CAPÍTULO IV
Castelnou se dirigió a La Torre de Plata. En
efecto, tal como le había informado Villeneuve, era la mejor posada
de París. Estaba ubicada en la isla de la Cité, la más grande de
las dos que habían dado origen a la ciudad, en la que además se
levantaba la catedral de Nuestra Señora, cuyas torres blancas
recién terminadas se veían emerger sobre los grisáceos tejados
parisinos desde las ventanas del segundo piso. Allí alquiló una
habitación, en principio por una semana.
Antes de salir del convento, Jaime había
acordado con Hugo de Bon que se verían mediada la mañana cada dos
días en la plaza de Nuestra Señora, enfrente de la catedral, para
informarse mutuamente de sus pesquisas, y para que Bon mantuviera
al maestre al tanto de lo que averiguara.
Los dos templarios se saludaron con
discreción y se sentaron sobre unas piedras que los operarios del
taller de cantería de la catedral habían amontonado a un lado de la
plaza en espera de darles forma en el cobertizo de madera que
usaban para tallar las rocas de caliza. La catedral de Nuestra
Señora, el orgullo de París, estaba prácticamente acabada, pero en
algunas zonas todavía quedaba por rematar pequeños detalles que
estaban siendo ultimados por media docena de canteros.
—¿Qué tal ha ido todo, hermano Jaime? —le
preguntó Hugo de Bon.
—Mejor de lo esperado. El documento ha sido
cotejado y considerado auténtico. Felicita al hermano que lo
escribió, ha hecho un excelente trabajo. Me he entrevistado con un
vicecanciller llamado Antoine de Villeneuve, ¿lo conoces?
—No, jamás he oído ese nombre.
—Está al frente de una oficina en el
castillo-palacio real.
—En ese caso debe de ser alguien
importante.
—Le he pedido una entrevista con
Nogaret.
—¡Ese sí que es importante!
—Pero entre tanto, debo aguardar su llamada
en La Torre de Plata.
—¡Vaya!, tienes buen gusto, hermano, es la
posada más lujosa y cara de París. Un templario jamás debería
hospedarse en un lugar como ése.
—No me ha quedado más remedio. Por cierto,
necesitaré algo de dinero, con lo que me entregó el maestre ayer no
puedo pagar ni siquiera dos días de hospedaje en la Torre.
»Dile al maestre que las sospechas que
teníamos estaban bien fundadas. Villeneuve me confesó que el rey
Felipe está pensando en expropiar los bienes de la Orden.
—¡No puede ser!
—Sí, así es. Los agentes del rey,
seguramente aleccionados por Nogaret, llevan meses divulgando
rumores calumniosos contra nosotros, creo que la expulsión de los
judíos y la confiscación de sus bienes fue una especie de ensayo
general; si no me equivoco, los siguientes seremos los
templarios.
—¿Cómo os confió tantas cosas ese tal
Villeneuve en la primera entrevista?
—Bueno, secreto por secreto, yo le acababa
de decir que mis abuelos fueron judíos. Imagino que esa confesión
le despertó cierta confianza en mí.
»Por ahora, eso es todo. Nos veremos aquí
mismo dentro de dos días, y procura que no te sigan, hermano
Hugo.
—¿Sigo pareciendo un templario pese a este
disfraz?
Hugo de Bon iba vestido como un
criado.
—Tienes el porte de un caballero, porque
eres un caballero, pero en la vorágine de gente que deambula por
esta ciudad pasas desapercibido. Ten cuidado, hermano.
—Tú también.
Castelnou regresó a la posada; era la hora
del almuerzo y tenía apetito. La Torre de Plata era famosa por sus
exquisitos guisos de venado al vino y la pimienta y su sopa de
cebolla con queso, pero Castelnou se limitó a pedir unas costillas
de cerdo braseadas, una crema de puerros y zanahorias y una jarra
de vino.
Estaba acabando su comida cuando un
individuo de aspecto servil se le acercó sigiloso.
—¿Sois vos don Jaime de Ampurias?
—¿Quién lo pregunta?
—Don Guillermo de Nogaret.
—¡Vos sois Nogaret!
—No, por supuesto que no, tan sólo soy uno
de sus criados. Me envía el vicecanciller Villeneuve. Es urgente.
