CAPÍTULO VIII
De regreso a Constantinopla, los almogávares
volvieron a los albergues que el emperador les había concedido en
el barrio de Blanquernas.
Una mañana, pocos días después de haber
regresado de la campaña en Anatolia, Jaime de Castelnou recibió la
visita de Rocafort. Su capitán le dijo que acababa de entrevistarse
con Roger de Flor y que el jefe de los almogávares deseaba dar la
enhorabuena personalmente al guerrero zurdo del que todos elogiaban
su valor y su destreza con la espada. Jaime sintió entonces renacer
su alma de templario; al fin podría estar cara a cara con el
traidor de Acre y tal vez tuviera una oportunidad para acabar con
él, pues pese a todo no había renunciado a ejecutar su
venganza.
—¿Qué desea de mí el megaduque? —preguntó
Castelnou.
—Conocerte mejor. Algunos de los nuestros,
bueno, yo también, le han hablado de ti. Somos varios capitanes los
que estimamos que posees dotes para el mando, que no te falta valor
y que conoces tácticas de estrategia en la batalla. Creo que Roger
quiere proponerte como capitán de uno de nuestros regimientos de
caballería.
—Llevo poco tiempo entre vosotros, no sé si
merezco…
—Claro que lo mereces; aunque sigo pensando
que ocultas algo, hasta ahora has demostrado plena fidelidad a la
Compañía. En la batalla de Filadelfia contra los turcos tu
comportamiento fue extraordinario. Jamás había visto combatir a
nadie con tu destreza y tú…, digamos frialdad. Nosotros luchamos
como fieras sanguinarias, nuestros rostros y nuestros ojos parecen
emitir por sí mismos un mensaje de muerte; miramos a nuestros
enemigos como perros rabiosos y gritamos como si nos hubieran
poseído mil demonios, pero tú…, tú eres frío como un carámbano de
hielo, te limitas a liquidar a cuantos enemigos se te ponen delante
con la misma naturalidad del artesano que trenza un cesto de mimbre
tras otro o del tejedor acostumbrado a pasar la lanzadera una y
otra vez entre la urdimbre del telar. Creo que en todo este tiempo
que te conozco jamás te he visto reír, ni llorar, ni emocionarte
por nada ni por nadie. Ni siquiera te he visto desear a una mujer;
y eso sólo les ocurre a los maricones, y evidentemente tú no lo
eres. No pareces albergar ningún sentimiento en tu corazón, pero sé
que hay algo en tu pasado que, aunque no lo manifiestes, te
atormenta. Bueno, al menos espero que seas un ser humano.
—Lo soy, no lo dudes.
—Pero basta de cháchara y vayamos a ver a
Roger de Flor; te está esperando.
—¿Puedo coger mis armas?
—Claro, un almogávar debe tenerlas siempre a
mano.
Castelnou se ajustó el cinturón de cuero del
que pendían la vaina y la espada y ocultó entre sus calzas, a la
altura de la pantorrilla, un pequeño y afilado cuchillo.
De camino hacia el palacete donde Roger de
Flor vivía con su joven esposa, la princesa imperial María Asanina,
intentó maquinar un plan. Había llegado a la conclusión de que
capturar al caudillo de los almogávares para conducirlo vivo ante
un tribunal del Temple para que lo juzgara por sus delitos contra
la Orden era imposible, de modo que decidió que él mismo sería el
ejecutor. En cuanto tuviera una oportunidad, saltaría sobre el hijo
del halconero y lo liquidaría, con su espada o con el cuchillo.
Sabía que Roger era un luchador bravísimo y que había sido formado
como sargento templario, pero confiaba en que la mezcla de su
habilidad con la espada y la sorpresa no darían la menor opción de
defenderse al traidor de Acre.
