CAPÍTULO III
Una mañana, mientras estaba en los establos
con varios jóvenes de la corte condal cepillando los caballos, un
paje entró corriendo y gritando.
—¡Están aquí, están aquí! El señor conde
ordena que vengáis a verlos, venid, venid —y dicho esto salió tan
rápido como había llegado.
—¿Qué ocurre? —demandó Jaime
extrañado.
—Los templarios. Hace dos días llegó un
emisario del comendador de Mas Deu anunciando que hoy estarían
aquí. Vamos, el señor conde me ha dicho que acudamos a su presencia
—dijo el maestro de armas.
Los jóvenes salieron del establo siguiendo a
su educador.
En ese momento atravesaban el umbral de la
puerta del castillo seis jinetes en columna de a dos. Los dos
primeros vestían sendas capas blancas, impolutas como la nieve
recién caída, y sobre el hombro izquierdo lucían una esplendorosa
cruz roja que parecía dibujada con sangre. Se cubrían la cabeza con
un bonete blanco orlado con una cinta llena de pequeñas cruces
rojas. Cabalgaban erguidos sobre sus caballos, como si fueran
estatuas; sus rostros barbados y sus ojos serenos y fríos denotaban
un inmenso orgullo. Tras ellos cabalgaban dos jinetes vestidos con
mantos pardos, muy oscuros, con la misma cruz en rojo sobre el
hombro izquierdo, y detrás, cerrando el severo cortejo, dos criados
montados en mulas.
Jaime de Castelnou tuvo la impresión de que
la visita de aquellos hombres algo tenía que ver con él.
El conde de Ampurias saludó a los dos
caballeros de blanco, que descendieron de sus monturas con
agilidad. No eran jóvenes, pero tampoco tan mayores como le habían
parecido en la primera impresión, al verlos tan altivos, con sus
largas barbas y su porte solemne.
—¡Jaime! —el conde llamó a su ahijado y con
un gesto de la mano le indicó que se aproximara.
—Mi señor… —el joven se acercó
confuso.
—Te presento a Raimundo Sa Guardia,
caballero del Temple, de la encomienda de Mas Deu, y a su compañero
Guillem de Perelló.
Los dos templarios saludaron a Jaime con una
ligera inclinación de cabeza, pero observándolo a la vez como quien
mira a un insecto sin otro interés que el que despierta su
zumbido.
—Señores… —balbució el joven
Castelnou.
—Este apuesto joven es Jaime de Castelnou,
de quien os hablé hace unas semanas. Como podéis comprobar, no
exageré: su porte es digno de un príncipe. Será un perfecto
caballero templario.
Al oír aquella frase, Jaime se quedó
perplejo, mirando a su señor como si le acabara de anunciar que
había sido designado rey de Inglaterra o papa de Roma.
—No, no exagerabais, conde —dijo el primero
de los caballeros—. ¿Le habíais comentado algo?
—No. Quería que fuera una sorpresa, y como
podéis comprobar por el arrobamiento de su rostro, ésta ha sido
mayúscula. Bien, Jaime, vas a ser un caballero templario.
—¿Yo, señor? —El joven estaba tan aturdido
como si le acabaran de propinar una buena tunda.
—Sí, tú, claro; ¿quién mejor que el hijo del
gran Raimundo de Castelnou para vestir el hábito más prestigioso de
la cristiandad? Vas a tener el privilegio de ser un soldado de
Cristo. Tu padre así lo hubiera deseado; seguro que desde el cielo,
en donde ahora está gozando de la paz celestial a la derecha de
Nuestro Señor, está muy orgulloso de ti.
—Pero yo, no sé si soy digno…
—Claro que lo eres. No conozco a nadie más
piadoso, más discreto ni más honrado que tú. Eres el más indicado
para ingresar en la Orden del Temple. Los caballeros de Cristo
necesitan jóvenes arrojados y valientes que refuercen sus filas en
Tierra Santa. El maestre ha dado instrucciones para que se reclute
a nuevos caballeros que acudan en defensa de la cristiandad de
Ultramar, que corre serios riesgos de desaparecer ante la ofensiva
que han desplegado esos perros infieles seguidores de Mahoma. —El
conde escupió al suelo tras pronunciar el nombre del Profeta.
