CAPÍTULO IV

A la mañana siguiente se celebró en la galera capitana una reunión de jefes almogávares. Roger de Flor había recibido una invitación para entrevistarse con el emperador en el palacio de Blanquernas, ubicado en un extremo de la ciudad, al fondo del estuario del Cuerno de Oro. En esa entrevista se iba a fijar la misión para la que los almogávares habían sido contratados.
Rocafort, que asistió en su condición de capitán de una de las galeras, intervino para señalar que entre sus hombres había un formidable luchador con espada que además sabía griego, y recomendó su presencia en la comitiva. Roger de Flor se interesó por el nuevo almogávar y, tras oír el informe de Rocafort, se dio por satisfecho y autorizó su presencia ante el basileus bizantino.
De regreso a su nave, Rocafort le dijo a Castelnou que estuviera preparado para actuar como escolta, y tal vez como traductor de Roger de Flor en su entrevista con el emperador.
Jaime asintió, pero temió ser reconocido por el caudillo almogávar. Hasta ese momento había pasado inadvertido, y todos los hombres de su galera habían creído su historia, aunque era consciente de que Rocafort recelaba de su versión y que dudaba de la absoluta veracidad sobre su pasado.
Pero hasta entonces sólo había visto de lejos a Roger de Flor, y siempre entre varias personas. ¿Qué ocurriría si se encontraban frente a frente? ¿Reconocería Flor a Jaime y lo identificaría con aquel templario que en el muelle del puerto de Acre le había llamado ladrón y canalla?
Bueno, aunque fuera así, siempre podía alegar que él también había abjurado del Temple y que se había convertido en un proscrito de la Orden. Pero, ¿cómo explicar entonces las mentiras que había contado para ser admitido en la compañía? Podría decir que había ocultado su antigua condición de militancia en el Temple por vergüenza, o por temor a no ser admitido como un almogávar más dados sus precedentes. Al fin decidió entregarse a la suerte y esperar a que llegara el momento de verse cara a cara con Flor.
La comitiva de los almogávares estaba compuesta por veinte personas, entre las que se contaban Rocafort y Castelnou. Ambos fueron al encuentro de Roger de Flor, a quien el emperador le había concedido como residencia un palacete en la zona baja del barrio de Blanquernas.
—Este es Jaime de Ampurias, el soldado del que te he hablado. —Rocafort presentó ante Roger de Flor a Castelnou.
El caudillo almogávar lo miró fijamente y permaneció callado durante unos instantes.
—Yo he visto antes tus ojos —afirmó Flor.
—Claro, hace meses que está entre nosotros; en más de una ocasión te habrás cruzado con ellos —alegó Rocafort.
Jaime intentó mostrar absoluta serenidad ante la mirada metálica y azul de Flor; sus años en el Temple le ayudaron mucho a dominar sus sentimientos. Tenía enfrente, al alcance de su espada, al hombre al que había odiado durante años, al canalla que desprestigió y burló a la Orden del Temple robándole su mejor galera y aprovechándose de ella para hacer una gran fortuna extorsionando a las damas cristianas desesperadas por huir del asedio de los mamelucos en Acre. Por un momento pensó que sería muy fácil desenvainar su espada y ensartar con una certera estocada el corazón del hijo del halconero; así habría vengado la infamia y lavado el buen nombre del Temple, pero sabía que, si lo hacía, caería de inmediato abatido por los demás almogávares que rodeaban a Flor.
—No, yo te he visto antes, hace tiempo. No puedo recordar dónde, pero ya iré haciendo memoria.
—Debes confundirte con alguien parecido a mí, porque yo jamás te había visto hasta que me incorporé a la galera de Rocafort.
—Jaime de Ampurias, ¿así dices llamarte?
—En efecto, ése es mi nombre.
Flor se atusó la barba, rubia como su pelo aunque ya destacaban en ella bastantes canas.
—Tus modales parecen propios de un noble.
—Mi padre era un caballero, y me educaron para que yo también lo fuera; tal vez la guerra en Tierra Santa me haya hecho perder parte de esa educación.
—Bien. Lo importante es que seas leal a la Compañía; tu pasado no cuenta, al menos entre nosotros.
