CAPÍTULO XI
Al día siguiente Roger de Flor anunció que
viajaría hasta la ciudad de Adrianópolis para entrevistarse con el
príncipe Miguel. Esta ciudad, la puerta trasera de Constantinopla,
está ubicada a cuatro jornadas de camino al norte de Gallípolis. El
hijo del halconero eligió para acompañarlo a una escolta de
trescientos caballeros y mil almogávares de a pie.
Cuando le comunicaron a Jaime de Castelnou
que él dirigiría uno de los destacamentos de caballería, el
templario organizó a sus hombres, pero le extrañó el escaso número
de efectivos que Roger iba a llevar consigo.
En Adrianópolis, Miguel Paleólogo ya tenía
preparada la celada. En cuanto recibió la confirmación de que Flor
asistiría a la entrevista, hizo llamar a un capitán de nombre
Girgon que comandaba un regimiento de alanos, y a otro llamado
Melich, jefe de una partida de soldados turcopoles, los mismos que
la Orden del Temple había empleado en las guerras de Tierra Santa
como tropas auxiliares de caballería ligera. Cuando los mil
trescientos almogávares llegaron a Adrianópolis, los aguardaban
emboscados ocho mil mercenarios alanos y turcopoles.
—No parece una trampa —comentó Martín de
Rocafort al presentarse ante los muros de Adrianópolis cabalgando
al lado de Castelnou en las primeras líneas de la comitiva
almogávar.
La ciudad estaba tranquila, la gente acudía
al mercado y trabajaba en los campos de los alrededores con
aparente normalidad.
—Ya veremos; las mejores trampas no se
detectan hasta que no caes en ellas —dijo Castelnou.
La comitiva almogávar acampó cerca de las
murallas de la ciudad y Roger de Flor envió una delegación para que
anunciara al príncipe Miguel que ya estaba allí. La respuesta del
príncipe fue inmediata: elogió a Flor y le envió un cofre con ricas
joyas, una bolsa con monedas de oro y varias tinajas de vino dulce
de Malvasía.
Durante tres días dejó que Roger de Flor
fuera confiándose, y al fin lo invitó a comer a su palacio.
Castelnou advirtió a Roger que acudiera con una guardia armada, a
lo que el príncipe accedió.
Por fin, una semana después de varios
banquetes sin el menor incidente y con una cierta armonía en cada
una de las comidas, Roger de Flor acudió a uno más con doscientos
de sus hombres. Aquel día el vino corrió con profusión y algunas
jóvenes muy sensuales se encargaron de distraer a varios de los
almogávares atrayéndolos a dependencias del castillo con la promesa
de una tarde de amor. Jaime rechazó la insinuante invitación de una
hermosa joven morena de cabello negro y brillante que le recordó a
aquella esclava de El Cairo; sus votos de castidad eran para él
impedimento suficiente como para tan siquiera mirar a una
mujer.
Ya se habían servido varios platos cuando el
príncipe Miguel se levantó y pidió que escanciaran más vino
mientras unos criados recogían la vajilla y otros ofrecían bandejas
llenas de confituras y pastelitos de miel. Un sirviente le llenó la
copa con un delicado caldo dulce de malvasía y el heredero del
Imperio la alzó brindando por la eterna e indestructible amistad
entre almogávares y bizantinos.
—Y ahora, una gran sorpresa —anunció el
príncipe dando dos sonoras palmadas.
Los almogávares se miraron confundidos al
ver a Miguel desplazarse hacia la puerta principal de la sala de
banquetes.
—Es una trampa —le bisbisó Castelnou a
Rocafort; ambos capitanes comían en una de las mesas
laterales.
—¡La sorpresa, señores!
El príncipe abrió la puerta con sus propias
manos y salió raudo a la vez que, espada en guardia, decenas de
alanos entraron en tropel cargando contra los confiados y ebrios
almogávares, la mayoría de los cuales había dejado sus armas en una
alacena junto a la puerta.
—¡Coged los cuchillos, coged los cuchillos!
—gritó Castelnou señalando las mesas.
Pero encima de aquellas mesas no había ni un
solo cuchillo; con extraordinaria habilidad, los criados los habían
retirado antes de servir las bandejas con los dulces.
—¡Se los han llevado, esos malditos se los
han llevado! —gritó desesperado Rocafort.