—Yo no tengo… —volvió a balbucir
Jaime.
—Claro que tienes —le interrumpió el conde—.
Tienes cuanto hay que tener para ser un perfecto caballero de
Cristo: linaje, agallas, valor, fuerza interior y fortaleza de
cuerpo y de alma. Te he visto pelear y no creo que haya muchos que
puedan igualar tu destreza en el combate, pese a tu juventud. El
maestro de armas me ha dicho que no ha conocido a nadie que
manejara la espada y la lanza con semejante habilidad y potencia a
tus años. Está asombrado. La cristiandad necesita jóvenes como tú.
Le he dicho al comendador del Temple en Mas Deu que podrías ser uno
de ellos, uno de los caballeros que Cristo elige para que le sirvan
como los primeros y más puros defensores de su mensaje.
Jaime de Castelnou observó a los dos
templarios. Sus figuras parecían realmente imponentes. Intentó
imaginarse cómo estaría él vestido con aquel manto blanco, y si
sería capaz de portarlo con la majestuosidad con que lo hacían
aquellos dos hombres.
—Ser templario es el mayor honor con el que
puede investirse a un caballero cristiano, pero nuestra vida es
dura y abnegada. Si deseas vestir este noble hábito, deberás
renunciar a muchas cosas de este mundo y dedicar tu vida por
completo al servicio y a la defensa de la cristiandad —le dijo el
que el conde había presentado como Raimundo Sa Guardia.
—Mi decisión está tomada. Quiero que
profeses como soldado de Cristo, pero antes hay que investirte como
caballero. Creo que ya estás preparado para ello, pues tu formación
es más que suficiente y la nobleza de tu sangre está más que
contrastada. Ahora, la decisión última depende de ti. Nadie puede
ser templario en contra de su propia voluntad.
—Yo me encuentro bien a vuestro servicio,
señor —dijo Jaime.
—Pero el servicio a Dios es más importante
que cualquier otro. Por mi parte, estaría muy orgulloso si uno de
mis ahijados formara parte del Temple.
—No sé, no lo he pensado…, estoy un poco
confuso.
—Tienes tiempo; don Raimundo, don Guillem y
sus acompañantes se quedarán con nosotros hasta mañana. Tienes todo
el día para meditarlo. Piénsalo bien, porque si ingresas en la
Orden renunciarás a los fútiles placeres del mundo, pero ganarás la
eternidad en el paraíso.
—¿Puedo retirarme a la capilla?, necesito
reflexionar…
—Claro, claro, hazlo. Entretanto,
permitidme, señores, que os ofrezca mi hospitalidad, mi cocinero ha
preparado un buey asado para celebrar vuestra visita.
Jaime de Castelnou se dirigió presto a la
capilla; atravesó el umbral y avanzó directamente hacia el altar,
ante el cual cayó de rodillas. El corazón le palpitaba alborozado
dentro de su pecho con tal fuerza que lo sentía golpear entre las
costillas. ¿El, un templario? Jamás lo había siquiera imaginado. Su
vida había discurrido hasta entonces en el castillo del conde,
recibiendo formación militar para ser un día no muy lejano un
vasallo a quien su señor le entregaría un pequeño feudo, tal vez un
castillo con dos o tres aldeas, para gobernarlas en su nombre, como
hiciera su padre años atrás. Pero en unos momentos todos sus planes
habían cambiado. ¿El, un templario? Tendría que acatar una dura
disciplina, renunciar a deleitosos placeres que a su edad todos los
jóvenes anhelaban, servir a la cristiandad defendiendo las
peligrosas rutas de los peregrinos a Tierra Santa, combatir a los
musulmanes, pugnar por recuperar Jerusalén… ¿El, un templario?
