CAPÍTULO XI

La prueba irrefutable a la que se refería el canciller Villeneuve se conoció pronto. El delator que Nogaret buscaba lo encontró en un oscuro personaje.
—Os he mandado llamar porque al fin hemos encontrado la prueba de la culpabilidad de los templarios, y os atañe a vos, don Jaime.
El canciller Nogaret había recabado en la cancillería la presencia de Jaime de Castelnou, que acudió enseguida.
—¿De qué se trata?
—Tenemos un testigo dispuesto a ratificar todas nuestras acusaciones.
—¿Un templario?
—Sí.
—¿Quién es?
—Se llama Esquiú de Floyrán.
Castelnou recordó aquel nombre, pues su caso había sido tratado en un Capítulo de la Orden estando el maestre en París.
—No lo conozco de nada —mintió.
—Pues deberíais conocerlo. Fue prior del Temple en la encomienda de Montfaucon, una aldea de la región del Périgneux. El Temple lo acusó, injustamente, por supuesto, de haber asesinado al comendador de esa provincia, despechado porque lo había depuesto de su cargo, y lo condenó a muerte. Pero Floyrán consiguió escapar. ¿Y sabéis dónde buscó refugio?
—No, no lo sé, ¿cómo iba a saberlo?
—Pues deberíais saberlo, don Jaime de Ampurias.
Castelnou intuyó que Nogaret sabía más de lo que estaba diciendo.
—No sé por qué tendría que saberlo.
—Porque el prior huyó a Aragón y se presentó en la corte del rey Jaime, quien lo rechazó. Después regresó a Francia y aquí contó todo cuanto ocurría en las encomiendas templarias. Lo enviamos a compartir una celda con un templario renegado, que le relató las herejías que se cometían en el interior de esa guarida de hijos del demonio en que se había convertido el Temple. Aquí está toda su confesión, las pruebas irrefutables que necesitábamos contra el Temple —dijo Nogaret, señalando un legajo de varios folios en papel.
—Vamos, canciller, sois un gran jurista; esa confesión ha sido realizada por un hombre despechado que lo que busca es la venganza contra el Temple, no la justicia.
—Os equivocáis, don Jaime, este testimonio de cargo es el definitivo contra el Temple.
—Ningún tribunal serio admitirá esa declaración como prueba.
—Ya lo ha hecho. Guillermo de París, nuestro inquisidor general, y confesor de nuestro rey, la ha admitido. Y como deberíais saber, cuando existe una acusación en firme, es el acusado quien debe probar su inocencia.
—¿Habéis comprado al testigo?
—Bueno, digamos que le hemos compensado por su colaboración con la justicia —ironizó Nogaret.
—Los argumentos de este testigo son demasiado burdos, nadie los creerá.
—¿Estáis seguro de eso? ¿A quién le importa lo que les ocurra a los templarios? ¿Habéis presenciado alguna manifestación en su defensa?, ¿habéis visto al pueblo de París gritando a favor de su inocencia?, ¿conocéis a alguien que los haya defendido? No, amigo, no, a nadie le preocupa la suerte que vayan a correr los caballeros blancos. Los templarios son pasado.
Castelnou tuvo que apretar los puños y morderse los labios para no saltar sobre Nogaret y acabar con el canciller. Aquel individuo acababa de asestar un golpe mortal al Temple.
—Se trata de la declaración de un solo hombre contra la de centenares.
—Ahí también os equivocáis. Las torturas están causando efecto; algunos templarios ya han confesado y tarde o temprano la mayoría de ellos reconocerá que las acusaciones son ciertas; el propio maestre también lo hará.
»Y aquí está la bula del papa Clemente. Además de reconocer como ciertos los pecados y los delitos de los templarios, conmina a todos los soberanos de la cristiandad a que ordenen la confiscación de todos sus bienes hasta que se haga cargo de ellos la Iglesia.
La bula del papa Clemente V estaba fechada en Aviñón, donde había fijado la nueva sede papal, el día 22 de noviembre de 1307.
