CAPÍTULO VI

Jacques de Molay envió al papa Clemente un completo memorial en el que se rebatían punto por punto todas las acusaciones a través de los rumores que en los últimos meses se habían lanzado sobre los templarios. El maestre estaba indignado pero a la vez convencido de que el papa les daría la razón y restituiría el honor cuestionado a los miembros de la Orden. Los delegados papales comenzaron toda una retahíla de interrogatorios en los que los templarios colaboraron sin la menor sospecha de que estaban cayendo en una trampa.
Pero entre tanto esto ocurría, el rey de Francia acababa de tejer su plan. En una entrevista con el taimado Nogaret, el monarca le había encargado la redacción de una orden por la cual todos los templarios del reino de Francia serían apresados y encerrados a la vez.
El día 14 de septiembre Nogaret envió a todos los altos funcionarios de las provincias de Francia una circular en la que les ordenaba que tuvieran preparada una fuerza armada compuesta por una compañía de soldados para la noche del próximo día 12 de octubre en todas las localidades donde hubiera una encomienda del Temple. La carta era enigmática, pues se acompañaba de otra cerrada, sellada y lacrada que no debería de ser abierta hasta ese mismo día 12 de octubre bajo severísimas penas. La mayoría de los delegados del rey en las provincias de Francia creyeron que la intención de su soberano era tener todo dispuesto para declarar la guerra a Inglaterra, y lanzarse a la conquista de las tierras que los ingleses todavía poseían en el continente, en las costas atlánticas entre Bretaña y los Pirineos.
Un sargento templario de la encomienda de París se enteró de la expedición de esa orden real y acudió ante el maestre para transmitírsela. Jacques de Molay receló de aquella información y, aunque supuso que detrás de ella había una operación contra el Temple, no le dio demasiada importancia y se limitó a comentar que ningún cristiano sería capaz de atentar contra los intereses de la Orden.
—Esa carta real ha sido dirigida a todos los senescales del reino de Francia; me temo que algo se oculta tras ella, y que no es bueno para nosotros.
—Vamos, hermano Jaime, esa circular sólo alerta para que los soldados estén prevenidos en todas partes; probablemente los espías del rey Felipe habrán detectado algunos movimientos de las tropas inglesas y lo que pretende su majestad es que, si se produce un ataque inglés, no le coja desprevenido.
—Quien ha ordenado la formación de fuerzas armadas para que estén preparadas ese día ha sido Nogaret en persona. Yo lo conozco, y sé que es un hombre que no se anda con disquisiciones ni etiquetas. Odia al Temple, ambiciona nuestras riquezas y está obsesionado con nuestra desaparición. Deberíamos actuar con habilidad y destreza y tratar de enterarnos de qué es lo que realmente pretende.
—Ya lo hiciste, y sin ningún resultado —le reprochó Molay a Castelnou.
—Eso no es del todo cierto, hermano maestre; el vicecanciller Villeneuve me confesó que la expulsión y confiscación de bienes de los judíos era una especie de ensayo previo a la futura expropiación de los bienes de nuestra Orden, y gracias a mi entrevista con Nogaret hemos podido conocer la enorme inquina que ese hombre nos profesa. Estoy convencido de que será capaz de llegar lo más lejos posible para acabar con el Temple.
—Eres demasiado receloso, hermano Jaime, nadie en su sano juicio atentaría contra la orden militar más poderosa de la cristiandad. No me imagino a uno de los consejeros del rey de Francia conspirando en contra de los templarios.
—Permíteme, hermano maestre, que insista, pero…
—No, ya basta. Eres uno de los mejores caballeros del Temple, y en los años que llevas entre nosotros has demostrado una absoluta fidelidad a la Orden, a la defensa de sus integrantes y a la salvaguarda de sus propiedades. Sabes que pienso en ti para que el día en el que Dios decida que tengo que dejar este mundo me sucedas al frente de nuestros hermanos, pero para que ello ocurra tienes que demostrar serenidad, prudencia y obediencia, mucha obediencia. Recuerda que en tus votos te comprometiste a ello. Olvida pues esas veleidades conspirativas y céntrate en los esfuerzos por desmontar las acusaciones que se han vertido sobre nosotros.
