CAPÍTULO V
Los rumores sobre los templarios eran cada
vez más escandalosos. Nogaret había recopilado todo un listado de
cargos contra los caballeros de Cristo y para asentar su denuncia
estaba recabando información contraria a la Orden. Sus agentes
localizaban a caballeros y sargentos que habían sido expulsados del
Temple para que a cambio de dinero ratificaran todas las
acusaciones.
A mediados del verano de 1307 Jaime de
Castelnou había recabado suficiente información como para estar
seguro de las intenciones de Nogaret y de su rey. A principios de
agosto se presentó ante el consejero real para decirle que tenía
que regresar a Aragón.
—Hace ya varias semanas que intento alcanzar
un acuerdo con vos, pero me dais largas y más largas. Mi señor don
Jaime me requiere; debo volver a Barcelona, y lamento hacerlo sin
ningún resultado positivo para nuestros reinos —dijo
Castelnou.
—Lo siento, embajador, pero el reino de
Francia está preocupado por asuntos más urgentes. ¿Necesitáis un
salvoconducto?
—No estaría de más.
—El vicecanciller os lo expedirá; con él no
tendréis ningún problema para llegar hasta los dominios del rey de
Aragón.
Los dos hombres se saludaron con frialdad.
Por un momento Castelnou pensó en que no hubiera estado de más
liquidar allí mismo a ese tipo, pero se contuvo, aunque en aquel
momento supo que más adelante tal vez se arrepintiera de no haberlo
hecho.
Se despidió de La Torre de Plata y pagó la
cuenta, que ascendió a una buena suma; después paseó por las calles
de París hasta que comenzó a anochecer, y con las últimas luces del
día se dirigió hacia el Temple, deteniéndose en cada esquina y
comprobando bien que no lo seguía nadie.
∗ ∗ ∗
Jacques de Molay acababa de cenar y
aguardaba a Jaime de Castelnou en la sala capitular del convento
parisino. El maestre saludó al templario y le ofreció un poco de
vino.
—Me alegro de que no hayas sufrido ningún
contratiempo. Temí que ese Nogaret pudiera descubrirte.
—En el Temple me han enseñado a superar este
tipo de situaciones.
—¿No has podido averiguar nada más?
—No; por más que lo intenté, lo único que
pude sacar de Nogaret es que odia al Temple y que, si pudiera,
acabaría con nosotros. Los rumores de los delitos que los agentes
de Nogaret nos atribuyen se conocen en todo París y he decirte,
hermano maestre, que la mayoría de la gente los cree.
—Tenemos que informar al papa de todo esto;
él nos dará protección y desmentirá tan falsas acusaciones.
—Yo no haría eso.
—¿Por qué?
—Clemente V está al servicio de los
intereses de Francia; no se puede confiar en él.
—El papa es el vicario de Cristo en la
Tierra y su elección está inspirada directamente por el Espíritu
Santo; es la única autoridad a la que los templarios debemos
obediencia. Si negamos esa realidad, rechazamos todo aquello en lo
que se sostiene nuestra fe.
—Pero el papa ha obrado en beneficio de
Felipe el Hermoso, a quien le debe su tiara pontificia.
—Voy a pedirle a su santidad que abra una
investigación sobre esas acusaciones que nos atribuyen los rumores.
Así, todo el mundo verá que no tenemos nada que temer, ni ningún
delito que ocultar.
—Antes de eso deberíamos pactar con el papa
el resultado final de las pesquisas.
—No hay nada que temer, somos
inocentes.
—Conozco a más de un inocente que ha ardido
en la hoguera, hermano maestre.
—No digas eso, hermano Jaime, ni tan
siquiera lo insinúes, porque podrías ser acusado de herejía.
Castelnou calló. Aunque en la elección de
maestre había votado por Molay para evitar que saliera elegido el
candidato del rey de Francia, siempre le había parecido un hombre
pusilánime y poco inteligente.
—Ahora deberé ocultarme por algún tiempo en
el convento; si me reconocieran los agentes del rey, podríamos
tener dificultades.
—Claro, claro. Recupera el aspecto de un
templario, rápate la cabeza y deja crecer tu barba; y toma de nuevo
el hábito de caballero.
Al día siguiente Molay reunió al Capítulo de
los templarios de París. Su propuesta de escribir una carta al papa
para pedirle que iniciara una investigación sobre los rumores
contra el Temple fue aprobada por una amplísima mayoría. Castelnou
opinó que era perjudicial hacerlo, y le sorprendió que el joven
Hugo de Bon se mostrara tan entusiasta de la propuesta del
maestre.
∗ ∗ ∗
El papa Clemente V nunca había ido a Roma;
desde que fuera elegido sumo pontífice bajo la presión del rey
Felipe, viajaba de una ciudad a otra de Francia, siempre escoltado
por un pequeño ejército. Gracias a las riquezas de la Iglesia,
vivía en la opulencia, gastando con ligereza las enormes sumas de
dinero que le proporcionaban las cuantiosas rentas eclesiásticas.