—¿Habéis torturado al maestre?
—No, aún no. Una comisión pontificia integrada por tres cardenales llegará la semana próxima a París para interrogar a Molay; si no se declara culpable de cuanto se le acusa, entonces sí será torturado.
El interrogatorio de los tres cardenales fue intenso; tenían orden expresa del papa Clemente para que convencieran a Molay de que lo mejor era confesar la comisión de los delitos de los que se les acusaba. Si lo hacía así, conseguiría que su prisión fuera en Aviñón, en el palacio papal, y que tras unos meses de encierro quedaría libre.
Pero el maestre se mantuvo firme. A pesar de la insistencia de los cardenales, rechazó las acusaciones una y otra vez, afirmando con rotundidad que él era inocente, que los caballeros templarios eran inocentes y que la Orden del Temple era inocente.
Pero el rey de Francia no estaba dispuesto a ceder, y procuró a través de sus agentes que el proceso se complicara cuanto fuera posible. Por todas partes fueron surgiendo nuevas acusaciones, en cualquier lado aparecía un oscuro testigo que declaraba bajo juramento haber presenciado prácticas heréticas en el comportamiento y en las ceremonias rituales de los templarios.
Las torturas se intensificaron y el propio maestre Molay fue sometido a ellas. A finales de 1307, tras varias semanas de duros castigos corporales, algunos templarios cruelmente atormentados comenzaron a derrumbarse. El maestre no pudo soportar ni su suplicio ni el de sus hermanos, y acabó confesando que todas las acusaciones eran ciertas, y con él confesaron todos los altos cargos de la Orden.
Nogaret dibujó en sus afilados labios una maléfica sonrisa cuando uno de sus hombres depositó encima de su mesa del gabinete de la cancillería la declaración de culpabilidad del maestre y de los más relevantes caballeros templarios. Ahí estaba lo que había perseguido, la prueba indiscutible de su triunfo, la confesión que necesitaba para que el rey Felipe tuviera en sus manos el argumento que le había exigido tantas veces.
El canciller fue pasando una a una las hojas del expediente y en ellas pudo leer cómo el notario ponía en boca del maestre del Temple la inculpación de él mismo y de toda la Orden por haber renegado de Cristo, por haber practicado actos de sodomía, por haber adorado a ídolos con forma de cabeza humana y de gato, por haber escupido sobre la Santa Cruz y haber blasfemado, por no creer en los sacramentos, por omitir la consagración en la santa misa, por arrogarse la facultad de perdonar los pecados pese a no estar investido de las órdenes sacerdotales, por celebrar ceremonias nocturnas y ritos secretos, por apropiarse de riquezas de la Iglesia mediante fraude y abuso de poder, y por haber mostrado orgullo, altivez, avaricia, soberbia y crueldad.
En el expediente de confesión, ciento treinta y cuatro de los ciento treinta y ocho templarios sometidos a interrogatorio mediante tortura habían confesado su culpabilidad; sólo los cuatro restantes las habían negado.

∗ ∗ ∗

El dinero que le había entregado Nogaret a Castelnou se estaba acabando. El templario apenas podía sostener ya su engaño, sobre todo desde que el canciller recelara de él tras la conversación en la que había salido a colación el viaje del delator Floyrán a la corte de Jaime II de Aragón. Tal y como estaban desencadenándose los acontecimientos, Castelnou era consciente de que no tardarían en descubrir su artimaña, y que lo más prudente sería huir de París, pero ¿adonde? Los caminos estaban vigilados y nadie entraba ni salía de la ciudad sin que Nogaret se enterara al instante. Para viajar por Francia hacía falta el salvoconducto de alguna autoridad real, y no tenía ninguna excusa para pedirlo. Y además estaba el Grial. Desde luego, no era una pieza demasiado grande y podía ocultarse fácilmente entre el ropaje, pero en una inspección detallada no sería difícil localizarlo. Claro que ¿quién sería capaz de identificar aquella copa de piedra rojiza con el cáliz en el que Jesucristo convirtió el vino en su sangre en la primera eucaristía de la cristiandad celebrada, paradójicamente, en la Ultima Cena?
