CAPÍTULO II

Jaime de Castelnou se recortó la barba y se dejó crecer el pelo. Su nuevo aspecto debía ser bien distinto del de un caballero templario, para parecerse poco a poco a un verdadero almogávar, uno de esos hombres fieros y rudos nacidos en las tierras fragosas y montaraces de los dominios del rey de Aragón, siempre dispuestos a la gresca a cambio de una soldada, y a cumplir las órdenes de su jefe hasta el fin. Bueno, en esa cuestión al menos Jaime estaba acostumbrado, pues la obediencia al superior y la disciplina según la regla templaria es lo que había practicado en los últimos catorce años de su vida.
La compañía de Roger de Flor era un verdadero ejército compuesto por seis mil hombres y treinta y dos barcos, entre los que había varias galeras de guerra tan bien equipadas como las venecianas, las genovesas o las del rey de Aragón; muchos de ellos viajaban con sus familias, de modo que no sólo luchaban por una soldada, sino también por el pan de los suyos y la continuidad de su linaje.
Desde que Fadrique de Sicilia le comunicara que ya no necesitaba de sus servicios militares, Roger de Flor había buscado un nuevo monarca al que ofrecer sus armas y las de sus hombres. La compañía de almogávares era una máquina construida para la guerra, y funcionaba con una extraordinaria precisión y eficacia. La lealtad al jefe y la defensa mutua eran dos características que le otorgaban la homogeneidad en la que radicaba su fuerza.
El comandante de los almogávares, mientras el maestre del Temple y Jaime de Castelnou definían un plan para capturarlo, tomó una decisión inesperada que desbarató el plan ideado por Molay. En la primavera de 1302 envió unos emisarios ante la corte del emperador de Bizancio. Constantinopla, la populosa ciudad que los cruzados saquearan hacía ya un siglo, había vuelto a recuperar su condición de capital del imperio Bizantino tras varios decenios de dominio latino. Pero Bizancio seguía amenazado por la cercanía de una potencia que crecía en fuerza y en poder. Los turcos otomanos, fieros guerreros descendientes de una tribu semi nómada que había emigrado desde el centro de Asia hacia Occidente dos siglos atrás, amenazaban a la propia Constantinopla desde sus posesiones en Anatolia donde acababan de fundar un reino.
Roger de Flor evaluó su complicada situación y concluyó que la única salida que se le presentaba era ofrecerse como mercenario al emperador bizantino Andrónico II. En principio, el emperador dudó, pues la anterior experiencia con los latinos había sido demoledora para Bizancio, pero no tenía un ejército con el que hacer frente a la amenaza de los turcos y al fin accedió, y permitió que Roger de Flor y su compañía se desplazaran hasta sus dominios. Los almogávares serían las tropas de choque del Imperio a cambio de una cuantiosa paga.
Jaime de Castelnou, en su nuevo papel de soldado de fortuna, se dirigió al encuentro de los almogávares, que se habían concentrado en el puerto siciliano de Mesina para viajar hacia Bizancio. Allí se enteró de que el plan que acordara con Molay ya no servía para nada; las galeras enviadas por el Temple como si fueran del rey de Armenia habían tenido que regresar a Chipre con la hermosa mujer que debería haber embaucado al caudillo de los almogávares, y Castelnou dudó entre seguir adelante él solo o renunciar a acabar con Flor y regresar a Chipre. Lo más sensato hubiera sido volver a Nicosia y trabajar en un nuevo plan, pero Jaime tomó la decisión de seguir el rastro del renegado. Ya se le ocurriría alguna cosa en cuanto pudiera contactar con él.
Durante varias semanas recorrió las costas del oeste de Grecia, recalando en varios puertos hasta que entró en contacto con una de las galeras almogávares en un puerto de la isla de Corfú. El capitán que la mandaba receló de aquel extraño individuo que apareció de pronto solicitando enrolarse en la Compañía, pero las referencias que le proporcionó eran creíbles. Jaime le dijo que era natural del condado de Ampurias y que había estado al servicio del conde hasta que marchó a Tierra Santa para cumplir una promesa hecha a su padre antes de que éste muriera. Castelnou describió con tal precisión de detalles su solar de nacimiento y su peripecia que el capitán lo aceptó. Cuando le preguntó si sabía combatir, el templario le respondió que no había hecho otra cosa en su vida. El almogávar sonrió irónico y le dijo que si se atrevía a combatir con espada contra él.
—Será tan sólo una prueba, y lo haremos con espadas de madera. Comprende que debo cerciorarme de que sabes manejar un arma; en este oficio es lo único que interesa que conozcas.
—Está bien —aceptó el templario.
Los dos contendientes se dirigieron a la playa seguidos por la mayor parte de la tripulación de la galera, empuñaron sendas espadas de madera y se pusieron en guardia. El capitán almogávar se mostraba confiado, pues su destreza en la esgrima era bien conocida por sus hombres, que gritaban por si alguien quería apostar sobre quién ganaría aquel combate, alzando el brazo y mostrando unas monedas en la mano. Nadie lo hizo por Castelnou.
Tras un breve tanteo, el capitán se arrojó sobre el templario con una contundencia demoledora; Jaime apenas pudo repeler el primer golpe, fortísimo, que le lanzó de arriba abajo, y que no esperaba que fuera tan poderoso. Pero se rehizo de inmediato y pudo desviar sin dificultad la segunda estocada, que iba directa a su cuello. Rehecho del primer envite, el templario contraatacó con un par de fintas que causaron la admiración de los espectadores y la sorpresa del almogávar. Instantes después el capitán había perdido su espada y se dolía de un hábil golpe recibido en la muñeca con la que la sostenía. La espada de madera de Castelnou apuntaba directamente a la nuez del capitán, que se había quedado de pie e inmóvil, absolutamente sorprendido por la rapidez de su adversario.
—Vaya —dijo al fin—, en verdad que sabes manejar una espada.
—Te has confiado y he tenido suerte —repuso Jaime.
—No lo creo. Tú no eres un simple mercenario en busca de una soldada. Tienes demasiada sangre fría.
—No me ha quedado otro remedio; he combatido en varias batallas con los mamelucos, y ante sus espadas de fino acero damasceno o te espabilas o eres hombre muerto.
—Nos serás útil. Considérate uno de los nuestros. Mi nombre es Martín de Rocafort.
—Yo soy Jaime de Ampurias.
—Bueno, si tú lo dices…, pero no creo que ése corresponda a tu verdadero nombre, aunque si cumples con el código de los almogávares me importa un comino quién diablos seas. Lo único que aquí se exige es lealtad al jefe y a tus compañeros; de dónde vengas o cuál sea tu pasado no tiene el menor interés para nosotros.
Los hombres de la galera vitorearon a su nuevo compañero y algunos se acercaron a saludarlo y a darle palmaditas en la espalda alabando la proeza que había protagonizado al desarmar al capitán Rocafort. Castelnou ya era un almogávar.