CAPÍTULO V
La boda del caudillo almogávar y la princesa
búlgara se celebró una semana después en la catedral de Santa
Sofía. Los invitados de ambos contrayentes estaban extraídos de dos
mundos diferentes. Los bizantinos lucían trajes coloristas, de
brillantes sedas y paños magníficos, y se adornaban con diademas de
oro engastadas con esmeraldas y rubíes, collares de perlas y
anillos con gemas preciosísimas. Las damas de la corte rivalizaban
en tocados y peinados refinadísimos, y en velos y tules tan
delicados que parecía iban a rasgarse con sólo rozarlos.
Acabada la ceremonia, Castelnou decidió dar
un paseo por la zona de Santa Sofía. Los alrededores de la catedral
eran tan impresionantes que le pareció estar en el centro del
mundo. Al lado de aquella ciudad, Roma parecía un barrio de
menesterosos y Jerusalén una posada de pordioseros. Desde un
mirador cercano a Santa Sofía contempló el otro lado del Cuerno de
Oro, donde por la ladera de una colina se extendía el barrio de los
genoveses, en torno a un enorme torreón circular conocido como la
torre de Gálata. A la vista de la torre decidió que al día
siguiente se acercaría hasta allí para ver si era posible subir a
lo alto; imaginó que la panorámica de la ciudad desde la otra
orilla del estuario y sobre la azotea de la torre sería
formidable.
Muy temprano, cuando los primeros rayos del
sol iluminaban el caserío rojo y ocre de Constantinopla, descendió
la ladera de la colina de Blanquernas hasta el puerto del Cuerno de
Oro y pagó una moneda para cruzar el estuario en una barca que iba
y venía sin cesar transportando pasajeros de una orilla a otra. Ya
en el barrio de los genoveses, se enteró de que se llamaba Pera y
se dirigió por unas empinadas callejuelas hacia la altísima torre
circular. El barrio de los genoveses era un conglomerado de casas
de madera azules, amarillas y blancas, arracimadas en varias calles
que ascendían por la ladera en torno a la torre de Gálata. Los
genoveses eran los principales aliados comerciales de los
bizantinos, y hacía ya tiempo que disfrutaban de beneficios
concedidos por los emperadores, que los habían preferido a sus
enemigos los venecianos.
Castelnou se acercó hacia la base de la
torre de Gálata, pero fue interrumpido en su camino por dos altivos
genoveses.
—Vaya, éste debe de ser uno de esos
almogávares que han conseguido el favor del emperador-dijo uno de
ellos, vestido como un pavo real en pleno cortejo.
—Sí, fíjate en su aspecto. Si intentara
entrar vestido así, lo echarían a patadas de la más apestosa de las
posadas de Génova.
—Señores, sólo pretendo ver esta ciudad
desde esa torre; si me permitís…
Castelnou hizo ademán de seguir andando,
pero los dos genoveses se lo impidieron.
—Parece que no lo has entendido; hueles mal,
apestas, y no queremos que pases por aquí. Dejarías tras de ti un
olor nauseabundo y no nos gusta que nuestro barrio apeste con el
hedor de tipos como tú.
—No quiero líos. Dejadme en paz.
—Pues da media vuelta y aléjate de aquí;
seguro que eres uno de esos catalanes de mierda.
—Os pido que me permitáis pasar; no busco
pelea.
Al intentar dar un paso, uno de los
genoveses desenvainó su espada y le lanzó un tajo a Castelnou, que
estaba atento ante esa posibilidad. El templario se hizo a un lado
y esquivó con facilidad el torpe ataque del genovés. No pretendía
empuñar su arma, pero al ver que el segundo genovés sacaba la suya,
no tuvo otra alternativa que hacerlo.
—Dos contra uno, veremos si sois tan rápidos
con la espada como con la lengua —dijo Castelnou.
El templario se lanzó a la carga con dos
formidables mandobles de su brazo izquierdo que hicieron palidecer
a sus adversarios. Protegiendo su espalda contra una pared para no
ser sorprendido por detrás, mantuvo a raya a los dos genoveses, que
intentaban asestarle una estocada atacándole de manera simultánea
por la izquierda y la derecha. Aquellos dos tipos no eran malos
espadachines, pero no eran enemigos para medirse con la destreza y
la agilidad de Castelnou. En cuanto se lo propuso, despachó a uno
de ellos atravesándole el pecho y desarmó al otro con un giro de
muñeca y un golpe de espada en el brazo. En unos instantes uno de
los genoveses yacía muerto sobre un charco de sangre con el corazón
partido y el otro estaba arrodillado a sus pies rogándole que no lo
matara.
