CAPÍTULO X

Roger de Flor se creía invencible. Al frente de sus fieros almogávares había derrotado en todas las ocasiones en que se había enfrentado con ellos a los turcos, a pesar de haber afrontado las batallas siendo sus tropas siempre inferiores en número.
Pero algunos cortesanos bizantinos estimaron que las cosas habían ido demasiado lejos. El caudillo de los almogávares era muy poderoso y podía ocurrir que en cualquier momento se sintiera con las fuerzas y la ambición necesarias como para proclamarse incluso emperador.
El príncipe Miguel, heredero del trono, tenía celos de Flor. Era un ser taimado y poco dado a actos heroicos, y en su corazón anidaba un odio profundo hacia el caudillo almogávar, de quien envidiaba su valor, su determinación y su espíritu aventurero. No soportaba que su padre el emperador lo comparara siempre con el caudillo almogávar, a quien citaba continuamente como ejemplo de valor y de fuerza, y que le hubiera concedido más títulos y honores que a él mismo. Algunos de sus consejeros, siempre prestos a urdir conjuras y conspiraciones, le propusieron que acabara con Flor. Al principio, el príncipe Miguel dudó; no se atrevía a enfrentarse con el almogávar, pero al fin concluyó que era la única manera de poner remedio a la agobiante presencia del hijo del halconero en el Imperio. Para ello tenía que preparar una trampa lo suficientemente hábil y creíble como para que un soldado tan experto y astuto como Roger acudiera hasta ella y cayera confiado.
Los agentes secretos del príncipe Miguel se pusieron de inmediato a preparar la celada. Miguel ya había sido proclamado heredero al trono de Bizancio, de modo que envió una carta a Roger invitándole a celebrar una reunión para tratar los asuntos de la guerra contra los turcos y para solucionar el pago de los salarios de los almogávares, que una vez más estaban bastante retrasados.
Roger dudó, pero cuando su esposa, la princesa María, le comunicó que estaba embarazada, supuso que ya no tenía nada que temer, pues no sólo había emparentado mediante ese matrimonio con la familia imperial sino que iba a tener un hijo cuyas venas contendrían parte de esa sangre. El hijo del halconero ordenó a su fiel Fernando Ahonés que se dirigiera a Constantinopla con cuatro galeras y que trasladara a la capital imperial a su joven esposa, en tanto él decidió ir al encuentro con el príncipe Miguel.
—Nos vamos a Adrianópolis —anunció Roger de Flor a sus capitanes, entre los que ya se encontraba Jaime de Castelnou—. El príncipe Miguel quiere hablar conmigo, y además asegura que dispone del dinero para pagar los atrasos que se nos deben.
—Yo desconfiaría; puede ser una trampa.
Los capitanes se volvieron atónitos hacia Castelnou, que era quien había pronunciado estas palabras.
Roger de Flor se acercó hasta el templario y le preguntó:
—¿En qué te basas para afirmar eso?
—Los bizantinos son gente taimada. Están arrepentidos por habernos entregado la defensa de su maltrecho Imperio y ahora desean librarse de nosotros. Yo creo que no deberías acudir a esa cita, o en su caso solicitar garantías fiables.
—Yo también dudé, pero estoy casado con la prima del príncipe y pronto seré padre de su sobrino. ¿No te parece suficiente garantía?
—Todo lo contrario. Tu hijo portará sangre imperial en sus venas, y por ello puede convertirse en un candidato al trono cuando tenga la edad para ello, es decir, en un rival para el príncipe Miguel y para su descendencia. Ahora sí eres realmente un adversario. Ten cuidado.
Roger de Flor se quedó pensativo. Tras unos instantes de silencio, Ramón de Alquer, un caballero de Castellón de Ampurias, habló.
—Mi señor, si no aceptas esa amable invitación, el príncipe Miguel considerará tu actitud un desaire, o incluso un desprecio. Este invierno apenas hemos recibido suministros y dinero del Imperio, y nuestras despensas y nuestras bolsas están casi vacías. Te ofrecen la entrega del dinero que nos deben; creo que deberías ir. Necesitamos ese dinero. La mayoría de los capitanes asintieron. Jaime de Castelnou no se atrevió a intervenir de nuevo, pues Ramón de Alquer era originario del condado de Ampurias y si le contradecía tal vez intentara averiguar quién era en realidad.
