CAPÍTULO XV

A fines del verano unos mercaderes fieles al Temple llegaron a Nicosia con un nuevo mensaje del comendador de París. En él se decía que corrían por toda Francia rumores sobre las actividades heréticas de los templarios, y que ya se habían extendido a otras naciones de la cristiandad. Molay reunió al Capítulo de la Orden en Nicosia, ante el cual Castelnou fue el primero en hablar.
—Ya no se trata de unos comentarios aislados en una taberna de París pronunciados por un borracho. Los agentes del rey de Francia están calumniando a nuestra Orden por todas partes. Las acusaciones que se nos hacen son gravísimas; se nos tilda de altaneros y orgullosos, de acumular riquezas a costa de la pobreza de los demás cristianos, de practicar ritos secretos, y de Dios sabe cuántas falsedades más. Todas estas mentiras han calado al parecer entre las gentes sencillas, que han comenzado a mirar al Temple como a su gran enemigo. El rey de Francia está haciendo todo lo posible para poner a la cristiandad en nuestra contra —dijo Castelnou.
—¿Con qué motivo crees que lo hace, hermano Jaime? —demandó el maestre.
—Es evidente, hermano maestre, que ambiciona nuestras propiedades, nuestro tesoro, y no se detendrá hasta conseguirlos. Hemos sabido que a comienzos del mes de julio Felipe el Hermoso expulsó a los judíos de su reino, y lo hizo para apropiarse de la mayoría de sus bienes. ¿Sabéis, hermanos?, creo que con el Temple hará lo mismo.
—Los judíos asesinaron a Nuestro Salvador, nosotros los templarios somos sus soldados; existe una enorme diferencia entre ambos —intervino Molay.
—Para un hombre tan codicioso como el rey francés, no. En los judíos no ha visto unos enemigos de la fe cristiana, sino una fuente de ingresos para sus arcas; en nosotros no verá a los defensores de la religión cristiana, sino a los propietarios de unos bienes que ambiciona. El color y el valor de la plata y del oro de los judíos y de los templarios es el mismo. Lo que les ha ocurrido a los judíos no es sino el precedente de lo que nos pasará a nosotros si no reaccionamos —señaló Castelnou.
Entre los templarios asistentes al Capítulo se extendió un rumor que Molay acalló de inmediato.
—Silencio, hermanos. El papa Clemente acaba de enviar una misiva en la que nos cita en Poitiers a mí y al maestre del Hospital para mediados del mes de noviembre de este año. En la misma indica que es su deseo la fusión de nuestras dos órdenes en una sola, y nos pide que preparemos sendos informes sobre esta cuestión. Por tanto, partiré de inmediato hacia Francia; vendrán conmigo veinticinco caballeros, cincuenta sargentos, cien escuderos y doscientos sirvientes. Viajaremos con todo el boato posible. Hemos de mostrar en todas las tierras que atravesemos que el Temple sigue siendo poderoso y fuerte.

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—Se equivoca, el maestre se equivoca. Cuanta mayor sea la ostentación con la que aparezcamos ante la gente, mayor será su rencor hacia nosotros. Ese ha sido tal vez el principal error del Temple: vivir al margen de la gente cristiana a la que juramos defender. Hemos seguido la regla de San Benito desde nuestros orígenes, pero no nos dimos cuenta de los cambios que se produjeron en la cristiandad. Sólo los observó y supo entenderlos Francisco de Asís. —Jaime de Castelnou comentaba la resolución del maestre con Hugo de Bon una vez finalizada la sesión del Capítulo.
—¿Abogas por una Iglesia de los pobres, como los herejes Dulcino o Pedro el Ermitaño? Eso es una herejía —preguntó extrañado Bon.
—No, claro que no. Dios ha puesto en la tierra a cada hombre en su sitio, y el plan de Dios debe cumplirse, pero Su hijo Jesucristo nos ordenó practicar la caridad, aunque tal vez no le hayamos hecho demasiado caso.
—Nosotros damos de comer a muchos pobres en nuestra casa de París.