A los gritos de súplica del genovés
acudieron numerosos vecinos del barrio de Pera, que increparon a
Castelnou llamándolo asesino. Jaime intentó explicarse, pero las
protestas fueron aumentando y la turba amenazaba con lincharlo allí
mismo. No le quedó otro remedio que dar media vuelta y descender
corriendo por la calle hasta el puerto de Pera. Tras él iban varias
decenas de personas acusándolo de criminal y clamando venganza,
pero ninguna de ellas se atrevía a acercarse demasiado a la vista
de la espada desenvainada y ensangrentada que Jaime portaba en su
mano izquierda.
Ya en el puerto, dio un brinco y saltó sobre
una de las barcas que se alineaban a decenas en el muelle y conminó
al barquero a que remara a toda prisa hacia la otra orilla del
Cuerno de Oro. Ante la espada de Jaime y amedrentado por la
determinación que mostraban sus ojos, aquel hombre no lo dudó y
comenzó a bogar con todas sus fuerzas.
Una vez en la orilla sur del Cuerno de Oro,
Jaime se dirigió hacia Blanquernas, donde habían sido ubicados los
almogávares, y le explicó lo ocurrido a Rocafort.
—No es el momento de molestar a Roger; ahora
estará dando buena cuenta de esa princesita, pero debemos avisar a
los demás, pues me temo que los genoveses no se contentarán con
unas simples disculpas —dijo Rocafort.
—No hice otra cosa que defenderme —alegó
Jaime.
—No lo dudo; y aunque no fuera así, seguro
que esos dos genoveses se merecían una buena lección.
Rocafort no se equivocó; la noticia de la
muerte del genovés se había extendido deprisa entre la colonia de
mercaderes de esa república y la mayoría clamaba venganza. Los
genoveses disponían para la defensa de sus comerciantes de una
guarnición de soldados dirigidos por un impetuoso capitán que
necesitaba muy pocas excusas para montar una gresca
descomunal.
Se llamaba Rosso del Finar y era un hombre
bregado en decenas de combates en el mar; odiaba a los catalanes
desde que una andanada de una de sus galeras le provocara durante
una batalla de la guerra de Sicilia una terrible cicatriz que le
cruzaba el lado derecho del rostro de arriba abajo.
Varios centenares de soldados genoveses
irrumpieron con Rosso del Finar al frente en el barrio de
Blanquernas, pero los almogávares los estaban esperando. El
enfrentamiento se produjo en el cruce de dos amplias calles, y en
el primer envite cayeron varios genoveses; el propio Rosso fue
despachado de dos mandobles por Jaime de Castelnou.
Los genoveses sobrevivientes se quedaron
paralizados ante la fiereza del contraataque de los almogávares,
quienes, desenvainando sus cuchillos de hoja ancha, comenzaron a
golpear el suelo a la vez que gritaban su consigna favorita:
«¡Desperta ferro!».
Aterrorizados, los genoveses retrocedieron y
comenzaron a correr en retirada perseguidos por los almogávares,
que con sus cabelleras al viento aullaban como verdaderos lobos.
Antes de que lograran embarcar de regreso al barrio de Pera, dos
centenares de genoveses yacían muertos en la calles de
Constantinopla. Animados por la victoria, los almogávares cruzaron
el estuario en varias barcas y cayeron sobre los genoveses de Pera
provocando una matanza terrible.
Cuando la noticia de la refriega entre
almogávares y genoveses llegó a oídos del emperador, el basileus comprendió que había contratado a gente
demasiado peligrosa. Algunos de sus consejeros dijeron que había
sido un error traer a la ciudad a una turba de guerreros como
aquéllos, que convertían a la ferocidad en su norma habitual de
conducta. Otros, por el contrario, sostuvieron la oportunidad de la
decisión, señalando que lo que había que conseguir es que semejante
fiereza se encauzara contra los turcos.
—Parece que las cosas se han calmado —le
comentó Rocafort a Castelnou—. Los genoveses han aprendido la
lección y el emperador nos ha dado la razón.
—Me alegro, porque temí lo peor —dijo
Castelnou.
—Sí, Jaime, has armado una buena. ¿A quién
se le ocurre liarse a golpes con todo el barrio genovés?
—No fue exactamente así; yo sólo pretendía
subir a la torre…
—Claro, subir a la torre… ¿No tendrás algún
lío con una linda genovesita? Dicen quienes las han probado que son
dulces como la malvasía y delicadas como un gorrión. Por cierto,
nunca he follado con una genovesa, tal vez sea ahora la ocasión de
ir por allá en busca de alguna.
—Yo no lo haría; no es precisamente el
momento más oportuno para que un almogávar se deje ver en el barrio
de Pera. El emperador ha ordenado que no nos mezclemos con ellos, y
Roger de Flor ha asentido.
—Bien, lo dejaré para mejor ocasión, pero no
descarto un buen revolcón con una de esas estiradas gatitas
genovesas.