CAPÍTULO V
El sonido metálico de la campana estalló en
sus tímpanos como una tralla. Apenas había cogido el primer sueño y
ya le estaban conminando a levantarse.
—Vamos, hermano, ponte las botas, cúbrete
con el capote y síguenos. Han tocado a maitines, y debemos acudir a
la capilla a rezar.
—Pero si acabamos de acostarnos —repuso
Jaime.
—No protestes, no dudes, no pienses;
simplemente obedece y haz lo mismo que los demás hermanos.
Los freires salieron del dormitorio y
acudieron a la capilla, donde el capellán dirigió el primero de los
oficios religiosos del día. Después se encaminaron a los establos,
donde cada uno de los caballeros y sargentos inspeccionaron sus
monturas y su equipo militar con ayuda de los criados.
—Y ahora a continuar durmiendo. Y procura
hacerlo enseguida, porque a la hora prima sonará de nuevo la
campana y regresaremos a la capilla para el segundo oficio
religioso —le anunció Sa Guardia.
Y así fue. Cantaba el gallo cuando volvieron
a levantarse, y ahora, vestidos ya por completo, asistieron en la
capilla a la oración de la hora prima. Y así ocurriría cada día
hasta siete veces: maitines, en plena madrugada, a la hora prima,
cuando canta el gallo y apenas comienza a clarear el horizonte, a
la hora tercia, mediada la mañana, a la hora sexta, justo a
mediodía, a la hora nona, mediada la tarde, en vísperas, al ocaso
del sol, y en completas, ya en plena noche, además de una oración
de acción de gracias tras la comida del mediodía y la cena.
Durante doce meses Jaime de Castelnou
cumplió la regla, memorizó el horario del convento, aprendió a
comportarse como un templario y obedeció cuanto se le ordenó. Poco
a poco su espíritu y su cuerpo se fueron adaptando a las normas que
regían la vida de los hermanos, y sus viejos recuerdos empezaron a
empañarse en su memoria.
En la etapa de novicio sólo cometió dos
faltas leves, por las que fue castigado a rezar tumbado sobre las
frías losas del suelo durante un buen rato en una ocasión y a
permanecer de rodillas durante los oficios religiosos de todo un
día en la otra.
Raimundo Sa Guardia le fue explicando todos
los aspectos de la Orden que un novicio tenía que conocer: sus
obligaciones como futuro caballero templario, sus deberes para con
la cristiandad, su forma de actuar… Dedicaban parte de la mañana a
ello, mientras el resto del tiempo lo pasaban ejercitándose en la
lucha y preocupándose de mantener listos su equipo de combate y sus
caballos.
A los dos meses le asignaron una montura. Se
trataba de un caballo bayo, de gran alzada y pecho poderoso. Era un
animal formidable que parecía el más apropiado para realizar una
carga de caballería.
—Eres un luchador excelente —le dijo Sa
Guardia a Jaime al acabar una sesión de entrenamiento con la
espada—. ¿Quién te ha enseñado a manejar así las armas?
—El maestro de esgrima del conde de
Ampurias.
—Pues ha hecho un trabajo insuperable; no
creo que haya ningún caballero capaz de vencerte con la espada en
la mano.
—He practicado mucho; en el castillo, cuando
acababan las sesiones y los demás aprendices se marchaban a jugar,
yo seguía practicando una y otra vez.
—Pues sigamos.
Sa Guardia recogió las dos espadas de
madera, le entregó una a Jaime y se puso en posición de
combate.
—¿No estás cansado, hermano Raimundo? —le
preguntó Castelnou.
—He cumplido cuarenta años, no soy tan
viejo. Vamos, ataca en serio, o lo haré yo.
—¿Estás seguro?
Sa Guardia lanzó una estocada directa al
estómago de Jaime, que la evitó con una gran agilidad a la vez que
contraatacaba con fuerza el flanco derecho de su oponente. Durante
un buen rato, los dos adversarios se lanzaron golpes contundentes
que cada uno lograba detener para volver a cargar con fuerzas
renovadas. Las dos espadas de madera chocaban con tanta fuerza que
parecían a punto de quebrarse. Por fin, el joven ejecutó varios
mandobles consecutivos de manera tan poderosa y feroz que Sa
Guardia perdió el equilibrio y dejó su costado derecho
desprotegido; fue sólo un instante, pero suficiente para que Jaime
le colocara una certera y contundente estocada bajo las costillas
que dejó al templario sin respiración y le hizo hincar la
rodilla.
—For-mi-da-ble —se limitó a balbucear a
duras penas Raimundo, mientras se incorporaba e intentaba recuperar
el resuello—. Serás una gran ayuda en Ultramar. Tu período de
prueba está a punto de terminar. El comendador ha resuelto
presentar en unas pocas semanas tu candidatura en el Capítulo de la
encomienda para que los hermanos te otorguen su conformidad y
puedas ser investido como caballero del Temple.
—Entonces, ¿he pasado el examen?
—No vayas tan deprisa, muchacho, lo único
que has superado es la primera fase, la más sencilla; ahora deben
someterte a encuesta los miembros del Capítulo, y te aseguro que no
es fácil convencerlos de que se reúnen todas las condiciones para
ser un hermano más. Y recuerda lo que te dije: en el Temple sólo
profesan los elegidos de Dios.