CAPÍTULO XIII
La calma era absoluta. Sólo una ligera brisa
del mar que hacía ondular los estandartes enarbolados en lo alto de
los torreones alteraba la quietud. Hacía dos días que los últimos
espías y oteadores destacados en la ruta de Egipto habían corrido a
refugiarse dentro de las murallas de Acre. Los templarios habían
distribuido armas y provisiones en las torres del sector norte que
les habían atribuido para la defensa; decenas de estandartes y
banderas negras y blancas ondeaban en lo alto de los muros, en
tanto los caballeros pasaban las horas en silencio mirando
fijamente hacia el fondo de la llanura costera.
Nadie movía un dedo, pero todos tenían la
mirada clavada en el horizonte, como si estuvieran esperando un
acontecimiento sobrenatural. Armados con espadas, lanzas y arcos, y
protegidos por las cotas de malla, las corazas y los yelmos de
combate, los templarios aguardaban tensos en sus puestos.
—Llevamos así horas; ¿qué está pasando? —le
preguntó Jaime a Guillem de Perelló sobre la terraza del torreón
cuya defensa les habían asignado el mariscal y el senescal del
Temple.
—No lo sé; es como si el miedo estuviera
latente en el aire. Lo puedo sentir. Hace dos días que regresaron
los exploradores, pero aquí no sabemos nada de lo que está
ocurriendo ahí afuera.
—Tal vez su ejército no sea tan grande como
han asegurado los espías.
—Enseguida tendremos ocasión de comprobarlo
por nosotros mismos.
Perelló alargó el brazo y señaló hacia la
llanura. Al fondo de la llanura brotó, como si emergiera de detrás
del horizonte, una masa de soldados que avanzaba hacia Acre cual
una marea marrón y gris.
En unos instantes todo el frente de la
tierra se llenó de un mar de picas, corazas y cimeras.
—¡Ahí están los mamelucos! —exclamó Jaime—.
Sí, ahí los tienes, el ejército del sultán de Babilonia al
completo; doscientos mil hombres, tal vez el mayor ejército jamás
visto.
—¿Qué podemos hacer?
—Nada, hermano, nada; bueno, tal vez
prepararnos para morir con dignidad. No hay otra salida.
—Tal vez si recibimos ayuda…
—¿Ayuda?, ¿de quién?, ¿del papa?, ¿de los
monarcas cristianos? No, hermano, no, estamos solos; nosotros, los
defensores de Acre, frente a ellos, los mamelucos. No esperes
ninguna ayuda. La cristiandad se ha olvidado de nosotros. Hubo un
tiempo en que fuimos el orgullo de la Iglesia y el escudo de la fe;
ahora somos un estorbo, y tal vez un mal recuerdo en sus
conciencias.
»Hoy es 5 de abril, una fecha que los anales
recordarán como fatídica para la cristiandad de Ultramar. Es
probable que en este día se haya iniciado en verdad el fin.
Perelló dio la orden a los sargentos y a los
escuderos para que se mantuvieran atentos a los movimientos de los
mamelucos. El caballero templario observó uno a uno a los hombres
que tenía a su mando en aquel torreón y miró a los ojos a Jaime,
que actuaba como segundo jefe de la torre.
—¿No hay esperanza, verdad? —preguntó
Castelnou.
Perelló hizo un movimiento de negación con
la cabeza, se ajustó el casco de combate y desenvainó su espada de
doble filo.
—¡Todo el mundo atento, todos preparados,
esos sarracenos pueden cargar contra nosotros en cualquier momento!
—gritó Perelló, a la vez que se colocaba su casco cilíndrico y
ajustaba las correas a su cuello.
Castelnou hizo lo mismo y todos los
defensores de la torre se prepararon para la lucha.
Un emisario del sultán se acercó hasta una
de las puertas y reclamó la entrega de la ciudad a cambio de
perdonar la vida a todos sus habitantes; tenían todo el día para
decidirse. Al día siguiente a la misma hora volvería para recibir
la respuesta. Reunido el consejo de jefes, sólo el maestre del
Temple propuso aceptar la oferta y entregar Acre; fue tachado de
cobarde por todos los demás, que decidieron resistir. El emisario
regresó para oír la negativa a la propuesta de rendición.
La enorme multitud de tropas que conformaban
el ejército mameluco avanzó de inmediato hasta colocarse a una
distancia de unos doscientos pasos de las murallas.
Cuando se detuvieron, se hizo un silencio
espeso y metálico. La brisa del mar volvía a soplar desde el oeste
y los estandartes se agitaban en sus mástiles. Al fondo, como
surgido de las entrañas de la tierra, comenzó un estruendo; sonaba
como un redoble de mil, de un millón de timbales repicando al
unísono, como si un gigante de innumerables brazos los estuviera
golpeando a la vez. Un ritmo monocorde y reiterativo fue creciendo
hasta hacerse ensordecedor.
De pronto, la compacta masa humana del
ejército de Egipto comenzó a abrirse en diversos puntos, como si
varios ríos invisibles hubieran orillado a las tropas, y al fondo,
entre los vítores de los soldados mamelucos, aparecieron.
Los sarracenos las habían bautizado como la
Victoriosa y la Furiosa; eran las dos mayores catapultas fabricadas
por el hombre; habían sido construidas en Egipto y trasladadas en
varias piezas durante más de un mes en decenas de carros tirados
por centenares de bueyes. En apenas dos días habían sido montadas,
y arrastradas con bueyes, hombres y camellos se acercaban
amenazadoras hacia las murallas de Acre.
—¡¿Qué es eso?! —se extrañó Jaime.
