CAPÍTULO III
Castelnou informó al maestre Molay sobre su
plan, y éste asintió. Una vez más el templario se rasuró por
completo la barba y se dejó crecer el cabello de la cabeza. En la
escribanía del convento de París un escribano redactó un documento
en el que el rey Jaime de Aragón presentaba al portador del mismo,
el notario real Jaime de Ampurias, como su embajador secreto ante
el rey de Francia, con el encargo de interesarse por el proceso de
expulsión de los judíos de los dominios de su majestad don
Felipe.
Vestido con ropas seglares de gran calidad
pero nada ampulosas y a lomos de un buen caballo, Jaime de
Castelnou se presentó en su nueva identidad de Jaime de Ampurias a
las puertas del castillo-palacio del Louvre de París, la residencia
del rey de Francia. Los guardias de la puerta le dieron el alto y
le conminaron a marcharse, pero el templario sacó de una bolsa de
cuero el pergamino con su salvoconducto falsificado y al
desplegarlo, con el gran sello de lacre rojo pendiente, quedaron
impresionados.
—Soy embajador plenipotenciario de su
majestad don Jaime, rey de Aragón, de Valencia, de Murcia, de
Sicilia, de Cerdeña, duque de Atenas y de Neopatria y conde de
Barcelona.
Aquella retahíla de títulos todavía les
impresionó más. Uno de los soldados fue a llamar al capitán de la
guardia.
—Señor, dice uno de mis hombres que sois
embajador del rey de Aragón. ¿Tenéis credenciales?
—Por supuesto, vedlas vos mismo.
Castelnou tendió el pergamino al capitán,
que lo tomó y lo observó dubitativo. El templario se dio cuenta
enseguida de que aquel tipo apenas sabía leer.
—Humm…, sí, sí, así lo parece.
—Mirad ahí abajo, en la última línea; ahí
tenéis la suscripción auténtica de mi señor el rey don Jaime, y su
sello real, como veo que ya habéis comprobado.
—Ejem…, de acuerdo, pasad.
Jaime arreó su caballo y entró en el patio
del palacio, donde descabalgó y entregó las riendas a un
criado.
—Cuídalo bien, es propiedad del rey de
Aragón —le dijo.
El capitán acompañó a Castelnou a través de
un largo pasillo hasta una estancia en la que varios escribas
estaban redactando documentos de la cancillería real de Francia. Se
dirigió a uno de ellos y le susurró unas palabras al oído.
—Me dice el capitán que sois embajador del
rey de Aragón; ¿cómo no hemos sabido antes nada de vuestra llegada?
Vuestra manera de irrumpir aquí me parece muy extraña.
—Señoría, dejad que me presente; soy Jaime
de Ampurias, notario de su majestad don Jaime, rey de Aragón, de
Val…
—Sí, sí, ya conozco todos los títulos de
vuestro soberano, pero ¿qué os trae por aquí?, y ¿por qué nadie ha
avisado de vuestra llegada?
—Si me lo permitís, señor…
—Antoine de Villeneuve, vicecanciller de su
majestad el rey Felipe.
—… señor Antoine de Villeneuve, mi misión es
secreta, bueno, digamos mejor que es reservada. Aquí tengo mi
credencial.
Villeneuve cogió el pergamino y lo leyó.
Castelnou rezó para que no se diera cuenta del engaño.
—¡Vaya!, de modo que el rey de Aragón
también desea expulsar a los judíos.
—Bueno, es una posibilidad que se está
estudiando en la corte de Barcelona. Mi señor el rey don Jaime cree
que los judíos causan un grave perjuicio a sus súbditos cristianos
y que en estos tiempos de zozobra se aprovechan para extorsionar a
los ciudadanos honrados con préstamos abusivos. Creemos que lo que
hizo vuestro soberano el verano pasado es una buena medida contra
esos abusos, tal vez haga lo mismo en los reinos de su corona, y me
ha enviado para…
—Para entrevistaros con don Felipe…
—Bueno, sería suficiente hacerlo con alguno
de sus ministros, digamos con… Guillermo de Nogaret.