—Sí, es uno de los preceptos de la regla, pero fíjate, hermano, en las enormes riquezas que atesoran algunas abadías y catedrales.
—El Temple también dispone de un gran tesoro.
—Ya no es tan grande, te lo aseguro, pero sólo se emplea para mayor gloria de Cristo, para rescatar cautivos y para luchar en defensa de la cristiandad. Al profesar en la Orden juramos el voto de pobreza, junto con los de castidad y obediencia, pero el primero es el de pobreza. Cuando un hombre decide hacerse templario sabe que debe renunciar al mundo, a sus riquezas, al placer de las mujeres, a su propia voluntad. Sólo somos humildes siervos y pobres caballeros de Cristo y de su Iglesia… Así ha sido y así debería haber seguido siendo, pero nos hemos alejado demasiado de las cosas de este mundo.
—Estamos en él —alegó Hugo de Bon.
—Eres demasiado joven, hermano, y no has tenido, probablemente no la tengas nunca, oportunidad de luchar contra el enemigo común de todos los cristianos: el Islam. Hubo un tiempo ya lejano en el que los reyes de la cristiandad acudían a la llamada del papa y enviaban sus mejores tropas, o venían ellos mismos hasta Ultramar, henchidos sus pechos de amor a Cristo, dispuestos a derramar su sangre para recuperar primero y mantener después los Lugares Santos bajo dominio cristiano. Era un tiempo difícil pero hermoso en el que los hermanos templarios cabalgábamos bajo el estandarte blanco y negro, unidos por un mismo grito: Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloriam.
—¿Viviste aquellos tiempos?
—El final de los mismos. Cuando yo llegué a Tierra Santa tenía más o menos tu edad; de esto hace ya dieciséis años. Los mamelucos estaban a punto de asediar Acre y de expulsar a los cristianos de Tierra Santa. Luché sobre los muros de San Juan de Acre, y allí me hubiera gustado morir, al lado de mis hermanos, pero me encomendaron una misión: custodiar el tesoro del Temple y llevarlo hasta Chipre, y ¿sabes?, todavía no he podido averiguar por qué fui yo el elegido para sacar de allí nuestro tesoro.
—Me hubiera gustado estar en Acre.
—Fue terrible. Murieron miles de cristianos y centenares de hermanos templarios; los mamelucos estaban dispuestos a acabar con todos nosotros. La guerra en ese tiempo fue despiadada. En las batallas la sangre corría por el suelo como el agua de lluvia tras una tormenta. Yo he visto mezclarse la sangre con la tierra de tal manera que se formaba un barro que llegaba a teñirse de rojo.
»En la batalla de Hims se derramó tanta sangre que a su final no era posible distinguir los hábitos blancos de los templarios de los rojos de los hospitalarios. He visto tanta muerte…
—Aseguran por aquí que eres el mejor luchador del Temple.
Castelnou sonrió con un cierto deje de amargura.
—Tuve un gran maestro de esgrima y Dios me ha dado un brazo fuerte y un cuerpo ágil; si tengo algún mérito por ello, es porque así lo ha querido el Señor.
—¿Lucharías contra el rey de Francia?
—¿Por qué preguntas eso, hermano Hugo?
—Porque temo que no nos quedará otro remedio.
—No. Los templarios no debemos pelear contra otros cristianos, lo prohíbe nuestra regla.
—Pero ya lo hemos hecho en algunas ocasiones. Uno de los hermanos de este convento de Nicosia me contó hace unos días que no le importaría liquidar a unos cuantos hospitalarios.
—Bueno, se trata de una vieja rivalidad entre ambas órdenes, no le hagas demasiado caso. Además, existe ese plan del papa para que ambas se fusionen en una sola.
—Sí, ya lo sé, pero, por lo que he oído a los hermanos mayores, ningún templario parece dispuesto a que esa unión se produzca. Y el maestre ha dejado clara su postura de decir que no a la unión de las dos órdenes.
—Claro que no. El Temple se fundó hace casi doscientos años, y así debe seguir siendo. Y ahora vayamos a la capilla, es hora del rezo. Y no hables tanto; deberías saber que nuestra regla recomienda silencio, mucho silencio.