Jaime respiró aliviado. Había pasado la prueba…, ¿o no? Es probable, pensó, que Roger sí lo hubiera reconocido y se hubiera callado para descubrirlo más adelante. Flor sabía que la Orden del Temple hacía años que lo pretendía apresar por lo que hizo en Acre, y aunque los templarios se habían limitado a reclamarlo a sus señores de Aragón y de Sicilia, él nunca había dejado de estar en guardia ante una posible acción directa. Al fin y al cabo, había sido uno de ellos y conocía perfectamente la audacia de que eran capaces los caballeros de Cristo. Fuera como fuese, debería andarse con mucho cuidado.
La comitiva almogávar llegó ante las pesadas puertas de madera chapada con placas de hierro y claveteadas con enormes clavos de bronce del palacio imperial de Blanquernas, uno de los dos que el basileus poseía en Constantinopla. Un ujier los condujo hasta la sala de audiencias, donde poco después de que fueran convenientemente situados apareció el emperador Andrónico.
El basileus vestía una formidable túnica de seda púrpura orlada con una enorme y ancha banda de tela de hilo de oro engastado con piedras preciosas del tamaño de huevos de paloma, que ocupaba de arriba abajo el tercio central de la túnica, desde el pecho hasta los pies. Se cubría la cabeza con un bonete semiesférico, también de seda púrpura, decorado con varias filas de perlas y tres enormes esmeraldas. En su mano derecha portaba un bastón de madera negra rematado con una cruz de oro engastada con rubíes y en la izquierda una bola de plata. A su paso hasta el trono, media docena de pajes vestidos exactamente igual bandeaban sendos incensarios cuyo perfume llenó enseguida de un embriagador aroma toda la sala cubierta de mármoles rojos y verdes.
El ritual de aquel encuentro era como una ceremonia religiosa donde todo estaba minuciosamente previsto. Cada cortesano ocupaba el lugar exacto que le correspondía en rango y dignidad, cada movimiento estaba previsto y cada acción quedaba sometida al protocolo rígido y profuso de la corte imperial. El emperador constituía el centro del universo, y todo debía girar en torno a él, como si fuera su persona el eje de un ingenio en el que cualquier movimiento resultara imposible sin su consentimiento.
El basileus se sentó al fin en el trono y los almogávares fueron invitados a realizar un rito llamado la prokinesis: todo visitante recibido en audiencia por el emperador debía postrarse de rodillas ante su figura en señal de acatamiento de su sagrada majestad. Roger de Flor, tragando sin duda buena parte de su orgullo, así lo hizo, y tras él todos los capitanes de la compañía; al llegarle el turno a Jaime de Castelnou, el templario dudó un instante, pero al contemplar el rostro de Flor, también se arrodilló, algo que no había hecho ni ante el mismísimo ilkán de los mongoles.
Andrónico estaba angustiado ante los movimientos que acababan de realizar los otomanos en la frontera oriental del Imperio. Varios espías imperiales habían informado que los turcos estaban movilizando a sus hombres, tal vez preparando un ataque masivo a Bizancio. No había tiempo que perder y el basileus sorprendió a todos con su intervención.
—Os tenemos aquí como hijos y aliados. Nuestro deseo es que cumpláis el acuerdo con eficacia y prestéis con diligencia el servicio a que os habéis comprometido. Urge la defensa de las fronteras orientales del Imperio, y por ello hemos confiado en vosotros. Es nuestra intención que os encontréis a gusto entre nosotros, y que nuestras relaciones se asienten en la mutua comprensión y se basen en los principios de la sabiduría.
»Hoy mismo daremos la orden para que el secretario del tesoro adelante cuatro meses de paga a cada uno de vosotros, pero además os concedo a vos, Roger de Flor, a nuestra más amada sobrina, la delicada princesa María, de dieciséis años de edad, hija de nuestro aliado el rey de los búlgaros y de nuestra hermana Irene, en matrimonio, para que nuestro acuerdo se selle mediante la unión de nuestros linajes con los lazos indisolubles de la sangre.
»Y para que la dignidad imperial de la princesa María no sienta ningún menoscabo, tenemos a bien nombraros a vos, don Roger de Flor, megaduque del Imperio.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó Roger de Flor a Jaime.
—Te vas a sorprender: te ofrece la mano de una de sus sobrinas y un pomposo título imperial, megaduque del Imperio —le tradujo Castelnou.
—Bien; eso era lo pactado.
El que se sorprendió fue Castelnou. Estaba claro que antes de aquella entrevista el emperador y Roger de Flor habían acordado lo que en aquel acto solemne no hacía sino ratificarse. Jaime se sintió como un estúpido.