Decidió acudir a visitar al vicecanciller, tal vez el único a quien podría engañar una vez más, para pedirle que le expidiera un salvoconducto. Le diría que quería viajar hasta Castilla, y ya se inventaría alguna excusa.
Comprobó que el Santo Cáliz seguía oculto en su sitio, se abrigó con una capa de piel que le había regalado el canciller para soportar la humedad y el frío del invierno parisino y se dirigió hacia la cancillería. Estaba a punto de entrar cuando vio acercarse a un joven acompañado por otros dos hombres vestidos con el uniforme de la guardia real; sus sospechas quedaron confirmadas. No le cupo ninguna duda, aquel individuo era Hugo de Bon.
Todo estaba claro; había sido él el agente infiltrado en el Temple que había logrado que Molay viajara desde Chipre hasta París para caer así en la trampa que se había tejido desde la corona de Francia, y el que había influido para que el maestre decidiera solicitar al papa que se abriera una investigación oficial sobre las acusaciones, desatando así todo el proceso en el que estaban inmersos.
Si lo reconocía estaba perdido, de modo que Jaime se giró y se cubrió la cabeza con la capa; Hugo de Bon pasó a su lado charlando animadamente con los dos guardias reales; el trío entró en la cancillería entre risotadas. Jaime volvió sobre sus pasos y aceleró su marcha de regreso a La Torre de Plata.
No había tiempo que perder. Recogió sus escasísimas pertenencias en una bolsa de cuero, envolvió el Grial en un paño, lo colocó en la bolsa, pagó la cuenta y salió de la posada. En sus bolsillos sólo había unas pocas monedas.
Las calles de París estaban llenas de barro, hacía frío y una neblina gris y densa cubría la ciudad como una gasa plateada. Se puso a caminar hacia el sur, porque sólo había un lugar en el mundo donde podría ser acogido: el condado de Ampurias, su tierra natal, de la que partiera casi veinte años atrás y a la que no había regresado desde entonces. El camino era largo y estaba lleno de dificultades, pero un templario sabría cómo ingeniárselas para llegar.
Pudo salir de París sin que los guardias de la puerta de Orléans se interesaran por él y tomó el camino del sur. Pasarían al menos dos, tal vez tres días hasta que en la cancillería lo echaran de menos, y entonces es probable que ordenaran su búsqueda. Pero para entonces, y si no ocurría ningún contratiempo, estaría lejos del alcance de los agentes de Nogaret, que, en caso de que intentaran localizarlo, sin duda tendrían muchas dificultades para encontrar a un anónimo peregrino en el marasmo de señoríos en los que se dividía Francia.
Para no despertar sospechas, Castelnou decía en cada uno de los lugares a los que llegaba que era un caballero que había perdido todo en las cruzadas y que vagaba por la cristiandad en busca del perdón divino por no haber tenido fuerzas para defender Tierra Santa contra los musulmanes. Durante cuatro semanas caminó hacia el sur, atravesando las tierras del condado de Angulema, del vizcondado de Limoges y del condado de Toulouse, hasta que una mañana de fines del invierno avistó las cumbres nevadas de los Pirineos.
En algunos lugares por los que pasó pudo comprobar que la orden real de intervenir en las encomiendas templarias había sido cumplida con éxito, y que nadie de cuantas personas se encontró en el camino defendió a la Orden del Temple. La campaña de propaganda desplegada por los agentes reales había sido demoledora, y la inmensa mayoría de la gente creía que los templarios eran en verdad culpables de todo aquello de lo que se les acusaba. Había rumores que implicaban a los caballeros blancos en terribles conjuras contra los cristianos; en una aldea cercana a Carcasona escuchó a un juglar recitar una especie de profecía en la que anunciaba que pronto caerían sobre Francia terribles desgracias y que los templarios se habían aliado con los musulmanes para acabar con la cristiandad.