CAPÍTULO XVII
Tras un mes de asedio y de constantes
bombardeos, la moral de los defensores de Acre comenzaba a
desmoronarse como sus murallas. La catapultas de los mamelucos,
especialmente las dos gigantescas, la Victoriosa y la Furiosa,
habían causado una importante mella en la muralla del recinto
exterior, que estaba seriamente dañada, sobre todo en el entorno de
las puertas.
El día 4 de mayo los sitiados atisbaron
alguna esperanza. Varias galeras arribaron al puerto cargadas con
víveres y con dos mil soldados de refresco. El rey Enrique de
Chipre había zarpado días atrás de Acre con la promesa de regresar
con refuerzos; algunos no lo creyeron, pero todos se sintieron
reconfortados al ver recalar en el malecón las naves coronadas con
la bandera de la cruz.
Los generales mamelucos habían cometido un
error de planificación; tal vez acuciados por las prisas en
comenzar el asedio a Acre, no habían tenido en cuenta la necesidad
de disponer de una flota de apoyo al poderosísimo ejército de
tierra, de modo que los sitiados podían recibir por mar cuantas
provisiones necesitaban, de manera que no les faltaban
alimentos.
El rey de Chipre, que también lo era de
Jerusalén, se hizo cargo de nuevo de la jefatura suprema de los
ejércitos de Acre. Instalado en el gran castillo ubicado en el
centro mismo de la ciudad, emitió un edicto por el que asumía la
dirección de todas las tropas cristianas de Acre, que hasta
entonces carecían de un mando unificado.
Tras recorrer los muros y comprobar
personalmente el penoso estado de las fortificaciones después de un
mes de bombardeos, decidió enviar una embajada ante el sultán
mameluco para intentar alcanzar algún acuerdo de paz o al menos
ganar tiempo.
El rey reunió a los principales comandantes
de los diversos grupos de cristianos que defendían Acre y les
explicó su plan. Templarios y hospitalarios mostraron sus recelos,
y propusieron seguir resistiendo sin condiciones. Para ello
alegaron que, aunque el primer recinto estaba en muy malas
condiciones, todavía quedaba el segundo prácticamente intacto, y
además el mantener el puerto abierto les posibilitaba seguir
recibiendo suministros sin problemas. También propusieron enviar
mensajeros a los reyes cristianos de Europa pidiendo que reclutaran
tropas para levantar el asedio.
El debate fue largo y acalorado, y al final
se aceptó el plan del rey Enrique. Los templarios consiguieron que
el portavoz de la embajada fuera uno de los suyos; se trataba del
caballero Guillermo de Canfranc, buen amigo de Perelló, con quien
había realizado varias misiones de espionaje por Tierra
Santa.
Un criado se presentó en la torre de San
Lázaro con la orden de que Jaime de Castelnou y Guillem de Perelló
acudieran de inmediato al castillo real y que dejaran al sargento
templario de mayor edad al cargo de su sector.
Los dos caballeros montaron en su corceles y
atravesaron media ciudad al galope; en el castillo los esperaba
Guillermo de Canfranc.
—Hermanos —saludó a los dos con un abrazo—,
tenemos encomendada una delicada misión; me han encargado que acuda
ante el sultán mameluco para iniciar conversaciones a fin de
acordar algún pacto que ponga fin a este asedio. Me han autorizado
a ir con dos templarios más y he solicitado que fuerais vosotros, y
el maestre me lo ha concedido. Preparaos, pues saldremos de
inmediato.
Mediada la mañana, tres caballeros
atravesaron la puerta de la torre del Patriarca, la ubicada más al
sur del recinto, la que cerraba la muralla junto a la playa al lado
del malecón que protegía el puerto. Vestían el manto blanco del
Temple, con la cruz roja patada sobre el hombro izquierdo, y uno de
ellos portaba una lanza en cuyo extremo ondeaba una enorme bandera
blanca. Iban desarmados y sin el yelmo de combate, aunque con la
cota de malla y la coraza bajo la sobrevesta. Se acercaron despacio
hacia la primera línea de los sitiadores, y avanzaron hasta
detenerse a unos treinta pasos de ella.
Guillermo de Canfranc alzó la mano y gritó
con fuerza y en la lengua árabe que eran emisarios de los
ciudadanos de Acre y que demandaban una entrevista con el sultán.
Durante un buen rato nadie respondió; los tres caballeros
comenzaron a impacientarse y ya estaban a punto de regresar al
interior de las murallas cuando un jinete se acercó a ellos;
también portaba una lanza con un paño blanco en la punta. Avanzó al
trote hacia los tres templarios hasta colocarse apenas a diez pasos
de ellos.
—¿Quiénes sois y qué pretendéis? —les
preguntó en árabe.
—Somos caballeros de Cristo y representamos
a los ciudadanos de Acre; deseamos entrevistarnos con tu señor el
sultán para ofrecerle un pacto.
—¿Qué tipo de pacto? —preguntó el jinete
musulmán.
—Eso se lo diremos a tu señor.
El jinete dudó por unos instantes.
—¿Vais desarmados?
—Así es.
—En ese caso no os importará que os
cacheen.
Guillermo de Canfranc asintió.
