que el rey de Francia estaba mostrando hacia el Temple. En la casa de París se guardaba el tesoro de la corona francesa, y Felipe IV, que atravesaba por gravísimos problemas financieros, había comentado en alguna ocasión entre sus consejeros que con el tesoro del Temple en sus manos quedarían zanjadas todas sus dificultades.
Molay le explicó la situación a Castelnou.
—Vendrás conmigo a Roma y a París. Dentro de unos días zarparemos hacia Europa. Antes de que muriera pude convencer al papa Benedicto XI para que convocara una nueva cruzada, pero no hubo tiempo de hacerlo; lo…, lo asesinaron antes de que eso sucediera. Hace meses que la cristiandad carece de pontífice, y hemos de lograr que el que sea nombrado acepte predicar esa cruzada. Si conseguimos que lo haga y que respondan a su llamada los reyes de la cristiandad, y sobre todo el rey de Francia, en ese caso tal vez se olvide por algún tiempo de nuestro tesoro. Hay que convencerlo de que puede ganar mucho oro y plata en Tierra Santa, luchando contra los mamelucos y conquistando sus tierras.
»Todavía confío en que los mongoles y los armenios vuelvan a combatir junto a nosotros en caso de que un gran ejército cristiano desembarque aquí en Ultramar.
—Son tiempos muy convulsos para la cristiandad. Te puedo asegurar, hermano maestre, que no existe voluntad de los cristianos para luchar unidos contra un enemigo común. Tal vez haya pasado el tiempo de la unidad, ahora priman la traición y el engaño; yo mismo he visto cómo se extendían estos pecados entre los cristianos.
—Lo sé. El papa me previno en una carta sobre las intenciones de Felipe de Francia, su extrema ambición y su avidez por el dinero y el poder; tal vez él fuera asesinado por eso. De ahí que nuestra única posibilidad sea desviar la atención del rey.
»Voy a revelarte un secreto. Desde la derrota en Acre y en la isla de Ruad nuestra Orden apenas dispone de caballeros en condiciones de luchar. Lo mejor del ejército templario ha caído combatiendo por Cristo en los campos de batalla de Oriente; los hermanos de las encomiendas de Europa son viejos, tullidos o mutilados que no están en condiciones de luchar. Lo que queda de la gloriosa caballería del Temple es lo que puedes ver en Chipre: unos pocos centenares de caballeros y sargentos, y algunos ballesteros.
»Tú mismo eres nuestro mejor soldado, y mírate, ¿qué edad tienes?, treinta y tres, treinta y cuatro años…
—Treinta y cinco —precisó Castelnou.
—Y eres de los más jóvenes…
»Por eso no tenemos otro remedio que tratar de llegar a acuerdos con Felipe el Hermoso. ¡Ay si tuviéramos un ejército de caballeros de Cristo como antes! Si fuéramos cuatro o cinco mil, yo mismo dirigiría las tropas contra el corazón del sultanato mameluco, y te aseguro, hermano Jaime, que entraríamos triunfantes en El Cairo. Pero nuestra verdadera situación es bien distinta. Nuestras encomiendas ya no envían las rentas que antaño remitían. Nuestras explotaciones agrícolas producen menos trigo, menos vino, menos aceite, y aunque ya no tenemos que cubrir los gastos de mantenimiento de los castillos y fortalezas que antes poseíamos en Tierra Santa, cada vez cuesta más mantener nuestra red de casas y conventos.
«Conseguí convencer al papa Benedicto para que convocara esa nueva cruzada, y ahora quiero ir en persona hasta París para intentar hacer lo mismo con el rey Francia y con la nobleza de esa nación. Te necesito en esta empresa.
—Mi deber es cumplir tus órdenes, maestre, así lo juré cuando profesé en el Temple.
—El sepulcro de Cristo debe ser liberado del dominio de los infieles sarracenos. Nosotros somos los últimos verdaderos soldados de Cristo que quedamos sobre la Tierra no le podemos fallar a Nuestro Salvador.
—Haré lo que dispongas, hermano maestre.
Molay, Castelnou y veinte templarios más zarparon del puerto de Limasol rumbo a Occidente. Vestidos con sus hábitos blancos, la cruz roja sobre el hombro izquierdo parecían fantasmas perdidos en un tiempo que ya no el suyo.