El palacete de Flor estaba protegido por una
guardia personal de cuarenta almogávares, que vigilaban cualquier
movimiento que se produjera en las inmediaciones. Rocafort y
Castelnou llegaron ante la puerta y se identificaron; los guardias
los dejaron pasar sin registrarlos siquiera. Atravesaron un patio
porticado con finas columnas de mármol verde y alcanzaron una
estancia suntuosa decorada con mosaicos de teselas doradas. En el
centro de la sala, debatiendo con media docena de capitanes
almogávares, estaba Roger de Flor.
Castelnou evaluó enseguida la situación; los
seis capitanes, más el propio Rocafort, estaban armados y no
dudarían en lanzarse contra él si atisbaban la menor intención de
que iba a atentar contra su caudillo. Roger de Flor portaba su
espada, pero no tenía sobre su cuerpo ningún equipo de defensa,
pues se vestía con una sencilla túnica hasta la rodilla y unas
calzas. Jaime pensó que no sería difícil desenvainar con rapidez la
espada y acertar con una certera estocada en el corazón del jefe
almogávar, pero después tendría que vérselas con siete capitanes,
hombres bregados en la pelea, a los cuales podría derrotar uno a
uno, pero jamás a los siete a la vez. Sólo tenía dos opciones:
matar a Roger de Flor y luego morir, o dejar pasar la ocasión en
espera de otra más propicia en la que al menos pudiera disponer de
una oportunidad para escapar. Roger de Flor se giró hacia Rocafort
y Castelnou, y al verlos acercarse los saludó.
—Bienvenidos, amigos. Vaya, de modo que tú
eres ese formidable luchador zurdo del que todos hablan. Sé que te
incorporaste a nosotros ya en Grecia, y que eres del condado de
Ampurias, buena y hermosa tierra, y que no careces ni de valor ni
de dotes para el mando. Necesitamos capitanes que sepan luchar y
capaces de dirigir a nuestros hombres. Rocafort te ha recomendado
para que seas nombrado capitán. ¿Aceptas?
Roger de Flor se dio entonces media vuelta
para coger una copa y una jarra de encima de una mesa con la
intención de servírsela a Jaime. Aquella era la oportunidad: el
general tenía las dos manos ocupadas con la copa y la jarra, los
capitanes estaban confiados saludando al recién llegado Rocafort y
nadie se interponía entre ellos dos. Bastaría con desenvainar la
espada con rapidez y lanzar una estocada directa al pecho
desprotegido de Flor para acabar con ese bastardo.
El caudillo almogávar extendió su brazo
ofreciéndole la copa a Jaime, y el templario la aceptó.
Castelnou dio un sorbo.
—Carezco de méritos para dirigir uno de
nuestros regimientos. —Jaime se extrañó al oírse a sí mismo
hablando con tanta naturalidad de «nuestros regimientos».
—Los que han combatido a tu lado no opinan
así.
—En ese caso, acepto.
—Una cosa más. Quiero que enseñes a nuestros
hombres a manejar la espada como sólo tú sabes.
—Esos hombres tienen poco que aprender;
jamás he visto a nadie pelear con su bravura y su determinación. No
necesitan nada más.
—El valor es importante, pero la técnica en
el combate también. Nos esperan tiempos de duras batallas, y para
vencer en ellas debemos estar perfectamente preparados, de modo que
te harás cargo de la instrucción en esgrima de nuestros
hombres.
»Pasaremos el invierno aquí, pero no podemos
permanecer ociosos. Hemos de seguir ejercitándonos para que ni
nuestros músculos ni nuestros sentidos se resientan por la
inactividad. La próxima primavera nos aguardan combates para los
que hemos de estar bien dispuestos.
»Y ahora, amigos, permitid que me retire, el
emperador Andrónico desea hablar conmigo; imagino que intentará
persuadirme para que admita una rebaja de nuestra paga. Los
capitanes emitieron casi al unísono un murmullo de
reprobación.
—Si no fuera por nosotros, los turcos ya
estarían a las puertas de Constantinopla y el trono de ese
emperador no valdría un besante —comentó uno de los capitanes,
llamado Fernando Ahonés.
—Es probable que así fuera, pero habrá que
convencer al emperador de ello.
