CAPÍTULO XVI
Al amanecer, cansados y derrotados, los
templarios se reunieron en la capilla de la Bóveda. Estaban todos,
salvo los que cumplían su turno de vigilancia en las murallas. El
mariscal se mostraba muy afectado, y el maestre, antes de dirigirse
a todos los hermanos, le habló al oído y pareció reconfortarlo con
un abrazo, y a continuación habló a todos los freires allí
congregados:
—Hermanos templarios, dieciocho de los
nuestros cayeron anoche luchando por Cristo y por la defensa de la
cristiandad. No estéis tristes, pues a estas horas estarán
disfrutando de la presencia de Dios en el Paraíso. Nuestro Salvador
ha querido que las cosas sucedieran de esta manera, tal vez porque
hemos sido demasiado orgullosos, y nos ha castigado pero se ha
llevado a su diestra a los mejores de nuestros hermanos. Los que
nos hemos quedado aquí, en la tierra, hemos de ser merecedores de
su bondad y su misericordia. El Salvador nos ha concedido una
segunda oportunidad para servirle. Hagámoslo con todas nuestras
fuerzas.
Dieciocho cabezas de caballeros templarios
fueron enviadas al sultán por su hijo. Un caballo las llevaba
colgadas de su cuello a modo de macabro collar. Entre los vítores
de los sitiadores, el caballo corrió paralelo al recinto murado de
Acre cargado con las cabezas cortadas de los caballeros cristianos.
Los templarios lo observaron en silencio y alguno de ellos apretó
los dientes con fuerza para no gritar de ira.
El maestre de los hospitalarios decidió por
su cuenta que tenía que emular la acción del Temple. Los
hospitalarios custodiaban el tramo de muralla cercano a la puerta
de San Antonio, entre la torre Nueva y el sector templario. Tras el
fracaso de la salida de los templarios, los hospitalarios
pretendían demostrar a sus grandes rivales cómo hacer bien las
cosas.
Unos pocos días después del fracaso del
ataque nocturno de los templarios, el maestre del Hospital decidió
llevar a cabo una salida similar. Se realizaría de noche, desde la
puerta de San Antonio, y su objetivo sería la otra gran catapulta,
la Furiosa, que estaba causando estragos en
el sector central de la muralla.
Doscientos hospitalarios aguardaban dentro
de la puerta el momento de atacar. Sus mantos rojos se camuflaban
en la oscuridad de la noche. El maestre dio la orden, la puerta se
abrió y los caballeros hospitalarios cargaron contra las líneas de
los mamelucos. Pero en esta segunda ocasión los egipcios estaban
prevenidos. Sus generales habían organizado un sistema de guardia
permanente, de modo que durante la noche las puertas de la ciudad
eran vigiladas de manera constante por si los sitiados tenían la
tentación de realizar una segunda salida, pese al fracaso de la
primera.
En cuanto percibieron que los primeros
caballeros hospitalarios salían al galope desde la puerta de San
Antonio, se encendieron antorchas y hogueras previamente
preparadas, y al darse la voz de alarma, decenas de arqueros que
hacían la guardia armaron sus arcos y dispararon contra los
caballeros, que a la luz de los fuegos y desaparecido el factor
sorpresa fueron presa fácil para sus saetas.
Los primeros caballos cayeron al suelo
atravesados por la lluvia de flechas, y el maestre del Hospital no
tuvo más remedio que interrumpir el ataque y ordenar el repliegue
hacia la ciudad. La noche se llenó de canciones de victoria que
provenían del campamento mameluco ubicado frente a la puerta de San
Antonio y de lamentos entre los cristianos.
Aquella noche Jaime de Castelnou hacía
guardia en la torre de San Lázaro. En el silencio de la madrugada
había podido oír lejanos sonidos y el resplandor de las hogueras,
por lo que despertó a todos los hombres a su cargo y ordenó que
estuvieran prevenidos ante un posible ataque. Guillem de Perelló,
que dormía en ese momento, se despertó y acudió ante su
compañero.
—¿Qué ocurre?, ¿por qué has despertado a los
hombres?
—He oído gritos procedentes del sector
central, y de repente se han encendido varios fuegos.
Jaime señaló hacia el sureste, donde por
encima de los muros todavía podían atisbarse los resplandores de
las fogatas. Guillem miró al frente y vio que en esa zona el
campamento mameluco estaba tranquilo.
Pasaron toda la noche en vela, aguardando un
ataque inminente que no se produjo. Al amanecer, las catapultas
volvieron a lanzar sus proyectiles sobre los muros. Fue entonces
cuando se enteraron de lo ocurrido la noche anterior.
—¿Para qué lo han hecho? —demandó
Jaime.
—Para demostrar que saben hacer las cosas
mejor que nosotros, o para ofrecer una prueba de su valor. Desde
que se fundaron hace casi dos siglos, nuestras respectivas órdenes
han sido rivales. Templarios y hospitalarios jamás hemos
congeniado, y en ocasiones incluso hemos peleado entre nosotros. A
pesar de que nuestra regla nos ordena que acudamos a reunimos bajo
el estandarte del Hospital en caso de que el nuestro sea abatido,
la verdad es que nunca hemos congeniado. Hemos competido por ser
los primeros en la defensa de los Santos Lugares y ésa ha sido una
de las causas de nuestra enemistad. Desde el principio ambas
órdenes se vieron como rivales y no como aliadas. En el campo de
batalla contra los sarracenos siempre peleamos al margen de las
necesidades del combate, cada una por su lado, y así es como hemos
perdido eficacia.
»En Roma ya se han oído algunas voces que
piden la fusión del Temple y el Hospital en una única y gran orden,
pero creo que esa idea jamás se llevará a cabo; son demasiados años
de diferencias, de enfrentamientos y de recelos mutuos.
Guillem de Perelló trataba de explicar a
Jaime la causa por la cual los hospitalarios se habían lanzado la
noche anterior a un ataque suicida.
—¿Crees que esa fusión sería beneficiosa?
—le preguntó Jaime.
—¿Para quién?
—Para la Iglesia, para la cristiandad,
claro.
—No soy quien para opinar de eso. Yo soy,
como tú, un templario que me limito a cumplir cuanto me ordenan mis
superiores, y a observar la regla que he prometido seguir.
Jaime asintió y se limitó a contemplar los
ojos de su compañero. Guillem era un templario ejemplar; seguía a
rajatabla las órdenes de sus superiores, la regla del Temple era su
norma de conducta siempre y jamás había cometido una falta contra
la disciplina de la Orden. Su expediente estaba completamente
limpio, y ni una sola vez había sido reprendido, ni siquiera
levemente, por sus palabras, su conducta o sus actos.