El templario calló. Cuando acabó aquella reunión, Jaime de Castelnou se acercó a la orilla del mar de Mármara, frente al estrecho de los Dardanelos. Sentado sobre una piedra pulida durante siglos por la brisa y la lluvia, contempló el cielo anaranjado del atardecer invernal y el sol rojo y enorme ocultándose tras una capa de espumosas nubes amarillas. Un millar de dudas se amontonaban en su cabeza. Tras más de dos años enrolado en la Compañía de los almogávares no había ejecutado su plan de acabar con Roger de Flor o al menos de tratar de capturarlo. Y además, ya no sentía el menor rencor hacia aquel hombre al que hubiera matado con sus propias manos si hubiera podido atraparlo en el puerto de Acre tiempo atrás. Durante varios años la captura de Roger de Flor había sido una obsesión; en decenas de ocasiones había recordado y maldecido la figura burlona y desafiante del antiguo sargento templario sonriendo irónicamente sobre el castillo de proa de la galera El halcón. Una y otra vez le habían martilleado los oídos las últimas palabras que Flor le dijo cuando la enorme galera se separaba del muelle: «Nos veremos en el infierno». Y aún regresaban a su mente los rostros de las decenas de cristianos que suplicaban angustiados al hijo del halconero que les permitiera subir a bordo, rogando por sus vidas, y cómo éste se negaba a que lo hicieran quienes no podían pagar las abusivas cantidades de dinero o de joyas que les exigía por el pasaje a la salvación.
Castelnou había sido educado para obedecer, para actuar durante todo el resto de su vida como el soldado de Cristo que había jurado ser. Y no lo estaba haciendo. En más de una ocasión había tenido a Roger al alcance de su espada, pero en el último instante, en el decisivo de desenvainar el acero y hundirlo con todas sus fuerzas en el corazón del caudillo almogávar, alguna fuerza interior que no era capaz de controlar le había impedido ejecutar la orden que el maestre Molay le había dado en Chipre.
—Poniendo en orden tus ideas, ¿no es así?
Jaime se volvió al oír la voz conocida de Martín de Rocafort.
—No, sólo estaba contemplando el atardecer; es muy hermoso —mintió.
—Tus argumentos han sido convincentes, y tu actitud muy leal, pero la mayoría está a favor de que Roger acuda a entrevistarse con ese príncipe y regrese con nuestro dinero.
—Es una trampa, lo intuyo.
—¿Tan seguro estás?
—Sí. Así es como actúan algunas gentes por estas tierras. En Oriente rigen otros códigos de conducta, y la traición suele ser habitual.
—Bueno, en ese aspecto no se diferencian demasiado de nosotros, ¿no crees?
—Tal vez, pero por eso mismo deberíamos actuar con sumo cuidado.
—¿Y si fuera cierto que el príncipe Miguel dice la verdad? Si Roger no asistiera a ese encuentro sería tachado de desleal, o lo que es mucho peor, de cobarde.
—Yo preferiría definir esa actitud como prudente, así me lo enseñaron…
—¿Los templarios? —preguntó Rocafort ante la duda de Castelnou.
—Ya sabes que combatí a su lado en Hims.
—Creo que has hecho algo más que combatir a su lado.
—¿A qué te refieres?
—Desde que estás con nosotros sé que no has contado toda la verdad sobre tu oscuro pasado. Siempre te he dicho que ocultabas algo, y que no me importaba lo que fuera, pero ahora nuestro futuro está en juego. Dime quién eres.
—Ya lo sabes: Jaime de Ampurias, un caballero de fortuna que perdió a sus dos mejores amigos luchando contra los mamelucos y que sólo aspira a ver amanecer un nuevo día.
—Ramón Alquer nació en Castellón de Ampurias y dice que nunca ha oído hablar de un caballero que se llamara Jaime de Ampurias.
—El condado es grande.
—¿No serás un maldito espía bizantino?
—¿Acaso me ves así?
—¡Claro!, ¡seré estúpido!
Castelnou tensó sus músculos ante la exclamación de Rocafort, y al contemplar sus ojos supo que podía haber sido descubierto. Por un instante pensó en desenvainar su acero y acabar con Rocafort, al que ya había vencido con facilidad cuando pelearon en la playa de Corfú con espadas de madera, pero apreciaba demasiado a aquel hombre como para hacerle daño.
—¿Y bien?
—¡Eres un templario renegado! Por eso combates de esa manera, por eso conoces sus tácticas militares, por eso dijo Roger que había visto en alguna ocasión anterior tus ojos. Vaya, vaya…, bienvenido de nuevo.
—¿Guardarás mi secreto?
—Por supuesto, ¿a quién le interesa un renegado monje blanco?, porque tú eras caballero, ¿no?, de esos que usan el hábito y la capa blancos —dijo Rocafort.
—Nunca imaginé que pudieras identificarme, pero ahora que ya lo sabes creo que nuestra amistad sale reforzada.
—Así es, aunque debiste decírmelo desde el principio. Pero lo importante es que has aclarado mis dudas; ahora ya puedo confiar plenamente en ti.
Castelnou respiró aliviado, y dio gracias por no haber tenido que liquidar a Martín.