CAPÍTULO XXII

El Capítulo General extraordinario de la Orden del Temple había sido convocado por el mariscal Molay para el primer domingo de enero del año del Señor de 1294. A primera hora de la mañana, tras el rezo de la oración de prima, los caballeros formaron en dos filas y se dirigieron a la sala capitular del convento de Nicosia. Los templarios habían quedado destrozados tras el desastre de Acre y la pérdida de todas sus posesiones en Tierra Santa. Chipre se había convertido en el refugio de los que habían logrado escapar en las galeras que consiguieron zarpar de los últimos enclaves costeros, en algunos casos pocas horas antes de que fueran conquistados por los mamelucos.
Los templarios eran conscientes de que en esa ocasión se jugaban mucho. Quien fuera designado maestro en ese Capítulo tendría que poner en marcha un gigantesco plan para recuperar la moral perdida y además convencer a los reyes cristianos para organizar una nueva cruzada. Castelnou estaba desanimado. Había sido testigo de la caída de Acre y de cómo esperaron en vano durante meses una ayuda de la cristiandad europea que nunca llegó.
La elección del nuevo maestre se presumía disputada. Dos eran los candidatos que optaban al cargo más relevante de la Orden. De un lado Jacques de Molay, natural de la región del Franco Condado y mariscal templario, hombre taciturno pero considerado fiel al Temple y estricto cumplidor de la regla; y de otro Hugo de Peraud, tesorero de la encomienda de París, la más rica e influyente de Europa, y sobre todo fiel amigo del rey Felipe IV de Francia, quien había mostrado su apoyo a este candidato.
Los días previos a la elección, partidarios de uno y otro se habían enfrentado, incluso llegando a las manos en algunos casos, en discusiones sobre cuál de los dos candidatos era el más idóneo. Los defensores de Molay aseguraban que era un hombre de voluntad firme y de nervios de acero, justo lo que necesitaban en tan delicados momentos; sus detractores ponían en duda su capacidad para dirigir el Temple y sostenían que la amistad de Hugo de Peraud con el rey de Francia era garantía de que el monarca lo apoyaría a la hora de planear una nueva cruzada. La situación se hizo tan tensa que tuvo que intervenir como mediador el mismísimo maestre del Hospital, lo que jamás se había visto antes.
En la sala capitular la tensión era evidente. Los caballeros se miraban desconfiados; previamente se había llegado al acuerdo de que todos acudieran desarmados. El rey de Chipre y el maestre del Hospital habían recibido el encargo de mediar en caso de problemas y habían dispuesto sendas guardias en el convento de Nicosia.
Desde luego, los partidarios de Peraud desconfiaban del proceso, pues no en vano había sido dirigido por Molay, lo que le correspondía como mariscal y máxima autoridad de la Orden en ausencia o por fallecimiento del maestre. La importancia del cargo de maestre consistía en que era vitalicio y en que, tras ser elegido y tomado posesión del mismo, la persona que lo ostentaba lo hacía hasta la muerte.
Una vez dentro de la sala del Capítulo, el comendador del desaparecido reino de Jerusalén se puso en pie y se dirigió a los caballeros allí reunidos.
—Hermanos templarios: Hemos sido convocados aquí para solventar uno de los mayores retos que se han presentado en la historia de nuestra Orden. Como indica nuestra regla, me toca proponer a uno de nuestros hermanos como comendador de la elección; se nos recomienda que sea un hermano que hable todas las lenguas, amante de la paz y de la concordia y enemigo de la discrepancia; bien, propongo al joven hermano Jaime de Castelnou.
Cuando oyó su nombre, Jaime sintió como si le hubieran golpeado el corazón con un látigo. Aunque era uno de los miembros más jóvenes, todos conocían el valor y el arrojo que había mostrado en la defensa de Acre, en la custodia del tesoro y en el rescate de los caballeros atrapados en las fortalezas costeras de Tierra Santa. Y comoquiera que nadie discrepó, Castelnou fue elegido comendador de la elección.
Tuvo que elegir a su vez a un compañero, y lo hizo en la persona de un caballero que apenas hablaba pero cuya mirada transmitía serenidad y confianza; se llamaba Ainaud de Troyes y era natural de esta ciudad de la región de Champaña, la misma que había visto nacer al primero de los maestres de la Orden, el fundador Hugo de Payns.
