CAPÍTULO XVIII
Tras varias semanas de asedio y bombardeos,
el muro exterior tenía un aspecto ruinoso. Había tantas brechas y
de tal tamaño algunas de ellas que el asalto del ejército musulmán
podría iniciarse en cualquier momento. Durante los primeros días de
mayo los zapadores mamelucos habían excavado varios túneles hasta
alcanzar los cimientos de las torres principales del recinto
exterior; después habían llenado los túneles de leña, aceite y
brea. El sultán, informado de que las minas estaban preparadas,
ordenó que les prendieran fuego.
El suelo empezó a crujir como si se
estuviera produciendo un gran terremoto y una a una varias torres
del recinto exterior comenzaron a caer en medio de un gran
estrépito, envueltas en polvo y humo. De las galerías excavadas por
los minadores, que se abrían en el suelo como enormes heridas
humeantes en la piel de un gigante, surgieron algunas llamaradas.
Una de las últimas en derrumbarse fue la torre Maldita, ubicada en
la mitad de la línea exterior de murallas y la más poderosa de ese
recinto.
Un mensajero avisó a Perelló y a Castelnou
para que acudieran con algunos de los hombres a su mando al sector
central, donde la infantería mameluca estaban lanzando su primer
gran asalto entre las ruinas de las torres caídas.
Cuando llegaron, vieron a decenas de
infantes musulmanes que trepaban por los escombros de los muros y
de las torres arrumbadas como un ejército de hormigas prestas a
despedazar una presa.
Los dos templarios desenvainaron sus espadas
y corrieron al encuentro de un grupo de egipcios que acosaban a
media docena de hospitalarios que intentaban impedir que penetraran
por una enorme brecha abierta junto a una torre que mantenía en pie
tan solo la mitad de su fábrica, tajada en vertical, como si la
hubieran partido de arriba abajo con una enorme hacha. Por primera
vez en mucho tiempo, templarios y hospitalarios combatían codo con
codo y en el mismo bando en Tierra Santa.
Los seis hospitalarios apenas podían
contener a los soldados egipcios. Habían formado una línea sobre la
parte superior de los escombros de la torre y la muralla y se
habían juramentado para defender aquella posición hasta la muerte.
Cuando vieron colocarse a su lado a los dos templarios sus fuerzas
parecieron renovadas. Tras los dos caballeros llegaron varios
sargentos y el grupo de soldados cristianos rechazó el ataque en
ese sector.
—Gracias, caballeros —les dijo el
hospitalario que parecía dirigir el grupo—. Por un momento creí que
ésta iba a ser nuestra última batalla.
—Vosotros hubierais hecho lo mismo —supuso
Perelló—. Aquí todos somos soldados de Cristo.
Sobre los escombros, rodeados de cadáveres,
los hábitos rojos con la cruz blanca del Hospital y los blancos con
la cruz roja del Temple parecían uno solo.
—Pues preparaos, soldados, porque ahí vienen
otra vez —avisó Castelnou al ver que, tras haberse retirado, los
asaltantes habían retomado aliento y regresaban al ataque con
nuevos contingentes de refresco.
Los guantes de Jaime estaban empapados, así
como su hábito blanco, que casi parecía rojo, como el de los
hospitalarios, de tanta sangre.
Templarios y hospitalarios formaron de nuevo
una línea de combate en lo alto de la montaña de escombros,
asentaron los pies con firmeza y se prepararon para repeler el
siguiente envite. Eran sólo seis caballeros hospitalarios, dos
templarios y cinco sargentos, y frente a ellos avanzaban no menos
de doscientos mamelucos.
—Que no pasen, hermanos, que no pasen —gritó
Perelló.
Los primeros musulmanes en llegar ante los
caballeros cristianos cayeron como los brotes de un seto tajados
por un experto jardinero. El poder de los caballeros acorazados con
sus cotas de malla y sus pectorales de hierro, formando una línea
formidable, era extraordinario, pero los atacantes eran muchos y no
cesaban de acudir en constantes oleadas. Los caídos eran
sustituidos de inmediato por otros y tras ellos venían muchos más.