»No os marchéis, he dejado ordenado que os
sirvan más vino y algo de comer.
—Lo haremos a tu salud —dijo Ahonés.
Antes de abandonar la estancia, Roger de
Flor se detuvo, giró sobre sus pasos y, como sin darle la menor
importancia, le dijo a Jaime:
—Sigo dándole vueltas a la cabeza para
recordar dónde he visto antes tus ojos.
Y Roger de Flor salió de la sala con pasos
firmes pero ligeros.
—Vaya, se acordaba de mí —dijo Jaime.
—Enhorabuena, capitán —le felicitó Martín de
Rocafort.
—Enhorabuena… —reiteró Fernando Ahonés,
alargando la palabra.
—…Jaime, Jaime de Ampurias. —Castelnou le
dio su nombre falso por el que lo conocían los almogávares.
—Si te parece, yo también asistiré a tus
clases de esgrima. He oído contar maravillas de tu manera de
manejar la espada —dijo Ahonés.
—Cuestión de práctica —asentó
Castelnou.
—¿Dónde aprendiste a luchar? —preguntó
Ahonés.
—En la corte del conde de Ampurias. Tuve un
maestro extraordinario, el mejor de la cristiandad. Luego mejoré
algunas fintas en Tierra Santa, combatiendo al lado de los mongoles
y de los armenios, de ellos aprendí ciertos trucos.
—Yo sólo he visto luchar así a unos
caballeros: los templarios —enfatizó Ahonés muy serio.
—Los conozco; también luché con ellos en
Hims, al lado de los mongoles y los armenios. Son buenos con la
espada, pero demasiado previsibles en su envite. Fían todo a la
contundencia de su carga de caballería, y no siempre resulta una
buena táctica.
Ahonés desenvainó su espada y apuntó con
ella hacia Castelnou.
—Veamos si eres tan bueno como se comenta
—le retó Ahonés.
—Aguarda, Fernando, estamos en casa de
nuestro jefe, y combatimos del mismo lado. ¿Qué pretendes?
—intervino Martín de Rocafort.
—Sólo cruzar unas fintas con el nuevo
capitán. Quiero comprobar si sabe pelear como todos comentan o si
su habilidad es tan sólo una leyenda.
—Yo ni deseo ni pretendo luchar contra uno
de los nuestros —dijo Castelnou.
—Vamos, será un mero ejercicio de esgrima
—insistió Ahonés.
La situación empezaba a ser demasiado tensa.
Castelnou escudriñó los rostros de los capitanes, que observaban
impacientes.
—Uno de los dos podría resultar herido —se
excusó Jaime.
—Procuraré que no sea así. Vamos, en guardia
—exigió Ahonés.
Castelnou desenvainó su espada con desgana.
Ambos contendientes se estudiaron erguidos uno frente al otro,
tensos como dos panteras dispuestas a lanzarse en un instante sobre
su oponente.
—¡Basta, es suficiente! —gritó Rocafort,
colocándose entre los dos adversarios.
—Sólo era un juego, amigo Martín, un simple
e inocente juego —dijo Ahonés mientras envainaba su espada.
—Pues deja ese juego para nuestros
enemigos.
Jaime también envainó la suya. Su rostro,
sereno e inexpresivo, contrastaba con la burla irónica que se
dibujaba en el de Ahonés.
Ya de regreso a sus casas, Rocafort previno
a Castelnou.
—Ten cuidado con Ahonés. Es un hombre
valiente y buen luchador, pero le pudre la envidia. Se cree el
mejor de todos nosotros y no admite que nadie pueda hacerle sombra
ante Roger. Se considera como el almogávar con más méritos para
sustituir a nuestro jefe si éste faltara alguna vez. Tiene el
título de almirante y está casado con una prima del emperador
Andrónico, y disfruta de la plena confianza de nuestro
caudillo.
—Me ha parecido un fanfarrón —dijo
Jaime.
—Lo es, pero también es peligroso. No te
acerques demasiado a él y procurar evitarlo en lo que puedas.