—Bien —continuó el comendador del reino de Jerusalén—, ahora deberéis retiraros los dos y pasaréis todo el día y la noche meditando en silencio, sin hablaros salvo que tengáis algo que deciros con respecto a la elección. Nadie podrá molestaros, y si alguno de los hermanos osara interrumpir vuestra meditación quedará inhabilitado como elector.
Los dos templarios se retiraron a una salita adjunta a la capilla, en la que durante todo el día se celebrarían oraciones y misas en honor al Espíritu Santo, para pedirle que inspirara con su gracia a los electores de modo que designaran al mejor de los templarios como maestre.
—Ya conoces el procedimiento, hermano, tenemos que elegir a dos hermanos más —le dijo Castelnou a Troyes.
Y así era. Los dos primeros electores elegían a otros dos, estos cuatro a dos más, y así sucesivamente hasta llegar a doce, de los cuales ocho tenían que ser caballeros y cuatro sargentos, y además naturales de diversas naciones para impedir que una sola monopolizara el cargo. Los doce elegidos nombraban entonces a un decimotercero, que tenía que ser necesariamente un capellán de la Orden. Era un rito que recordaba la Ultima Cena de Jesús con sus doce apóstoles.
Elegidos los trece, se reunieron en la sala capitular a puerta cerrada y comenzó el debate para proponer un candidato a maestre.
—Os recuerdo, hermanos, que nuestras deliberaciones están sujetas a secreto, so pena de expulsión de la Orden. Se abre el plazo de presentación de candidatos.
—¿Alguien propone a un hermano para el cargo de maestre? —preguntó Castelnou. Ainaud de Troyes alzó la mano y con voz rotunda y serena dijo:
—Propongo al hermano Jacques de Molay.
—Y yo al hermano Hugo de Peraud —terció enseguida otro de los electores.
Unos y otros comenzaron entonces a defender argumentos en favor y en contra de los dos candidatos. La situación empezaba a complicarse. Por lo que Jaime pudo percibir, ocho de los electores estaban a favor de Molay y sólo cuatro de Peraud; él dudaba. Conocía a Jacques de Molay por su cargo de mariscal en Chipre, pero le parecía poco preparado para dirigir la Orden, y además carecía de la inteligencia necesaria, aunque era un hombre valeroso y de firmes creencias. De Hugo de Peraud sólo sabía que era muy amigo del rey de Francia y que su gestión al frente de las finanzas de la provincia templaría de Francia había dado extraordinarios resultados, pero recelaba de su voluntad para seguir manteniendo la guerra en Tierra Santa. Al fin, decidió decantarse por Molay.
En la primera votación el resultado fue de nueve a cuatro a favor de Molay. Los partidarios de Peraud insistieron en su candidato y propusieron que se retiraran los dos si no había unanimidad. Jaime, demostrando una enorme serenidad, aludió a la importancia de la elección y les recordó que si no se ponían de acuerdo debería comunicar al Capítulo que no había candidato y que deberían seguir reunidos a la espera de que la gracia del Espíritu Santo los iluminara.
—Molay ha obtenido una mayoría de votos; démosle nuestra confianza. A los hermanos que no le habéis votado os pido generosidad y comprensión.
Tras varias horas de debate, al fin los cuatro cedieron. Molay tenía el camino libre para ser nombrado nuevo maestre.
El Capítulo fue convocado para la hora sexta. Jaime entró en la sala y en voz alta proclamó que los trece hermanos reunidos en cónclave, y tras recibir la gracia del Espíritu Santo, proponían al hermano y caballero Jacques de Molay, natural del Franco Condado y hasta entonces mariscal del Temple, como nuevo maestre de la Orden de los pobres caballeros de Cristo.
—Solicito para ello vuestra autorización —comunicó al Capítulo.
Todos asintieron. El capellán anunció entonces el nombramiento de Jacques de Molay como maestre del Temple y, siguiendo la fórmula de la regla, demandó si estaba presente, aunque sí sabía que estaba allí. Jacques de Molay se puso en pie y, tras identificarse, aunque todos lo conocían, declaró que aceptaba el honor que se le concedía.