Un hospitalario y un sargento templario fueron abatidos al fin,
dejando un pequeño hueco por donde los mamelucos trataron de ganar
la espalda de los defensores, quienes a su vez procuraron cerrar
filas ocupando el espacio dejado por los muertos. El frente sobre
el muro arrumbado era demasiado amplio y Perelló tomó la iniciativa
gritando a sus compañeros que se replegaran hacia el interior de la
ciudad. Los sargentos templarios obedecieron de inmediato, en tanto
los hospitalarios dudaron.
—Vámonos, aquí estamos perdidos. Si nos
quedamos seremos héroes, pero héroes muertos, y de nada serviremos
a los que pretendemos proteger.
Un segundo hospitalario cayó alcanzado en la
cabeza por una maza de hierro.
—De acuerdo, atrás, hermanos del Hospital,
atrás, atrás.
Los supervivientes retrocedieron en
formación cerrada hasta la segunda línea de muralla, defendiéndose
del acoso al que decenas de mamelucos los estaban sometiendo. Al
fin pudieron alcanzar una puerta del segundo recinto y refugiarse
dentro.
Los caballeros supervivientes estaban
agotados. Jaime se quitó el yelmo de combate y miró a sus
compañeros, exhaustos y jadeantes. Afuera los gritos de los
musulmanes anunciaban que la mayor parte del gran recinto exterior
estaba en sus manos.
Durante una semana las oleadas de mamelucos
fueron ocupando una a una las torres del recinto exterior o los
restos de ellas tras venirse abajo como consecuencia de los
incendios de las minas excavadas por los zapadores. El día 15 de
mayo, una jornada de calor intenso y humedad insoportable, cayó la
torre conocida como de Enrique II, la última del recinto exterior
en la que se mantenían algunos defensores; al día siguiente todo el
tramo externo de murallas de Acre estaba en manos de los
mamelucos.
∗ ∗ ∗
Aprovechando que el ejército sitiador se
tomó un respiro para consolidar sus posiciones, se reunió el
consejo que gobernaba la ciudad bajo la presidencia del rey de
Chipre. Todos eran conscientes de que la caída de Acre era cuestión
de días. A propuesta del monarca se decidió enviar una galera en
busca de ayuda, pero era una solución inútil, pues aunque lograra
recabar esa ayuda nunca llegaría a tiempo para levantar el
asedio.
—Sólo atisbo una solución —intervino el
maestre del Temple tras esperar a que todos los miembros del
concejo opinaran sobre qué hacer.
—Decidnos cuál —dijo el rey Enrique.
—Lanzar un contraataque con todas nuestras
fuerzas sobre la torre Maldita, o lo que queda de ella. Es en ese
sector del centro donde el enemigo ha concentrado sus mejores
tropas. Si recuperamos la torre y los echamos fuera de nuevo, tal
vez duden y nos concedan alguna oportunidad.
—Creo que ese plan no es el más adecuado en
estos momentos —intervino el maestre del Hospital.
—Imaginad, señor maestre, a los caballeros
del Hospital y del Temple luchando juntos, mezclados en las mismas
filas. Los musulmanes jamás han visto esa escena. Hábitos rojos y
blancos y negros fundidos en uno solo. Por lo que sé, hermanos
nuestros actuaron así hace unos días y apenas una docena
mantuvieron firme la línea de defensa ante el ataque de centenares
de enemigos, e incluso los rechazaron antes de que se reforzaran y
volvieran a la carga.
—Pese a ello, dudo que tenga éxito vuestro
plan.
—En ese caso, proponed alguno alternativo
—dijo Guillermo de Beaujeu.
El maestre del Hospital calló.
El 18 de mayo trescientos templarios y
hospitalarios estaban listos para la batalla decisiva. Perelló y
Castelnou prepararon su equipo y engrasaron sus armas para que
estuvieran en perfectas condiciones para el combate. Se había
aprobado el plan del maestre Beaujeu y saldrían del recinto
interior en un ataque combinado contra el grueso de los sitiadores
que estaban apostados en la torre Maldita.
Los trescientos caballeros, encabezados por
los maestres del Temple y del Hospital, cayeron como un ciclón
sobre los sitiadores, que, confiados en su enorme superioridad y en
su triunfo, habían relajado la guardia. A media mañana los
estandartes del Temple y del Hospital ondeaban sobre las ruinas de
la torre Maldita. El ataque sorpresa había resultado un éxito y los
mamelucos habían abandonado su principal conquista dejando atrás
muchas bajas.