Nunca antes se había imaginado vestido con la capa blanca,
cabalgando orgulloso tras el estandarte blanco y negro de la Orden,
obedeciendo sin rechistar las instrucciones de sus superiores…
Pensó entonces en su padre muerto por acudir a la cruzada, y en su
madre, fallecida para que él pudiera vivir. Y de repente, como si
hubiera recibido un fogonazo de luz clarificadora, se disiparon
todas sus dudas: los horizontes que buscaba en sus sueños acababan
de presentarse ante sus ojos.
∗ ∗ ∗
—Me alegro mucho, hijo, de que hayas tomado
esta decisión. Yo la apruebo y sé que tu padre también lo hará allá
arriba en el cielo.
El conde, que era la primera vez que llamaba
«hijo» a Jaime, lo abrazó con fuerza cuando el joven Castelnou le
comunicó que aceptaba ingresar en la Orden del Temple.
—Intentaré no defraudaros, señor.
—Sé que te esforzarás por dejar en el alto
lugar que corresponde a tu linaje, y que te comportarás como un
buen soldado de Cristo. Mañana serás investido caballero. Esta
noche velarás las armas, mis hijos te acompañarán y yo mismo te
impondré las insignias que ratificarán tu rango.
Jaime pasó la noche en vela en la capilla
del castillo, ante el altar, delante de la espada, las espuelas, el
cinturón de recio cuero y los guantes de piel claveteados que el
conde ordenó que se le entregaran. La noche transcurrió lenta y
pesada. Al amanecer, los templarios se presentaron en la capilla
para rezar sus oraciones diarias. No hicieron el menor caso ni a
Jaime, que había logrado resistir el sueño durante toda la noche,
ni a los dos hijos del conde, que habían permanecido a su lado y
que por momentos habían dado algunas cabezadas.
Uno de los criados del conde le indicó que
debía prepararse para la ceremonia de investidura de la Orden de la
Caballería, que tendría lugar en la misma capilla justo a mediodía.
Jaime se retiró para vestirse con su segunda túnica, una de algodón
teñido de color verde y ribeteada con una cinta dorada, y para
lavarse la cara con agua fresca a fin de despejarse al menos
momentáneamente del sopor que le invadía tras toda una noche en
vela.
Aquello estaba sucediendo tan deprisa que el
joven apenas había logrado asimilar cuanto le había ocurrido desde
que un día antes hubieran aparecido los templarios en el
castillo.
Mientras estaba acabando de vestirse, el
conde se presentó ante Jaime.
—Me ha agradado mucho que hayas aceptado
ingresar en la Orden. Ahora sí, la deuda de tu familia está
definitivamente saldada.
—¿Deuda?, ¿qué deuda, señor?, no entiendo…
—se sorprendió Jaime.
—Bien, es momento de que te explique lo que
hasta ahora me estaba vedado hacer. Escucha.
El conde se sentó frente a Jaime y le indicó
que se sentara también. El de Castelnou se ajustó la túnica verde,
tomó asiento y con total serenidad dijo:
—Os escucho, señor.
—Hace mucho tiempo, el papa ordenó aniquilar
a unos herejes que habían logrado difundir su ponzoña por las
ciudades de Béziers, Perpiñán, Carcasona, Toulouse y sus comarcas,
al otro lado de los Pirineos. La Iglesia los llamó cátaros, pero a
ellos les gustaba denominarse los «perfectos», y se extendieron
como el agua torrencial tras la tormenta, empapando con su maldad a
las gentes sencillas de esas tierras. Muchos campesinos aceptaron
engañados las palabras de aquellos embaucadores y adoptaron la
herejía, renunciando así a la Iglesia y a la salvación de sus
almas. El papa envió contra ellos a su mejor general, un soldado
temeroso de Dios llamado Simón de Monfort, que atacó el mal en su
mismo corazón. Pero ocurrió que muchos de esos malhadados herejes
eran vasallos del rey don Pedro de Aragón, el padre de nuestro gran
rey Jaime el Conquistador, que el Señor tenga en su gloria, y
bisabuelo de nuestro amado rey Alfonso, que con tanta prudencia nos
gobierna hoy. Don Pedro era conocido como «el Católico», por el
amor que demostraba hacia la Iglesia y el servicio que hacía a
Cristo Nuestro Señor, pero el rey tuvo que acudir en defensa de sus
vasallos heréticos, porque, como su señor natural que era, se había
comprometido a defenderlos y auxiliarlos.