El 24 de agosto de 1307, Clemente V accedió a la petición de los
templarios y anunció solemnemente que se incoaba el proceso para
averiguar si había algo de cierto en aquellas gravísimas
acusaciones que se difundían a través de rumores. Molay comunicó a
sus hermanos templarios el inicio de las pesquisas papales. En el
Temple todos estaban paralizados; nadie reaccionaba ante lo que
estaba pasando. Castelnou comprendió que el espíritu del Temple se
había esfumado. Desde que fueran derrotados en Acre, hacía
dieciséis años, las encomiendas de Europa no habían vuelto a enviar
caballeros armados a Tierra Santa. En Chipre sólo quedaban los
veteranos de las últimas batallas contra los sarracenos, la mayoría
viejos, cansados o inútiles para el combate, mientras que en las
encomiendas europeas los caballeros que profesaban en el Temple ya
no lo hacían para combatir por la cristiandad, sino para formar
parte de una elite señorial que controlaba tierras, rentas y
dinero. Los templarios de cada convento estaban más próximos a su
nación que a los intereses de la Orden, que se estaba convirtiendo
en un fantasma sin objetivos, sin ideales y sin horizontes. Entre
los templarios de uno y otro lado del Mediterráneo había muy pocas
cosas en común, y desde luego, entre ellas no estaban los ideales
que habían hecho posible la fundación de la Orden en Jerusalén dos
siglos atrás.
—Apenas resta nada de aquello en lo que yo
creí. En la encomienda de Mas Deu me enseñaron a defender a la
cristiandad, me convirtieron en un caballero de Cristo, y ahora
siento que aquellos ideales han sido borrados de la Orden
templaria. Soy un hombre ajeno a este tiempo. No me identifico con
lo que veo a mi alrededor; mis hermanos templarios de las
encomiendas de Europa sólo parecen preocupados por sus rentas, por
sus negocios y por su poder, los reyes de la cristiandad ya no
miran hacia el sepulcro del Señor, ya no ambicionan ganar Tierra
Santa, ya no desean la gloria para Dios sino alcanzar la suya
propia, los obispos y los abades viven en la opulencia, dilapidando
las rentas que pagan los campesinos, y el papa y sus cardenales
sólo atienden a sus instintos más banales, se alían con los
poderosos del mundo y dejan de lado a los pobres.
Castelnou lamentaba la situación del Temple
tras la hora de la cena, en el tiempo de receso, charlando en uno
de los claustros del convento de París con el joven Hugo de Bon. La
noche de principios de septiembre era cálida y corría una brisa
suave que acariciaba la piel como un guante de terciopelo.
—Siempre he admirado tu pundonor, hermano
Jaime, pero debes ser consciente de la mudanza de los tiempos. El
mundo está cambiando demasiado deprisa; ya no hay soldados
cristianos en Tierra Santa, y dudo que los monarcas cristianos
estén interesados en que los haya, nadie hace nada por amor de
Dios, sino por su beneficio propio, y además, hace ya algunos años
que las rentas de los poderosos disminuyen, las cosechas menguan y
el comercio ha dejado de proporcionar tan cuantiosos beneficios
como antaño.
—Nosotros somos la vanguardia del mundo
cristiano, el ariete de la cristiandad frente a la barbarie. Los
templarios hemos garantizado durante casi dos siglos la defensa de
la frontera del reino de Cristo en Oriente. ¿Sabes cuántos hermanos
he visto morir desde que lucho como templario?, cientos, tal vez
miles, y cada uno de ellos dio su vida por la Orden, por la
cristiandad y por Dios Nuestro Señor. ¿Y sabes qué pedía a cambio
de ese supremo sacrificio cada uno de ellos?, nada, absolutamente
nada. Los templarios hemos regado con nuestra sangre cada rincón de
Oriente, y ahora parecemos apestados a los que hay que
olvidar.
—Yo soy caballero templario, como tú, pero
no he vivido esa época; es probable que la Orden necesite algunos
cambios. Jerusalén no es el objetivo inmediato.
—Jerusalén sigue ahí. Ahora el sepulcro del
Señor está bajo gobierno sarraceno, el templo de Salomón se ha
convertido de nuevo en una mezquita donde se reza al falso dios de
los musulmanes y los peregrinos no tienen la seguridad de que sus
pasos los conduzcan hasta las sendas que pisó Jesucristo.
»Y el papa… Su santidad debería defender
nuestra Orden, de la que él es la máxima autoridad, por encima de
los intereses del rey de Francia, pero ahí tienes al papa Clemente
errando de un sitio para otro, más preocupado por agradar a Felipe
el Hermoso con cada una de sus decisiones que en ser el siervo de
los siervos de Dios que necesita la Iglesia.
—Esto que estás diciendo, hermano Jaime,
casi suena a herético. El papa es…
—Es un hombre, sólo un hombre.
—Pero su elección y su inspiración provienen
del Espíritu Santo.
—Tal vez, pero a veces da la impresión de
que el Espíritu Santo está ocupado en otras cosas, como si no le
interesaran demasiado los asuntos de este mundo.