—¡Lo hemos logrado! —exclamó Castelnou
eufórico mientras veía alejarse a los mamelucos.
—Volverán. Sólo hemos conseguido
sorprenderlos, pero volverán —dijo Perelló.
Y en efecto, los mamelucos regresaron poco
después. Un enjambre de miles de guerreros se lanzó sobre las
ruinas de la torre Maldita con una virulencia como los sitiadores
no habían visto hasta entonces. El sultán, informado del
contraataque cristiano, había prometido dos monedas de oro por cada
cabeza cristiana y la muerte para el soldado musulmán que diera un
paso atrás.
∗ ∗ ∗
El combate en la torre Maldita fue terrible.
Musulmanes y cristianos lucharon cuerpo a cuerpo en medio de una
vorágine de sangre, polvo y miedo. Por todas partes se veían
cadáveres o miembros amputados y el suelo antes polvoriento se
cubrió de un barro espeso y rojizo.
Castelnou luchaba al lado de Perelló con su
habitual destreza en el manejo de la espada. Desde que aprendiera a
manejarla en el castillo del conde de Ampurias jamás había
encontrado a un oponente que lo pudiera vencer, al menos en un
torneo o en un entrenamiento. Para su habilidad, la mayoría de los
enemigos con los que combatía eran unos aprendices inexpertos que
caían muertos tras tres o cuanto fintas de su espada.
Pero ahora, como ocurriera unos días atrás,
los enemigos eran demasiados. Con las espaldas cubiertas, los
caballeros cristianos estaban manteniendo a raya a los infantes
mamelucos, que caían a decenas ante la primera línea de combate de
los cristianos, parapetados en lo alto de lo que quedaba de la
torre Maldita. Apenas iniciada la tarde, la batalla continuaba; los
cristianos comenzaban a dar señales de debilidad, en tanto los
musulmanes caídos eran reemplazados por tropas de refresco una y
otra vez. Una compañía de arqueros egipcios tomó posiciones en una
torre contigua a la torre Maldita y comenzó a asaetear a los
defensores. Las flechas caían incesantemente sobre templarios y
hospitalarios, y aunque las cotas de malla, los yelmos y las
corazas eran protección suficiente para no ser heridos, la lluvia
constante de saetas dificultaba sus movimientos e impedía que
pudiesen luchar con seguridad.
Una oleada de mamelucos armados con enormes
mazas de hierro cayó sobre los caballeros y abatió a varios de
ellos. La lluvia de flechas se hizo más densa y algunos proyectiles
lanzados desde pequeñas catapultas dejaron fuera de combate a
varios defensores. Poco a poco la superioridad numérica de los
mamelucos se fue imponiendo. Sobre los escombros de la torre
Maldita apenas cincuenta caballeros templarios y hospitalarios se
agrupaban en torno a sus dos maestres, que contemplaban impotentes
la llegada del fin.
Beaujeu luchaba con todas sus fuerzas
intentando mantener la posición en el extremo de una terraza que en
su día fuera una de las plantas interiores de la torre Maldita;
junto a él peleaban con bravura varios templarios y el maestre del
Hospital, que fue herido de gravedad al alcanzarle una piedra
lanzada desde una catapulta. Cuatro hospitalarios lo retiraron,
pese a sus protestas, en busca del refugio de la ciudad. Uno a uno
los defensores de la torre Maldita iban cayendo ante la enorme
superioridad de los egipcios.
Castelnou había perdido la cuenta de cuántos
enemigos había matado ya, y le pareció que había despachado a media
humanidad. Insensible a cuanta muerte causaba su espada, estaba
como ciego de ira y sólo pensaba en matar a cuantos musulmanes se
colocaran al alcance de su acero. No era un hombre; se sentía una
bestia irracional, un instrumento de la muerte, la guadaña
ejecutora de la Negra Señora. En cada uno de aquellos soldados que
caían bajo los formidables tajos de su espada no veía a un ser
humano sino a una especie de autómata del Maligno que era necesario
eliminar cuanto antes. Ni siquiera sentía cansancio o dolor en sus
miembros, sólo una extraña sensación de pesadez en los párpados y
de aire viciado y acre en los pulmones. Tras tantos días de asedio,
de muertes y de sangre, su olfato se había acostumbrado a los
olores nauseabundos mezcla de carne chamuscada, heces, orines y
sangre corrompida que saturaban el aire y lo impregnaban
todo.
