CAPÍTULO XII
El aire del condado de Ampurias le pareció
el más puro de cuantos había respirado en mucho tiempo. Habían
pasado demasiados años desde que los templarios lo enviaran a
Ultramar, pero no había olvidado el perfil de las montañas de su
tierra. Al entrar en el condado le vinieron a la memoria sus años
infantiles en la corte del conde, su educación como aspirante a
caballero y el día en el que dos templarios, los hermanos Raimundo
Sa Guardia y Guillem de Perelló, se lo llevaron consigo para
ingresar en el convento templario de Mas Deu, en el Languedoc, de
donde salió convertido en caballero, listo para combatir en Tierra
Santa.
El castillo de Castelnou se alzaba en lo
alto de la colina al pie de la cual, en la ladera meridional, se
recostaba una pequeña aldea de casas de paredes de mampostería y
tejados de paja y barro. Aquél había sido el feudo de su padre y
allí había sido engendrado, pero aquélla era la primera vez que sus
ojos veían esa fortaleza. Recordó entonces lo que el conde de
Ampurias le había contado sobre sus orígenes, el pasado cátaro de
sus abuelos y su ejecución en Montsegur, la pérdida de su padre en
la tempestad que hundió parte de la flota que el rey de Aragón
envió a la cruzada y la muerte de su madre en el momento del parto.
Mientras ascendía por el sendero que serpenteaba en la ladera
camino del castillo, toda su vida pasó por su cabeza, como si
apenas hubiera durado el tiempo de un suspiro.
En la puerta de la fortaleza hacía guardia
un soldado, que al ver acercarse a Jaime le cortó el paso.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
—Me gustaría conocer al señor de este
castillo —dijo con cierto aire de solemnidad, el que le habían
enseñado a mostrar en el Temple.
—¿Qué es lo que quieres?
—Sólo conocerlo.
—¿Te has vuelto loco? Vamos, vete por donde
has venido o tendré que darte una buena tunda.
—Mi nombre es Jaime de Castelnou; hubo un
tiempo en el que mi padre fue señor de esta fortaleza.
El soldado dudó por unos instantes.
—¿Jaime de Castelnou? No conozco a nadie con
ese nombre.
—Pregúntale a tu señor, seguro que él sí ha
oído hablar de mí.
—Mi señor no está en la fortaleza. Ha salido
muy temprano a cazar con su halcón. Tardará en volver.
—Puedo esperar.
—Tal vez no regrese hasta la caída de la
tarde.
—No tengo prisa.
El templario se sentó cerca de la puerta del
castillo. El día era fresco y limpio, y los campos verdosos
anunciaban que la primavera estaba próxima. Pasado el mediodía,
Jaime vio a lo lejos una pequeña comitiva que se acercaba al
castillo. La formaban seis caballeros que avanzaban ladera arriba.
Cuando llegaron a la altura de donde estaba sentado Jaime, éste se
levantó y preguntó por el señor de Castelnou.
—Busco al señor de Castelnou —dijo.
—¿Y quién lo busca? —preguntó uno de los
caballeros.
—Jaime…,Jaime de Castelnou.
Los seis caballeros, de cuyas sillas de
montar colgaban algunas perdices y faisanes y dos de los cuales
portaban sendos halcones sobre sus guanteletes, se miraron
asombrados.
—¿Tú…, vos sois Jaime de Castelnou?
—En efecto.
—Acompañadnos.
Los seis jinetes y Jaime entraron en el
castillo ante la mirada atónita del guardián de la puerta.
El que había hablado con Jaime saltó con
agilidad de su caballo, entregó las riendas a uno de sus compañeros
y se dirigió hacia el templario.
—Soy Guillem de Moncada, barón y señor de
Castelnou, vasallo del conde de Ampurias —se presentó.
—Jaime de Castelnou, hijo de Raimundo de
Castelnou, antiguo señor de este castillo.
—He oído hablar de vos, pero os hacía muerto
en algún lugar de Oriente.
—Pude sobrevivir.
—El conde me habló de vuestro padre, y de
vuestra hermosa madre. Los dos murieron tan jóvenes… Pero y vos,
¿qué os trae por aquí? ¿No habíais jurado la regla del
Temple?
—Así es, pero dejé el Temple hace algún
tiempo —Jaime mintió.
—Por lo que sé, jamás se deja de pertenecer
al Temple.