»Fue en Muret en el año del Señor de 1213;
el rey don Pedro combatía con su fiereza y su fuerza proverbiales
contra enemigos muy superiores en número, pero la fortaleza de su
brazo era tal que nadie podía vencerlo en combate singular. Sus
enemigos, desalentados por el poder de nuestros caballeros, idearon
una estratagema: uno de ellos gritó en medio de la batalla que el
rey de Aragón era un cobarde porque no se mostraba y seguía
combatiendo escondido entre sus caballeros. Entonces, el orgullo
del rey don Pedro fue mayor que su prudencia. Alzó su espada, se
quitó la cimera y mostró el rostro a sus enemigos gritando que allí
estaba el rey de Aragón y que aguardaba a cuantos quisieran medir
su espada con él. Ese fue un grave error. Varios caballeros de
Simón de Monfort se lanzaron a la vez contra don Pedro y, a pesar
de que luchó como un león abatiendo a cuatro de ellos, acabó
sucumbiendo ante la superioridad de sus contrincantes. —El conde
hizo un alto en su relato y tomó un sorbo de vino de una copa que
acababa de servirle un criado.
—Es una triste historia, señor —dijo Jaime—,
pero no comprendo dónde interviene mi familia.
—Tu abuelo era uno de esos cátaros. Se
enamoró de una de aquellas siervas del diablo y se sometió a la
herejía maldita. Era hijo de uno de los más nobles vasallos del
conde de Toulouse, y heredó una rica baronía, pero el amor hacia
esa mujer pervirtió su alma cristiana, porque la mujer suele ser
utilizada a veces por el demonio para anular la razón del hombre.
Fue uno de los últimos en resistir a las tropas del papa, que
predicó una cruzada para acabar con ellos. Poco antes del asalto
del ejército cristiano al castillo de Montsegur, su última
fortaleza al otro lado de los Pirineos, nació tu padre. Tus abuelos
lo entregaron a uno de los caballeros de mi padre para que lo
protegiera. Tus abuelos murieron en el prado de los Cremats, en una
enorme hoguera donde fueron purificados los cuerpos de los últimos
cátaros capturados tras la conquista de Montsegur.
»Tu padre y yo crecimos juntos, y, como he
hecho yo contigo, los míos también lo trataron como a un hijo.
Cuando cumplió veinte años fue armado caballero y mi padre le
entregó el feudo de Castelnou con tres aldeas, para que lo
gobernara en su nombre como fiel vasallo.
—¿Conocía mi padre esta historia?
—Sí. Yo mismo tuve que contársela. Se casó
con tu madre, una jovencísima y hermosa dama de Perpiñán, justo un
año antes de que el gran Jaime el Conquistador convocara a los
señores de sus reinos a la cruzada, y cuando supo lo que había
ocurrido con sus padres y quiénes habían sido, acudió presto a la
llamada del rey y embarcó en la playa de Barcelona rumbo a Tierra
Santa. Era la manera de saldar los pecados cometidos por sus
progenitores. El resto ya lo sabes; la galera en la que viajaba fue
una de las que se hundieron con la tempestad.
El conde hizo un alto en su relato y dio un
nuevo sorbo de la copa de vino especiado.
—¿Es ésa la razón que lo llevó a la cruzada?
—preguntó Jaime.
—Claro. No le quedaba otro remedio. Sabedor
de lo que habían hecho sus padres, era la única manera de lavar la
mancha que había caído sobre la familia. Se lo confesó a su esposa,
tu madre, y ella lo comprendió. Estaba embarazada de cinco meses;
para tu padre fue muy duro tener que abandonar así a su joven
esposa y al hijo que ella llevaba en las entrañas, pero tenía que
enfrentarse con su destino, y su honor de caballero cristiano le
demandaba aquel inmenso sacrificio.
