CAPÍTULO XXX

La mañana era luminosa y tórrida. Jaime de Castelnou había dormido en su última noche en Jerusalén en uno de los salones de la ciudadela de David, y cumpliendo la regla se había levantado con sus hermanos para acudir a una sala habilitada como capilla para rezar las oraciones que la regla prescribía. Poco después de amanecer enjaezaron sus caballos, cargaron cuanto de valor pudieron acarrear encima y salieron por la puerta de David rumbo a la costa. En los días previos a la partida, Molay había enviado emisarios a todas las guarniciones templarias que habían sido distribuidas por varias fortalezas de Siria y Palestina para que con discreción abandonaran sus puestos y se dirigieran hacia Trípoli, el lugar convenido para la concentración de todos los caballeros.
Cuando todo estuvo dispuesto, el maestre dio la orden de partida. Los doscientos caballeros que un mes antes habían entrado en Jerusalén se marcharon formados en columna de a dos, con las lanzas enhiestas, los cascos relucientes y los corazones marchitos. Nadie se giró para ver por última vez la Ciudad Santa; sólo Castelnou lo hizo en una ocasión para contemplar la cúpula dorada de la mezquita de Omar, que destacaba brillante y luminosa entre el caserío blanquecino y ocre.
Durante varias semanas, las siete galeras recorrieron la costa, saqueando pueblos de pescadores y asaltando algunos castillos desde Tortosa hasta las bocas del Nilo; el botín conseguido fue escaso, y algunos dudaron de que hubiera siquiera merecido la pena aquella campaña. A mediados de otoño regresaron todas las galeras a la isla de Ruad, donde se mantenía la última guarnición templaria; allí se enteraron de que los armenios y los mongoles habían acordado continuar más adelante con la guerra contra los musulmanes.
Pero la cristiandad se había olvidado por completo de Tierra Santa; a los europeos, inmersos en problemas cada vez mayores, no les interesaban ni Jerusalén ni el Santo Sepulcro. Molay sabía que aquel esfuerzo era vano, pero ordenó que se mantuviera la posición templaria en la isla de Ruad, en la que destinó una guarnición de ciento veinte caballeros, medio millar de arqueros y otros tantos criados y sirvientes. Era la única manera de seguir afirmando que los templarios conservaban una posesión al menos en Tierra Santa.
El regreso a Chipre fue amargo. Castelnou lo hizo a bordo de la galera El viento del Temple, la última de las construidas a expensas de la Orden en los astilleros de Bari. Al avistar la costa de Limasol recordó la leyenda pagana del nacimiento de Venus, pero la belleza de las playas quedó agrisada por la tristeza del fracaso.
En los meses siguientes los templarios se dedicaron a escribir cartas a los monarcas de Occidente insistiendo en que todavía era posible recuperar el viejo espíritu de la cruzada, en que una gran coalición podría ganar definitivamente Jerusalén, en que se podía retomar la alianza con los mongoles y aplastar al Islam; pero todo aquel esfuerzo fue de nuevo en vano.
La respuesta a las demandas del Temple llegó desde Roma a través de un mallorquín llamado Ramón Llull. Considerado como uno de los hombres más sabios de su tiempo, Llull se presentó en Chipre con una propuesta inesperada. El maestre recibió al sabio de Mallorca en la casa del Temple en Nicosia; junto a él estaban varios caballeros, entre ellos Jaime de Castelnou y Ramón de Burdeos, cuyas relaciones de amistad se habían enfriado un poco tras la salida de Jerusalén.
—Su santidad —dijo Llull al maestre Molay— me ha encargado que os transmita su ferviente deseo de que templarios y hospitalarios os unáis en una sola orden; la situación de la Iglesia es muy grave, la cristiandad atraviesa malos momentos y por ello el papa considera que sería muy beneficioso para todos esa unión.
—Para nosotros, no —asentó el maestre.
—Imaginad, señor maestre, una sola orden, unida en un único fin, sin rivalidades inútiles, sin enfrentamientos ni competencias estériles, con los mismos objetivos en la espada y en el corazón. Sé bien que durante mucho tiempo el Hospital y el Temple han sido más rivales que colaboradores, pero esa época ya pasó. La mejor manera de continuar sirviendo a Cristo y a su Iglesia es a través de la unidad de acción, y ello pasa por la fusión de las dos órdenes.