A continuación, todos los presentes se dirigieron a la capilla, donde los criados habían preparado todo lo necesario para la ceremonia de juramento del maestre.
Arrodillado ante el altar, rodeado de los caballeros y sargentos electores y de los miembros del capítulo, Jacques de Molay juró ante los Evangelios defender a la Orden, ofrecer su vida por ella si fuera necesario y ejercer el cargo de maestre con lealtad a los hermanos y obediencia al papa. Un Te Deum de acción de gracias fue entonado por los asistentes como acto final de la ceremonia.

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El día siguiente a la elección, Jaime de Castelnou fue convocado a presencia del maestre. Molay estaba de pie en el centro de la sala capitular donde había sido proclamado.
—Tengo más de cincuenta años y soy caballero templario desde hace casi treinta. Todavía recuerdo aquel día del año del Señor de 1265 cuando entré en la modesta encomienda de Beaune, cercana a la ciudad de Dijon. Mi familia pertenece a un linaje de la baja nobleza de la ciudad de Besancon. El maestre Gaudin me nombró mariscal por mi experiencia en la construcción de fortalezas, pero ahora debo reconstruir la Orden. Y no voy a cejar en mi empeño de devolverle la grandeza perdida. Deseo viajar pronto a Europa para entrevistarme con el papa y con los reyes cristianos; una nueva cruzada es posible.
»En cuanto a ti, hermano Jaime, has sido una pieza importante en mi elección. Todavía eres joven, pero contaré contigo en el futuro para que desempeñes cargos importantes. Ojalá puedas asistir algún día a la elección de mi sucesor en Jerusalén.
—Yo estoy siempre a disposición de la Orden, hermano maestre —repuso Jaime.
—Sé que eres un templario ejemplar. Desde que llegaste a Tierra Santa no has sido castigado ni una sola vez, ni siquiera por falta leve. Sé que realizaste un buen trabajo en Acre, y que fuiste decisivo a la hora de rescatar a nuestros hermanos del castillo Peregrino, por eso te propusimos para que dirigieras la elección; sabíamos que eras un hombre justo.
—Sólo hice lo que la regla señala para esta ocasión.
—Hiciste más que eso; lograste que el rey de Francia no clavara sus dientes en el Temple. Si hubiera salido elegido el hermano Hugo, el verdadero maestre de nuestra Orden sería ahora Felipe de Francia.
Tras aquella conversación, Molay no le pareció hombre de tan escasa inteligencia como se decía. Es cierto que no era elocuente, ni demasiado cultivado (aunque en esa cualidad no difería demasiado del resto de los caballeros), ni de profundos pensamientos, pero parecía valiente y seguro de su misión.
—Sólo nos debemos a Dios —dijo Jaime.
—En efecto. Por eso debemos recuperar los lugares donde nació y murió su hijo. Desde que cayeron nuestras últimas posesiones en Tierra Santa han surgido muchas voces que reclaman nuestra disolución como orden de la Iglesia. Dicen que ya no somos necesarios, que los templarios se crearon para proteger una tierra que ya no es cristiana. Se equivocan. Ahora somos más importantes que nunca. El Islam se ha recuperado tras decenios de agonía, y ha tomado la iniciativa; es la cristiandad la que está en crisis, y la que más nos necesita.
«Quienes así hablan sólo ambicionan nuestras riquezas, nuestras tierras y nuestras propiedades. Somos envidiados por lo que tenemos, pero sobre todo por lo que representamos. Algunos monarcas cristianos no soportan que nuestra existencia les esté recordando de manera permanente que no han hecho cuanto estaba en sus manos para defender Jerusalén y lo que esa ciudad significa para los cristianos.
»Tal vez hayamos cometido algunos errores en el pasado, no lo niego, pero el Temple ha sido siempre lo mejor de la cristiandad y en nuestra Orden han profesado los más relevantes caballeros y los más sufridos servidores de Cristo. Debemos estar orgullosos de ello.
—Nuestros detractores dicen que ya no hay peregrinos que defender-dijo Jaime.
—Los volverá a haber.