—Permitid que me ría. Guillermo de Nogaret
es el más poderoso señor de Francia, después de su majestad,
claro.
—Pues quién mejor que él para recibir a un
embajador personal de un rey.
—Desconozco vuestras intenciones, pero veo
difícil que os reciba don Guillermo.
—Tal vez lo haga si le decís que don Jaime
estaría interesado además en firmar un tratado definitivo y
perpetuo sobre los litigios seculares que han enfrentando a Francia
con Aragón; ya sabéis, Sicilia, vuestro flanco sur…
Villeneuve se acercó a una ventana y examinó
con detenimiento el pergamino que le había mostrado Castelnou. Lo
dejó encima de una mesa y se dirigió a un enorme armario de madera
que había en una de las paredes de la sala; lo abrió y tras cotejar
una lista clavada en el interior de la puerta, abrió uno de los
cajones del armario y sacó un pergamino del que colgaba un sello de
lacre rojo. Con cuidado, cotejó ambos sellos, el del documento de
Castelnou y el que acababa de extraer del cajón, durante unos
momentos que a Jaime le parecieron eternos.
—¿Por qué vos?
—¿Perdonad…?
—Sí, a pesar de que ya no sois un niño,
nunca antes habíamos recibido una visita o una carta en la que
figurarais. ¿Por qué don Jaime confía esta misión…, reservada, como
vos habéis dicho, a alguien que jamás antes ha tenido relaciones
con la corte de Francia? Parece extraño.
—Si me dais vuestra palabra de guardar el
secreto…
—Adelante, la tenéis.
—Mis antepasados fueron judíos de Mallorca.
Es una larga historia; se bautizaron en tiempos del rey Jaime el
Conquistador, el abuelo de mi señor. Mi padre ya nació en una
familia de cristianos… Bueno, ahora entenderéis…
—No, no lo entiendo —dijo Villeneuve.
—Don Jaime quiere demostrar que antiguas
familias judías pueden abrazar la luz de Cristo y convertirse en
buenos cristianos. Es la mejor manera de demostrar que una
conversión sincera es posible.
—Eso no suele ocurrir, al menos en
Francia.
—Vamos, don Antoine, Jesús nació judío,
nuestra madre la Virgen María nació judía, todos los apóstoles
nacieron judíos, todos los primeros cristianos fueron judíos.
—En eso tenéis razón.
»El documento parece auténtico…
—Es auténtico. ¿Puedo entrevistarme con don
Guillermo de Nogaret?
—Veré qué puedo hacer. ¿Dónde os
hospedáis?
—Todavía no tengo posada; he dormido en
varias por el camino, anoche en una en Saint-Denis; si me
recomendáis alguna…
—La Torre de Plata, es la mejor; sábanas
limpias, buena comida… y apenas os inquietarán las pulgas. Los
precios son caros, pero un embajador de Aragón bien podrá
pagarlos.
—Sí, claro.
—Bien, está cerca de la catedral de Nuestra
Señora. Preguntad por ella, todo el mundo la conoce. Y aguardad
allí hasta que os llamemos.
—¿Tendré que esperar mucho tiempo?
—No lo sé, don Guillermo está muy ocupado en
estas últimas semanas.
—Imagino que con el asunto de los
judíos.
—No, eso fue rápido y demasiado sencillo.
Ahora… —Villeneuve se acercó a Castelnou y bajó la voz—, ¿me
prometéis guardar secreto?
—El vuestro por el mío.
—Ahora se trata de los templarios.
—¡Los soldados de Cristo! —exclamó
Castelnou.
—Bajad la voz.
—¿Qué pretende?
—Se han hecho demasiado poderosos, demasiado
ricos; la gente no los quiere, los considera seres orgullosos y
altivos. Una expropiación de los bienes templarios sería bien vista
por los parisinos y contribuiría a paliar las deudas de la
corona.
—Vuestro rey es muy audaz.
—No, simplemente necesita dinero, mucho
dinero, y los templarios son quienes lo tienen.