Desea veros enseguida.
∗ ∗ ∗
Castelnou salió de La Torre de Plata
siguiendo al criado, que lo condujo hasta una casona de piedra
cerca de la Santa Capilla; la luz de los primeros días del verano
parisino la iluminaba filtrando los rayos del sol a través de sus
enormes vidrieras multicolores.
Entraron en la casa a través de un amplio
portón y se dirigieron por una escalera al salón de la planta
superior. El criado llamó con los nudillos y entró seguido de
Jaime; el criado hizo una reverencia y salió cerrando la puerta
tras él. En la estancia había dos hombres. Uno de ellos era Antoine
de Villeneuve, el vicecanciller, que se acercó unos pasos para
saludar al templario. El otro estaba de espaldas a la puerta, y
miraba a través de una ventana de vidrio emplomado hacia el
exterior.
—Sed bienvenido, don Jaime; os presento a
don Guillermo de Nogaret, jurista y consejero real.
Nogaret se dio la vuelta y miró fijamente a
Castelnou. Sus ojos eran fríos y acuosos, como los de un buey, pero
rezumaban un brillo acerado en el que el templario atisbo un aire
de maldad.
—De modo que vos sois el embajador del rey
de Aragón.
—Jaime de Ampurias, para serviros.
—Me ha dicho Villeneuve que estáis muy
interesado en entrevistaros conmigo para hablar de un posible
tratado entre nuestros reinos, pero yo no soy el canciller, ese
tema debe quedar en manos del señor arzobispo de Narbona, que es
quien ocupa ese alto cargo —dijo Nogaret.
—En la corte de mi señor el rey don Jaime se
sabe que sois vos quien ejerce mayor influencia en su majestad el
rey Felipe de Francia, por eso deseamos cerrar un acuerdo con
vos.
—Si no me han informado mal —Nogaret miró de
soslayo a Villeneuve—, en la cabeza de vuestro rey anida la idea de
expulsar a los judíos, como hicimos en Francia el año pasado; bien,
pues echadlos y ya está, os aseguro que nadie moverá un dedo por
ellos.
—Sí, ése es un tema importante, pero hay
algo más. Don Jaime desea sellar un acuerdo perpetuo sobre Sicilia
y Nápoles. Mi señor está dispuesto a ceder los futuros derechos de
Francia al reino de Nápoles si se le garantiza a Aragón la posesión
de Sicilia.
—No es tan fácil, amigo embajador; no creo
que en esa transacción estuvieran de acuerdo el emperador y el
papa.
—Vamos, don Guillermo, sabéis bien que
Francia puede, digamos…, convencer al papa, mientras Aragón podría
hacer lo mismo con el emperador. Y además…, está ese asunto del
Temple.
Nogaret enarcó las cejas al oír esa
palabra.
—¿Qué queréis decir?
—Hasta la corte de Barcelona han llegado
rumores de que estáis impulsando una campaña para desacreditar esos
caballeros del demonio. En eso mismo también comedimos. Mi señor el
rey don Jaime anda buscando pruebas contra los templarios, pero no
ha encontrado nada para acusarlos de haber cometido delito de
herejía. Y por lo que nos han confiado, sabemos que vos estáis
haciendo lo mismo.
Nogaret se puso tenso.
—¿Qué sabéis de este asunto?
—Sólo rumores; los que se oyen todos los
días en las tabernas y posadas de París.
—¿Y creéis que son ciertos?
—¿Y por qué no? ¿Quién no ambicionaría
quedarse con los bienes del Temple?
—Cuidado con lo que decís, embajador, son
una orden religiosa de la Santa Madre Iglesia.
—Son un peligro para la Iglesia —afirmó
Castelnou.
—Han defendido Tierra Santa.
—Han pactado con los infieles y han cometido
muchos pecados, y vos lo sabéis.
Castelnou estaba tensionando la conversación
al máximo; quería dar la imagen de un hombre enemigo del Temple,
pero sabía que si se excedía en su sobreactuación, Nogaret, un
individuo muy astuto y hábil, sospecharía.
—¿Por qué me decís todo esto?
—Porque creo que sentís hacia ellos el mismo
odio que yo.
—Aclaraos, embajador.
