CAPÍTULO VI
El único momento de asueto diario del que
disponían los hermanos del convento era poco antes de cenar; en ese
tiempo se permitía a los que así lo desearan charlar
distendidamente e incluso jugar a un par de juegos de tablero con
fichas. Era el instante en que se aprovechaba para comentar asuntos
más triviales, o para informar sobre las noticias que llegaban de
Ultramar, donde la situación de los cristianos se estaba tornando
enormemente delicada.
Aquella tarde, media docena de hermanos
departían con unas copas de vino rebajado con agua en la mano,
sobre lo que se empezaba a conocer de lo ocurrido en Tierra Santa.
Un hermano templario acababa de llegar de Ultramar malherido, le
habían amputado una pierna, y les contó la delicada situación.
Junto a él habían venido dos hermanos para recabar fondos y
reclutar nuevos soldados para reforzar la guardia templaría en San
Juan de Acre, la ciudad costera de Tierra Santa a donde se había
trasladado la sede central de la Orden tras la pérdida de Jerusalén
por la conquista llevada a cabo por el caudillo musulmán Saladino
cien años antes.
—Nuestra obra en Oriente se desmorona. Los
templarios somos los únicos que mantenemos el espíritu de la
cruzada que predicara dos siglos atrás el papa Urbano. Los señores
seglares han perdido el alma. Hace tres años el rey Enrique de
Chipre fue coronado en el transcurso de una ceremonia en la que se
celebraron festejos desproporcionados. Mientras nosotros peleábamos
por mantener las últimas ciudades que quedan a la cristiandad en
Tierra Santa, en la isla de Chipre se derrochaban dinero y recursos
en fiestas y torneos en los que caballeros disfrazados con los más
extravagantes trajes, confeccionados con las más caras telas de
Damasco y de Mosul, emulaban ser la encarnación de personajes como
Lancelot, Tristán o Palamedes; las mujeres vestían con sedas
carísimas importadas de la lejana China que costaban su peso en
oro, y jugaban a ser damas de la corte del rey Arturo rodeadas de
enanos, tullidos y seres deformes a fin de resaltar entre tanta
fealdad su belleza. Algunos caballeros, ebrios de vino dulce de
Samos, se disfrazaron de mujeres o de frailes, burlándose
abiertamente del orden divino de las cosas.
«Aquellos días de la coronación de Enrique
de Chipre se alteró toda razón y se conculcó la honestidad; esas
fiestas lujuriosas fueron sin duda el anuncio del fin de un tiempo.
Dios nos castigará por ello.
—¿Tan grave es la situación? —preguntó el
comendador, que por un día y para oír al hermano recién llegado de
Ultramar se había unido a la charla.
—Todo se derrumba. El rey de Chipre, que
también ostenta la corona de Jerusalén, acabados los fastos de su
coronación, pidió ayuda al papa. Nuestro maestre Guillermo de
Beaujeu me ha enviado para demandar vuestro auxilio. Nuestro
comandante sabe de vuestros desvelos por la Orden. Antes de llegar
aquí he visitado en el palacio real de Barcelona al rey don
Alfonso, que se ha comprometido a enviar cinco galeras equipadas
para colaborar en la defensa de San Juan de Acre; debéis hacer un
gran esfuerzo, os lo pide nuestro maestre. Si cae esa ciudad, ni un
solo cristiano volverá a poner los pies en la tierra donde
Jesucristo predicó nuestra fe y anunció la Buena Nueva.
El comendador frunció el ceño, cruzó las
manos sobre el pecho y dijo:
—Podemos enviar unos doscientos florines de
oro, es de cuanto disponemos en el tesoro de la casa, pero en lo
que a soldados se refiere…, sólo podríamos enviar media docena de
caballeros y unos diez sargentos; no podemos dejar este convento
totalmente desprotegido.
—Todo será bien recibido. Ahora nuestros
hermanos son más necesarios en Ultramar que aquí.
—Así será, pero ahora vayamos a cenar.
Mereces una buena comida, hermano.
∗ ∗ ∗
—La semana que viene serás investido como
caballero templario —le dijo Sa Guardia a Castelnou de regreso de
una cabalgada para probar una reata de nueve caballos que acababan
de recibir procedentes de una donación del conde de Bearn.
—¿Seguro?
—Claro. Esta misma mañana me lo ha
comunicado el comendador. Me ha demandado si estabas preparado, y
le he respondido que sí.
—¿Iré a Ultramar, verdad?
—De inmediato. Ya oíste al hermano que vino
de allí. Hacen faltan hombres valientes para defender Acre y las
pocas ciudades y castillos que todavía mantenemos. A mí me gustaría
ir, aunque, no sé…, tal vez estoy demasiado viejo.
—¿Viejo? Serías capaz de acabar tú solo con
una docena de infieles.
—Eso lo hice en otro tiempo, hace varios
años, cuando mis fuerzas y mis reflejos se mantenían intactos.
Ahora ya no es posible. ¿Recuerdas con qué facilidad me venciste la
última vez que pelamos en serio?
—No fue nada fácil, Raimundo, estaba agotado
y tuve que emplear mis últimas fuerzas en un ataque desesperado,
que por fortuna me dio resultado.
—Tal vez, pero yo no tuve reflejos para
proteger mi flanco de tu golpe decisivo; si hubiera sido un combate
real en pleno campo de batalla, ahora estaría muerto.
—¿Y tú, hermano Raimundo, vas a ir a
Ultramar? —insistió Jaime.
—Yo estuve quince años allá; sé cómo es
aquello y la dureza de cuerpo y de espíritu que hay que tener para
soportarlo. Desde que se fundó la Orden hace casi dos siglos, miles
de hermanos han muerto en defensa de la fe cristiana, de los
peregrinos y de los Santos Lugares. Yo fui herido en cuatro
ocasiones, y mis cicatrices son la prueba de que mi sangre ha
empapado la tierra de Ultramar, y volvería a dar hasta la última
gota si me dejaran ir allí. Pero la decisión ha sido tomada; mi
lugar ya no está ante Jerusalén, con la espada en la mano, sino
aquí, intentando buscar recursos para que la llama del Temple no se
apague para siempre.
»Pero no te preocupes, no estarás solo. Irá
contigo el hermano Guillem de Perelló y varios caballeros del
convento a los que ya conoces; los más jóvenes. Aquí sólo nos
quedaremos los viejos, los impedidos y los enfermos. Vosotros sois
probablemente los últimos templarios. En los años más recientes son
muy pocos los que se han acercado a la Orden para entregar su vida
al servicio de Cristo. Cuando yo profesé, hace ya más de veinte
años, nuestras casas estaban llenas de jóvenes ansiosos de empuñar
la espada en el nombre de Dios; y fíjate ahora. ¿Has visto el
dormitorio, o el comedor? Hay sitio para más de cien hermanos, pero
no llegamos a treinta entre caballeros y sargentos, y de ellos ni
siquiera la mitad están en condiciones de combatir. Sois la última,
la única esperanza de la cristiandad.