Tras cerciorarse de que no portaban armas,
los tres templarios fueron conducidos hasta la tienda del sultán de
Egipto. Jaime de Castelnou se sorprendió de lo cerca que estaba de
las murallas, y calculó que un disparo de catapulta lanzado desde
lo alto de la torre del Patriarca podría incluso alcanzar su
pabellón.
El sultán estaba sentado en un ancho trono
de madera sobre enormes almohadas de telas con brocados en negro y
rojo. Tenía en su mano una copa de plata cuyo líquido paladeaba con
deleite en cada sorbo. Los tres templarios fueron colocados frente
a él, a una distancia prudencial. El sultán estiró el brazo y un
sirviente recogió presto su copa, después se limpió los labios con
un delicado pañuelo de seda e hizo una señal a su camarlengo.
—Podéis hablar ahora; mi señor, Ashraf Salah
ad-Din Jalil, soberano de Egipto y de Siria, señor del Islam,
descendiente del Profeta, a quien Dios proteja, os escucha.
Guillermo de Canfranc dio un paso al frente
ante la mirada atenta de los guardias, y tras saludar con una
ligera reverencia se dirigió al soberano en árabe:
—Majestad, los hombres de Acre han delegado
en mi humilde persona para que me dirija a vuestra señoría
solicitando un acuerdo que ponga fin a este asedio. Es nuestra
intención vivir en paz con los hombres de esta tierra que siguen al
Profeta y mantener relaciones amistosas que sean fructíferas para
ambos.
El sultán Jalil miraba fijamente a los ojos
del templario.
—¿Y cuál es vuestra propuesta? —preguntó al
fin.
—Que pongáis fin al asedio de Acre, a cambio
de una cantidad de oro y plata que os compense haber movilizado a
todo este ejército.
—¿Cuánto vale para vosotros, los
politeístas, la vida?
El templario no entendió la pregunta y miró
sorprendido a Perelló y a Castelnou, quien tras varios meses en
Tierra Santa ya entendía algunas palabras y frases en árabe aunque
todavía no era capaz de seguir una conversación.
—No os comprendo, majestad.
—Vosotros permitisteis que unos asesinos
quedaran libres; mi padre prometió que vengaría el crimen que unos
de los vuestros cometieron sobre los pacíficos comerciantes de
Damasco que vivían entre vosotros. ¿Por qué habría de confiar yo en
quienes protegen y ocultan a los asesinos de mis súbditos?
—Ya le dijimos a vuestro padre que se trató
de un acto de defensa propia; una doncella cristiana fue violada y
esos hombres obraron mal, pero fue un acto de venganza por…
Un enorme estruendo interrumpió la
exposición de Canfranc. Los guardias cruzaron sus lanzas sobre el
pecho y se colocaron de inmediato delante de su señor. Tras el
enorme ruido llegaron desde el exterior de la tienda unos
lamentos.
El sultán ordenó que vigilaran a los tres
templarios y salió de la tienda. Un proyectil lanzado desde lo alto
de los muros de Acre había impactado a unos pocos pasos del
pabellón real sobre un grupo de soldados de la guardia personal del
sultán; uno de ellos estaba muerto y otros dos tenían graves
heridas.
Jalil regresó al interior de su tienda;
ahora su rostro parecía henchido de cólera.
—¿Estas eran vuestras intenciones? —preguntó
muy irritado.
—No sé qué ha ocurrido —se excusó
Canfranc.
—Uno de mis hombres yace muerto y hay al
menos dos heridos más a causa de un disparo desde Acre. ¿Qué puedo
hacer con unos hombres que ni siquiera respetan a sus propios
embajadores? Debería ordenar que os cortaran las cabezas aquí mismo
y que las arrojaran a los perros, pero di mi palabra de musulmán de
acogeros en paz. Marchaos de aquí antes de que me arrepienta de
haberos dejado ir y decidles a vuestros señores que Acre está
perdida. Huid si podéis, y si no preparaos para morir.
Guillermo de Canfranc intentó hablar, pero
los guardias se lo impidieron.
Los tres templarios fueron conducidos hasta
sus caballos y sobre ellos cabalgaron de regreso a Acre. En el
corto trecho del camino que separaba el campamento del sultán
mameluco de las murallas de la ciudad apenas hablaron, pero ya
dentro de los muros, Guillermo de Canfranc dijo:
—Esta ciudad está perdida. No hay un mando
unificado, ninguna autoridad que sea capaz de asumir la dirección y
el control. Cada grupo, cada hombre, hace lo que considera
oportuno, sin tener en cuenta a los demás. Somos cadáveres,
hermanos, todos somos ya cadáveres.
Los tres templarios dieron cuenta al consejo
de Acre, presidido por el rey de Chipre y con asistencia de los
maestres del Temple y del Hospital, de lo ocurrido. Perelló le
comentó a Castelnou que el proyectil que había sido lanzado sobre
la tienda del sultán debía de proceder de alguien que pretendía
boicotear el plan del maestre del Temple de llegar a un acuerdo con
el sultán, pero había dentro de Acre tantos enemigos de la Orden
que sería muy difícil poder averiguar de dónde había partido esa
idea.
Pocas horas después de celebrada la
entrevista entre los tres templarios y el sultán, las catapultas de
los mamelucos comenzaron a lanzar proyectiles de manera más intensa
si cabe.