«Antes de embarcar hizo votos de cruzado y
pasó por aquí para despedirse de mí y comunicarme que confiaba la
administración de su señorío a las manos del alcaide de Castelnou.
Yo confirmé esa decisión y le deseé mucha suerte en su viaje a
Ultramar. Ahora comprendes por qué se fue y abandonó a tu madre; no
hubiera podido vivir tranquilo con aquel perpetuo
remordimiento.
Jaime bajó la cabeza y sintió una intensa
punzada en el centro del estómago y un dolor lacerante y agudo en
las sienes. Había escuchado con atención las palabras del conde,
pero algo no concordaba en esa historia. ¿Por qué el conde le había
contado todo aquello a su padre nada más casarse? ¿Por qué no lo
hizo antes?
—Yo acabaré la tarea que no pudo cumplir mi
padre, y lo haré como templario —asentó Castelnou.
—Estaba seguro de que reaccionarías así.
Cuando hablé con el comendador de Mas Deu para proponerle tu
ingreso en la Orden, le dije que eras un joven honesto y de firmes
convicciones religiosas. No me equivoqué.
»Y bien, ha llegado la hora de que te
conviertas en caballero. Vamos a la capilla, tu investidura ha de
ser a mediodía. Anoche di orden de que avisaran a mis vasallos de
este acto solemne.
Jaime de Castelnou se dirigió a la capilla
acompañado por el conde y escoltado por dos de sus caballeros. Pese
a que sus sentimientos se agolpaban contradictorios en su cabeza,
entró en la capilla con pasos seguros y decididos y se arrodilló
ante el altar, tras cuya ara esperaba el capellán del
castillo.
El clérigo bendijo a Jaime y pronunció una
larga oración en latín, a la que los presentes respondieron con un
simple «amén». En el primero de los bancos estaban sentados los dos
caballeros templarios, altivos con sus hábitos blancos y la cruz
roja estampada sobre el hombro izquierdo, y tras ellos los dos
sargentos vestidos con su atuendo amarronado.
El conde se sentaba junto a ellos, al lado
de su esposa y de sus hijos, quienes miraban a Jaime con un aire de
envidia y a la vez de admiración, pues lo conocían bien y sabían de
su fortaleza y su bondad.
Cuando acabó la oración, el conde se levantó
y se acercó hasta la mesa del altar, donde estaban depositados los
objetos rituales con los que el joven iba a ser investido
caballero. Tras santiguarse, le entregó en primer lugar las
espuelas, para que dominara al caballo, después le ofreció el
cinturón de cuero, signo de su honestidad y su pureza, a
continuación los guantes, señal de fuerza y templanza, y por fin le
dio dos golpecitos con su espada sobre los dos hombros, proclamando
que desde ese momento Jaime de Castelnou era nombrado caballero, y
que por ese honor debería guardar las normas y reglas de la
caballería: defender a los desfavorecidos y a los débiles, procurar
la justicia y comportarse con honor. Jaime juró hacerlo así y no
caer nunca en la felonía.
El conde lo invitó a incorporarse y le dio
un emotivo abrazo y un beso en cada mejilla.
—Ya eres caballero —sentenció.
»Y ahora, amigos —alzó la voz para que lo
oyeran con claridad cuantos asistían al rito en la capilla—, quiero
comunicaros a todos que don Jaime desea profesar en la Orden del
Temple. Los hermanos Raimundo Sa Guardia y Guillem de Perelló están
aquí para acompañarlo a la encomienda de Mas Deu, donde cumplirá el
período de prueba antes de que, como espero, sea admitido como
caballero templario. Yo entregaré al Temple treinta florines de oro
y dos caballos como dote de mi ahijado.
Los templarios no movieron ni un músculo del
rostro ni siquiera cuando escucharon la generosa donación del
conde.
Jaime comprendió entonces con claridad.
Aquellos seis templarios estaban allí para recoger el dinero y los
caballos y escoltarlos hasta su encomienda, y no para acompañarlo a
él como guardia de honor.