—Catapultas; las más grandes que he visto
hasta ahora. Jamás imaginé que pudieran construirse de un tamaño
similar. Me temo que con ellas podrán lanzar piedras de hasta tres
centenares de libras de peso. Ni siquiera estas murallas reforzadas
podrán resistir semejantes proyectiles.
—¿Quiere decir eso que no van a asaltar la
ciudad?
—Por el momento, parece que no. Creo que
antes van a lanzarnos unos cuantos proyectiles para minar nuestras
defensas y nuestra moral. Fíjate allí.
Perelló señaló entre las dos catapultas
gigantes a un grupo de máquinas más pequeñas; los mamelucos tenían
unas doscientas de ellas.
—¿También son catapultas?
—Sí. Se llaman madrones; son formidables
máquinas de guerra capaces de lanzar enormes piedras de casi cien
libras de peso a cuatrocientos pasos de distancia. Las vi en acción
hace unos años, en mi primer período de estancia en Tierra Santa.
Las emplearon contra los muros de uno de nuestros castillos en la
costa. Derribaron cien pasos de un muro de sillares en apenas medio
día. Bien, parece que esto va en serio.
Los habitantes de Acre, que habían acudido
en masa a las murallas para contemplar el despliegue de los
mamelucos, quedaron descorazonados. Los informes de los espías se
habían quedado cortos. El ejército mameluco estaba integrado por
doscientos mil soldados; nunca se había visto en Tierra Santa, tal
vez en toda la historia, un número similar de combatientes:
cuarenta mil jinetes y ciento sesenta mil infantes.
Los sitiadores no perdieron tiempo; uno a
uno, los madrones fueron alineados a espacios regulares frente a
los muros de Acre, apenas a doscientos pasos de distancia. Tras
ellos se agolpaban decenas de carros cargados de piedras del peso
de un hombre. Durante medio día y ante la mirada expectante de los
sitiados las catapultas se fueron montando y anclando, y desde los
carros se descargaron los proyectiles que fueron siendo depositados
al lado de cada una de aquellas máquinas.
Un poco más atrás de la línea de catapultas
se habían desplegado miles de tiendas de entre las cuales ascendían
centenares de finas columnas de humo.
Mediada la tarde se hizo la calma y
desapareció la frenética actividad que desde los muros se atisbaba
en el campamento mameluco. Y de nuevo sólo se oyó la brisa del mar
y el aleteo de los estandartes.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jaime.
Guillem de Perelló señaló a un grupo de
jinetes que cabalgaban al galope recorriendo la línea de
catapultas.
—Mira. Están transmitiendo una orden a los
artilleros; imagino cuál es.
Cuando los jinetes hubieron recorrido todos
los puestos de tiro, enarbolaron unos estandartes amarillos y
comenzaron a ondearlos alzados en las grupas de sus caballos. Y
como si del mismo resorte se tratara, las doscientas catapultas
comenzaron a la vez a vomitar las pesadas piedras sobre Acre.
Unos silbidos agudos rasgaron el aire y los
primeros proyectiles pasaron por encima de los muros para ir a caer
sobre las casas más cercanas, causando un enorme estruendo.
—Están fallando —dijo Jaime.
—No, disparan al interior. Lo que pretenden
es amedrentar a la población, y no derribar los muros, al menos no
con estas primeras andanadas.
Los defensores oían y veían pasar sobre sus
cabezas las enormes piedras, que de inmediato impactaban sobre las
casas derrumbando tejados y paredes. Los moradores de aquellas
viviendas salieron despavoridos corriendo hacia ninguna
parte.
—Hermano Jaime, toma a un par de sargentos y
baja de esta torre. Avisa a la gente de las casas más próximas para
que se retiren hacia el interior de la ciudad.
Castelnou y los dos sargentos descendieron a
grandes zancadas por las estrechas escaleras del torreón y
comenzaron a gritar ya en la calle que todo el mundo saliera de las
casas y se retirara hacia la costa. Cada poco tiempo, y tras un
silbido agudo, un proyectil impactaba en una casa provocando el
pavor de los que huían desesperados.
Desde el inicio de la calle que desembocaba
en la puerta de San Lázaro, Jaime pudo ver a decenas de personas
moviéndose aterradas sin saber muy bien adonde dirigirse.
—¡Alejaos de las murallas, corred hacia el
interior de Acre! —les gritó Castelnou, aunque sin demasiado
éxito.
Después regresó a lo alto de la torre que
tenía asignada. Perelló y los templarios a su mando seguían,
impotentes en la distancia, observando atentos los disparos de las
catapultas.
—¿Has conseguido que se retiren de aquí? —le
preguntó.
—No estoy seguro. Algunas personas están tan
atemorizadas por el pánico que ni siquiera han escuchado lo que les
decía. ¿Qué podemos hacer?
—De momento, esperar.
—¿No hay manera de responder a esos
disparos?
—No disponemos de catapultas tan potentes, y
somos muy inferiores en número. Para situaciones como ésta los
manuales de guerra sólo ofrecen dos soluciones: resistir el asedio
reconstruyendo lo que las catapultas destruyen o realizar una
salida sorpresa y desbaratar a los sitiadores.
«Estoy seguro de que el maestre y el
mariscal están trazando algún plan al respecto. Los templarios no
sabemos quedarnos quietos esperando que nos machaquen como a
insectos. Ahora, fíjate, hay al menos doscientos pasos desde el
muro exterior hasta la línea de catapultas, y esos doscientos pasos
son un terreno llano y despejado. Un grupo de jinetes podría
alcanzar esos malditos ingenios antes de que pudieran reaccionar
los artilleros que los manejan, y tal vez podría destruir algunos
madrones, pero sería insuficiente.