Castelnou sacó de su bota una daga de palmo
y medio de longitud, pero era el único que había tenido la
precaución de esconder un arma entre sus ropas.
Entre la barahúnda que se formó en la sala,
Jaime pudo ver cómo varios alanos cubiertos con corazas de hierro y
portando hachas de combate y espadas cortas se dirigieron a por
Roger de Flor, quien intentó defenderse con la silla de madera en
la que se había sentado. Pero la resistencia del caudillo almogávar
fue en vano; tres fornidos alanos lo sujetaron por las manos y los
pies mientras un cuarto tiraba de su rubia cabellera hasta hacerle
apoyar la cabeza sobre la mesa. Girgon, el capitán alano mercenario
contratado por el príncipe, descargó entonces un certero golpe con
su hacha que cercenó el cuello de Flor.
Mientras tanto, los alanos fueron liquidando
a los indefensos almogávares, muchos de ellos tan borrachos que
apenas podían mantenerse en pie; sólo un grupo de cinco se defendía
con las sillas en un rincón de la sala; al frente de ellos estaba
Castelnou, que por el momento estaba consiguiendo mantener a raya a
varios alanos utilizando su daga. Ante los gritos de júbilo de
Girgon, que se subió encima de la mesa mostrando la cabeza de Roger
en su mano, los que acosaban al grupo de Castelnou detuvieron su
ataque por unos instantes para presenciar el triunfo de su
jefe.
—¡Ahora, coged esa mesa, protegeos con ella
y empujad hacia la puerta!
Los cinco almogávares, con Rocafort y
Castelnou en vanguardia, alzaron en vilo una de las mesas y
utilizándola como escudo empujaron hacia la puerta, en tanto Jaime
protegía uno de los lados amenazando con su daga a los
alanos.
En medio del caos consiguieron ganar la
puerta y salir de la sala; pero al comenzar a correr para llegar al
exterior del palacio, Rocafort fue alcanzado por un golpe en la
cabeza. Al oír el grito de su amigo, Castelnou se volvió y se
encontró de bruces con un enorme alano presto a descargar de nuevo
su enorme maza. El templario esquivó el golpe y contraatacó
clavando toda la hoja de acero de su daga en el hueco que se abría
entre dos placas de acero del costado de la coraza del gigante. En
el suelo, con el cráneo destrozado y sobre un gran charco de
sangre, yacía el capitán Martín de Rocafort. Jaime comprobó que
había muerto, apretó los puños y corrió cuanto pudo. Sólo cuatro
almogávares pudieron escapar de aquella matanza.
Se dirigieron al exterior de la ciudad hacia
el campamento, pero desde la distancia contemplaron cómo ardían las
tiendas. Los miles de alanos y de turcopoles ocultos en la ciudad
habían caído sobre los desprevenidos almogávares que se habían
quedado en el campamento y los habían masacrado.
—La venganza puede esperar. Ahora nada
hacemos aquí. Debemos regresar a Gallípolis, avisar a los demás y
defender a los nuestros.
Los tres supervivientes aceptaron la
propuesta de Castelnou, se ocultaron de los caminos y marcharon
hacia el sur.
Berenguer de Entenza, reconocido como nuevo
comandante de la Compañía, reunió en Gallípolis a todos los
capitanes. Allí se decidió vengar la traición y muerte de los
compañeros asesinados en Adrianópolis. La terrible ira de los
almogávares caería sobre todos los griegos.
La noche era tibia y la luna brillaba como
un círculo de plata. Castelnou la observó y pudo ver en el centro
la mancha oscura que una leyenda identificaba como la sombra de
Caín portando un haz de leña sobre la espalda, la imagen grabada en
la superficie lunar del castigo divino que Dios impuso al hombre
para que ganara el pan con el sudor de su frente.
El hombre al que había venido a matar ya
estaba muerto, pero si hubiera podido salvarlo, lo hubiera hecho.
Entonces comprendió que ya no tenía nada que hacer allí. Durante
más de dos años había vivido como un almogávar más, había matado a
varios hombres, habían muerto otros con los que había entablado
amistad y había roto varias veces sus votos como templario. Era
hora, pensó, de regresar al seno de la Orden. No tenía ningún otro
lugar a donde ir.