—Aquí tal vez, pero en Oriente las cosas son
distintas.
—¿Y qué buscáis?
—Un empleo.
—¿No tenéis nada?
—Cuando dejé el Temple puse mi espada al
servicio de don Roger de Flor; estuve con la Compañía durante
varios años, luchando contra los turcos en Bizancio, hasta que fue
asesinado Flor.
—¿Estabais allí? —preguntó Moneada muy
interesado.
—Sí; fui uno de los invitados al banquete
que nos ofreció el príncipe heredero al trono imperial de
Constantinopla. Conseguí escapar de aquella celada, pero no pude
ayudar a Roger de Flor.
—Debió de ser un gran soldado.
—En efecto, lo fue.
—Venid conmigo; comeremos y seguiremos
hablando.
El barón de Moneada ordenó a sus criados que
asaran carne y que sacaran de la bodega la mejor de las barricas de
vino; poco después, un cordero daba vueltas sobre el fuego en la
gran chimenea de la cocina del castillo.
Mientras servían la carne y el vino, el
barón le ofreció a Jaime que se incorporara a su mesnada.
—¿Queréis ser uno de mis caballeros? Sé que
os invistió como tal nuestro señor el conde, y por lo que he oído
de vos manejáis bien la espada. Vuestra experiencia nos será de
mucha utilidad, y además creo que será necesaria porque es probable
que el rey de Francia no se contente con las riquezas de los
templarios. Los condados del Rosellón y la Cerdaña siempre han sido
codiciados por los soberanos de París, que desearían ver sus
dominios ampliados hasta los Pirineos, y aún más acá si fuera
posible. Me habéis dicho que buscáis un empleo, bien, yo os ofrezco
formar parte de mis caballeros.
—Necesitaréis la autorización del conde de
Ampurias —supuso Jaime.
—No, no, no es necesario, aunque como
vasallo suyo que soy se lo comunicaré enseguida. Creo que estará
muy contento de que hayáis vuelto, sé que os crió como a un
hijo.
—¡Todavía vive!
—Está muy anciano y apenas sale de Perelada,
pero su cabeza sigue bien asentada; el rey don Jaime lo aprecia
mucho y de vez en cuando va a visitarlo.
—Me gustaría ir a verlo.
—Iremos en las próximas semanas. Entretanto,
os buscaré acomodo en la fortaleza. Dispondréis de un caballo, un
equipo militar y una renta, que será pequeña, pues esta baronía no
es nada rica…, como bien sabréis.
Jaime fue instalado en una pequeña salita en
un pabellón adosado al interior de la muralla del castillo. Buscó
un lugar donde esconder el Grial y, tras inspeccionar la pequeña
estancia, observó que en uno de los rincones había una laja de
piedra de dos palmos de longitud por uno de anchura, la mayor de
las que cubrían el suelo de la habitación. Cogió su cuchillo y la
levantó con cuidado, desprendiendo la capa de argamasa con la que
estaba adherida a las demás. Excavó en la tierra hasta hacer un
agujero lo suficientemente grande como para contener el Grial, lo
sacó de su bolsa y lo observó con cuidado. No estaba convencido de
que aquélla fuera la copa en la que Jesucristo celebrara la primera
eucaristía del rito cristiano, pero aquel objeto era lo único que
lo mantenía anclado al pasado, y tal vez la única esperanza que le
quedaba de volver a ser alguna vez un caballero templario.
Recordó entonces lo que le dijera el maestre
Molay sobre el futuro de aquel vaso, y el encargo de buscar el
lugar en el que debería ser depositado, el señalado en el poema del
templario alemán Von Eschenbach, el mismo que había identificado a
la Orden del Temple con la Orden del Grial.
Una semana después de aquel encuentro, el
barón de Moneada y Jaime de Castelnou firmaron un contrato de
vasallaje. El barón admitía como a uno de sus hombres al caballero
Jaime de Castelnou, y le otorgaba sustento, un caballo, espada,
lanza, escudo, cota de malla, casco y varios vestidos; a cambio,
Jaime de Castelnou prometía fidelidad y ayuda a su nuevo señor y se
comprometía a prestarle consejo y auxilio. El contrato se certificó
con la imposición de manos por parte del barón a su nuevo vasallo y
un beso entre ambos. Por fin, el barón le entregó un cinturón de
cuero, símbolo de la nobleza y la pureza del caballero.