—Templarios y hospitalarios no nos llevamos bien; nuestras relaciones han sido malas, tanto que en más de una ocasión nos hemos enfrentado incluso con las armas en la mano. La fusión de nuestras respectivas órdenes no resultaría; sería un fracaso. Es mejor dejar las cosas como están.
—Pero no siempre ha sido así; sé que en Acre combatisteis juntos en defensa de la ciudad, y que hermanos de las dos grandes órdenes de la Iglesia murieron luchando codo con codo en la misma posición. Ese precedente debe primar sobre cualquier otro.
—Fue un caso extremo; en condiciones normales, el Capítulo General del Temple jamás aceptará esa propuesta.
—Su santidad está convencido de que la unión mejorará extraordinariamente la eficacia de los soldados que combaten por Cristo.
—Tal vez, pero los templarios nos debemos a nuestro pasado y a nuestros hermanos muertos; no podemos traicionar su espíritu.
—Debéis obediencia al papa.
—Sí, así lo hemos jurado, pero el papa debe entender que nadie puede deshacer nuestros votos templarios, ni siquiera su santidad; y cuando profesamos aquí, juramos defender al Temple con nuestra propia vida. Renunciar a ello sería una traición.
—Creo que estáis exagerando las cosas.
—No, no lo hago; soy el maestre de esta orden, la más importante de la Iglesia, y soy el garante de que sobreviva a cualquier adversidad. Juré defenderla, protegerla y engrandecerla; no puedo renunciar a ese juramento. El Temple debe seguir siendo lo que es, y su maestre no puede desobedecer lo prescrito en nuestra regla. A ella me debo y no la deshonraré jamás.
Llull comprendió que la determinación de Molay era muy firme.
—Así pues, ¿no hay manera de convenceros?
—No, no se trata de convencerme a mí; yo sólo soy un instrumento en manos de Dios. Se trata de nuestro pasado, de nuestro espíritu. Vos, don Ramón, no sois templario, y por tanto no podéis ni siquiera imaginar qué significa portar este hábito blanco y esta cruz.
—Imaginé que diríais algo así. Su santidad ya me advirtió de la dificultad de esta misión, pero creí que podría convenceros.
—Supongo que los hospitalarios tampoco estarán de acuerdo con la unión que proponéis —dijo Molay.
—No, no lo están; ya he tenido oportunidad de hablar con su maestre y me ha dejado claro que de ninguna manera desea perder la personalidad propia de su orden.
Ramón Llull tenía más de sesenta años; su fama de intelectual y de hombre honesto era considerable en toda la cristiandad, y pese a ello no pudo doblegar la voluntad de los dos maestres, que no estaban dispuestos a aceptar su fusión.
El maestre del Temple encargó a Jaime de Castelnou que escoltara a Llull hasta Limasol, donde embarcaría de regreso a Roma. Poco antes de zarpar, el sabio mallorquín se sintió mal; pasó la noche en vela, vomitando y sumido en un delirio provocado por la fiebre. Un criado del Temple le dijo a Castelnou que el aspecto y los síntomas de Ramón Llull eran los de un hombre que había sido envenenado, y que los musulmanes le habían enseñado un remedio infalible para evitar la muerte; se trataba de colocar en contacto sobre la piel del envenenado, en una pulsera, un anillo o un collar, la piedra semipreciosa conocida como heliotropo, una variedad de ágata de color verde oscuro salpicada de motas rojizas. Le aseguró que era un eficaz talismán contra los venenos, y especialmente contra los de las serpientes.
El templario dudó; sabía que ese tipo de prácticas, aunque muy utilizadas, podían ser consideradas como heréticas por la Iglesia. Y todavía tuvo mayor prevención cuando el criado añadió que el heliotropo era un talismán tan poderoso que podía hacer invisible a su portador. Jaime estuvo a punto de denunciar al criado ante el comendador de Limasol para que lo condenara a pasar unos días en una celda, pero pensó que no había nada dañino en ello, de modo que se limitó a ordenar al criado que se olvidara de aquel asunto.
Llull mejoró pronto y pudo embarcar al fin.
De regreso a Nicosia, Jaime se sintió más vacío si cabe. Tierra Santa le parecía ahora un mundo tan lejano como un pesado sueño, y los sinuosos caminos de Chipre confusas sendas vacías que no conducían a ninguna parte. Fue entonces cuando comprendió que en verdad estaba solo.