»Nada tenemos que ocultar; somos inocentes de todo delito y nadie podrá demostrar lo contrario.
Jaime de Castelnou se retiró apesadumbrado. En los ojos de Nogaret había visto reflejados la ambición y el odio, y por ello estaba convencido de que aquel hombre estaba tramando algo, y no precisamente beneficioso para los templarios.
El maestre era un ingenuo que no atendía a ninguna de las señales y que no era capaz de poner en marcha los mecanismos de autodefensa que poseía la Orden.
En los días siguientes Castelnou volvió a intentar convencer al maestre para que reaccionara, pero Molay seguía insistiendo en que ningún cristiano haría daño al Temple, y pese a que algunos comendadores le informaron de que sentían que una cierta amenaza se cernía sobre sus encomiendas, nada hizo para garantizar su protección, ni siquiera cuando el día 22 de septiembre dimitió de su cargo de canciller del reino de Francia el titular del puesto hasta entonces, el arzobispo de Narbona. Cuando el rey Felipe nombró a Nogaret como sustituto del arzobispo, ya no le cupo a Castelnou la menor duda de que negros nubarrones se cernían amenazantes sobre los templarios.

∗ ∗ ∗

Varios caballeros templarios, alarmados ante la pasividad que mostraba el maestre en el proceso abierto, se dirigieron a Castelnou para mostrarle su inquietud. Le advirtieron de que los oficiales de Nogaret estaban organizando algo realmente importante, pues se había movilizado a un gran número de soldados, y desde luego no parecía que se tratara precisamente de preparativos para una posible guerra contra Inglaterra, pues ni se habían detectado movimientos de tropas inglesas en ese reino y en sus posesiones en el continente ni las tropas francesas se dirigían hacia las fronteras de occidente. Algunos de los caballeros sospechaban que el verdadero objetivo de toda aquella movilización era la Orden del Temple.
—Nuestro maestre asegura que no hay peligro, y que el rey de Francia jamás atentará contra nosotros —le dijo Jaime a la media docena de caballeros que se habían reunido con él para manifestarle sus preocupaciones.
—El maestre no nos hace caso, pero tú, hermano Jaime, tienes gran ascendiente sobre él. Te rogamos que intentes convencerlo para que reaccione. La amenaza que se cierne sobre nuestra Orden es real, y algo tenemos que hacer —propuso el portavoz de los caballeros.
—Ya he hablado de este asunto con el maestre. Nuestros informantes nos han hecho saber que ese peligro existe, y yo mismo he podido comprobarlo, pero el maestre no quiere verlo.
—Siempre sostuve que Molay era hombre poco imaginativo, demasiado inflexible y carente de astucia, y lo que está haciendo corrobora la impresión que me produjo cuando lo conocí, hace ahora más de diez años. No es capaz de darse cuenta de lo que está ocurriendo ante sus propias narices; si le dejamos, nos conducirá a la ruina —sostuvo el portavoz.
—Recuerda, hermano, que es nuestro maestre y le debemos obediencia —dijo Jaime.
—Debemos obediencia al Temple y al espíritu que lo inspiró. Si dejamos que Molay siga al frente de la Orden, estaremos perdidos.
—Y en ese caso, ¿qué proponéis?
—Sustituir a Jacques de Molay como maestre de la Orden del Temple.
—Eso es alta traición.
—No. Nuestra regla deja bien claro que si un hermano no puede o no sabe cómo ejecutar una orden del maestre deberá pedir a alguien que le ruegue al maestre que lo libere de la obligación de cumplir su orden, porque o no puede ejecutarla, o no sabe cómo hacerlo, o la orden no es razonable. En este último caso no ha de cumplirse la orden. Y es evidente que no es razonable permanecer de brazos cruzados mientras se está urdiendo la liquidación del Temple.
—Juramos obedecer a nuestros superiores; la existencia de nuestra Orden se basa en la obediencia, si rompemos ese principio estamos acabados…
—Y si dejamos que Molay siga anclado en esa inanidad absurda, también. Al menos pon a salvo el tesoro.