Un terrible grito le hizo girar la cabeza; a
unos pocos pasos a su derecha vio caer a Guillem de Perelló. Una
enorme lanza de madera le había penetrado por el omóplato y su
punta acerada asomaba entre el cuello y el pecho, justo entre el
yelmo de combate y el peto de hierro, empapada en sangre.
—¡Guillem! —gritó Castelnou corriendo en su
ayuda.
El templario había caído de bruces y su
cuerpo sufría tremendas convulsiones. Jaime se arrodilló y le quitó
el casco cilíndrico. La boca de su hermano estaba llena de sangre y
en sus ojos parecía que había anidado la muerte. Apoyó con cuidado
su cabeza en el suelo y se incorporó lleno de rabia para correr
hacia el grupo de cuatro mamelucos que había tumbado a Guillem
ensartándolo por la espalda con la pesada lanza. Con las dos
primeras estocadas despachó a los dos soldados que le hicieron
frente y después liquidó a los otros dos haciendo girar su espada
como las aspas de un molino de viento.
Cuando regresó al lado de Guillem de
Perelló, éste expiró su último aliento. La lanza, en su trayectoria
ascendente, le había perforado un pulmón y le había destrozado las
venas del cuello. La sangre de Perelló se mezcló en sus guantes con
la de los enemigos recién abatidos.
Los soldados musulmanes acosaban la torre
Maldita por todas partes. Una saeta alcanzó al maestre del Temple
en la axila cuando levantó el brazo derecho para lanzar un golpe de
espada sobre uno de los atacantes; Guillermo de Beaujeu cayó
fulminado. Jaime de Castelnou había ido retrocediendo ante la
avalancha de enemigos y pudo ver al maestre abatido y apenas a dos
docenas de caballeros hospitalarios y templarios agrupados a su
alrededor. Por las ruinas de la torre Maldita ascendían centenares
de mamelucos.
—¡Vámonos de aquí! —gritó Castelnou.
—Nuestro estandarte todavía sigue enhiesto
—le respondió un templario señalando al baussant blanco y negro ondeando sobre uno de los
montones de escombros.
—Y el nuestro —gritó un hospitalario.
—Pues recogedlos y vayamos al interior de la
ciudad.
Dos templarios cargaron con Guillermo de
Beaujeu y, pese a las protestas del herido, se retiraron hacia la
segunda línea de muralla protegidos por los caballeros
supervivientes.
Ninguno hubiera sabido explicar cómo lo
consiguieron en medio de las feroces cargas de sus adversarios,
pero unos cuantos lograron alcanzar el segundo recinto. De los
trescientos caballeros que contraatacaron en la torre Maldita, sólo
diez templarios y siete hospitalarios lograron salvar la vida; los
dos maestres habían sido gravemente heridos y el lugarteniente del
Temple había dejado su vida en la retirada.
El maestre del Temple fue conducido a la
Bóveda, el gran edificio de la Orden ubicado junto al mar. Beaujeu
tenía fiebre y sudaba, pero mantenía la cabeza lúcida. Ante la
inmediatez de su muerte, ordenó que llevaran a Castelnou a su
presencia.
—Ya no puedo más, pues estoy muerto; mira la
herida. Pero recuerda lo que te dije semanas atrás, hermano Jaime.
Cuando veas que todo está perdido, embarca el tesoro en una galera
y ponlo a salvo en Chipre. Quien sea elegido mi sucesor como
maestre ya sabrá lo que hay que hacer. Ese tesoro es la garantía de
la supervivencia de la Orden. No lo olvides.
—Pero, ¿por qué yo? —hermano maestre.
—A su tiempo, ya lo sabrás a su debido
tiempo.
Poco después, Guillermo de Beaujeu, vigésimo
primer maestre de la Orden del Temple, expiró.