—¿Puedo hablaros con plena confianza?
—preguntó Jaime.
—Hacedlo; Villeneuve es uno de mis más
fieles confidentes.
—Mi abuelo era uno de los «perfectos». Era
un gran hombre, y amaba a Dios, pero fue perseguido por ser un
cátaro, un hereje para la Iglesia. Los templarios fueron sus
ejecutores; ellos lo delataron y ellos ayudaron a acabar con casi
toda mi familia. Mi padre les juró odio eterno, y ahora soy yo
quien se lo profesa.
Al oír el relato de Jaime, Nogaret
palideció. Sin decir palabra, se dirigió hacia una silla y se sentó
apesadumbrado.
—Esos malditos… —bisbisó.
—Por lo que me han informado, también vos
tenéis alguna cuenta pendiente con ellos.
—¿Qué sabéis vos de eso? —preguntó Nogaret
un tanto alterado.
—Que vuestros padres murieron en la hoguera
condenados por herejes cátaros, como mi abuelo, y que los
templarios también fueron el brazo ejecutor de la sentencia
eclesiástica. Como podéis comprobar, nuestros corazones desean la
misma venganza y nuestras almas guardan el mismo odio hacia los
caballeros blancos.
Castelnou había llevado las cosas demasiado
lejos, pero ya no había marcha atrás; sólo existían dos
posibilidades, o Nogaret se tragaba el engaño y la trampa de Jaime
y le confiaba sus planes sobre los templarios, o recelaba de él,
averiguaba la verdad y lo ejecutaba.
El consejero real permaneció en silencio un
buen rato. Antoine de Villeneuve, que había asistido a aquella
conversación sin decir una sola palabra, miró a Castelnou y le hizo
una mueca de complicidad. Por fin, Nogaret se levantó, se acercó
hasta un paso de distancia del templario y le confesó:
—Voy a hacer todo lo posible para acabar con
esos caballeros del demonio.
—Me alegro; yo, en vuestro caso, haría lo
mismo, pero tened cuidado porque son muy poderosos.
—Los judíos, Sicilia y Nápoles, ahora el
Temple…, tenemos muchos puntos que discutir, señor embajador.
—Sobre los que espero que Aragón y Francia
lleguen a un buen acuerdo.
—Yo también lo deseo. Y ahora, si me lo
permitís, tengo que acudir a ver a su majestad.
Nogaret le dio la mano a Castelnou y salió
de la sala.
—Agradezco vuestra mediación para esta
entrevista, señor Villeneuve —le dijo Castelnou a Antoine.
—No tiene importancia, es mi trabajo. Y
además, vos me caéis bien.
∗ ∗ ∗
Jaime de Castelnou y Hugo de Bon se
encontraron, según el plan de citas previsto, frente a la catedral
de Nuestra Señora. Tras comprobar que no eran seguidos, los dos
templarios se dirigieron por separado hasta la orilla del río Sena
y se sentaron en una zona discreta.
—¿Has averiguado algo, hermano Jaime? —le
preguntó Bon.
—No demasiado. Nogaret trama algo, y desde
luego odia al Temple, pero no me ha avanzado nada sobre sus planes
—Jaime no se atrevió a confiarle todo lo que le había dicho
Nogaret, pues por un momento receló del joven Bon.
—Dicen que ese hombre es muy inteligente y
astuto, y muy difícil de engañar. Seguro que ha intentado
confundirte.
—No lo sé; cuando le confesé que conocía la
historia de sus padres pareció muy afectado, pero reaccionó
enseguida y mostró sin ambages su animosidad contra el Temple. Dile
al maestre que tome precauciones, tal vez debería poner en alerta a
todas la encomiendas.
—¿Crees que el rey será capaz de atacar al
Temple?
—Creo que no, pero sí es capaz de denunciar
a la Orden ante el papa. Los cargos que se nos atribuyen en los
rumores que Nogaret ha hecho circular por París son tan graves que
la Inquisición podría actuar contra nosotros y acusarnos de
herejía.
—¿Sin pruebas? —preguntó Bon.
—Estuve dos años en Roma y puedo asegurarte
que para la Iglesia no es necesaria prueba alguna para acusar e
incluso condenar a un hombre.