—¿A qué te refieres? —le preguntó Castelnou.
—Lo que buscan el rey Felipe y su lacayo Nogaret es nuestro tesoro. Ordena que se lo lleven de aquí, que se oculte en algún lugar seguro. No podemos consentir que caiga en sus manos.
—¿Tesoro?, vamos, aquí apenas hay unos miles de libras. El esfuerzo que hicimos en Tierra Santa acabó con la mayor parte de nuestras rentas.
—No me refiero al dinero.
—¿Entonces? —se extrañó Castelnou.
—Al Grial, al Santo Grial. Los reyes de Francia están obsesionados con las reliquias; el abuelo de Felipe, Luis el Santo, ordenó construir la Santa Capilla para guardar las suyas y se gastó una fortuna en adquirir las más preciadas de la cristiandad, pero el Grial, la más notable de todas ellas, está en nuestras manos, y en ellas debe seguir. Nosotros seis —el portavoz señaló a sus compañeros— hemos decidido crear un grupo para defender y proteger el Santo Grial. Tú fuiste su guardián en Acre, y gracias a ti se salvó con el resto del tesoro de aquella encomienda. Ahora te rogamos que presidas nuestro grupo y salves el sagrado cáliz.
»Aquí está.
A una indicación del portavoz, uno de los caballeros sacó de debajo de su capa blanca un paño que envolvía un pequeño objeto; al destaparlo, Jaime observó que era la misma copa que Jacques de Molay le había enseñado.
—¿Cómo lo habéis conseguido?, el maestre guarda siempre consigo la llave del cofre.
—El herrero del convento está con nosotros; para él ha sido fácil abrir el cofre y volverlo a cerrar.
—No puedo aceptar esto que estáis haciendo; lo pondré de inmediato en conocimiento del maestre, y él decidirá qué hacer con vosotros —asentó Castelnou.
—Aguarda un momento. Sólo te pedimos que lo conserves, a buen recaudo, hasta el día 13 de octubre. Ese es el día señalado para que los soldados del rey estén listos Para actuar. Si su objetivo no es el Temple, en ese caso lo devolveremos a su cofre original, pero si los soldados del rey intervienen en nuestras encomiendas, al menos no podrán apropiarse del Grial.
—No puedo hacer lo que me pedís, va contra nuestra regla.
—Ya te he dicho que nuestra regla permite, en casos de pérdida del buen sentido, desobedecer al maestre, y tú, hermano Jaime, sabes perfectamente que aquí se da esa circunstancia.
El corazón de Castelnou le decía que aquellos hombres tenían razón, y que el maestre Molay carecía de cualidades para ser un buen maestre, pero su cabeza le ordenaba ser fiel al juramento de obediencia que había realizado al entrar en la Orden. Toda su vida había sido un templario ejemplar, y no estaba dispuesto a manchar su expediente en un momento tan difícil. Pero conocía a Nogaret y sabía que la ambición del canciller real no tenía límite. Por una vez, dejó de lado lo que le pedía su cabeza e hizo caso a su corazón.
—De acuerdo, pero sólo el Santo Grial. El resto del tesoro se quedará en el convento —aceptó Castelnou.
El templario que guardaba el cáliz extendió los brazos y le entregó la sagrada copa.
—Gracias, hermano Jaime, por aceptar.
—Pero recordad que si el día 13 no pasa nada, el Santo Grial regresará a su cofre.
—Ojalá que así sea, pero mucho nos tememos que no ocurrirá de ese modo. Entretanto, te confiamos nuestra más preciada reliquia.
Los seis templarios juramentados se despidieron y dejaron a Castelnou con el Grial en las manos. Jaime lo ocultó entre su hábito y se dirigió al dormitorio, donde lo escondió bajo su colchón, en espera de encontrar un lugar seguro donde depositarlo. Sabía que lo que había hecho no estaba bien y que si se descubría sería expulsado del Temple y tal vez encarcelado de por vida, pero estaba convencido de que el rey de Francia y Nogaret estaban dispuestos a actuar contra el Temple y que la pasividad del maestre era perjudicial para la Orden.