CAPÍTULO VIII

El halcón era la galera más grande de cuantas surcaban el Mediterráneo. Su enorme perfil destacaba sobre otras cinco galeras del rey de Aragón que se alineaban en la playa de Barcelona, dispuestas para zarpar rumbo a Ultramar. Era propiedad del Temple, como bien indicaba el estandarte blanco y negro que ondeaba en el segundo de sus dos elevados mástiles. La llamada de auxilio del maestre del Temple apenas había tenido acogida entre los soberanos de la cristiandad; sólo el rey de Aragón había decidido enviar algunas naves con soldados y dinero. Los templarios de los reinos y Estados del rey de Aragón habían logrado reunir varios miles de sueldos y enrolar a un centenar de caballeros y sargentos, además de doscientos caballos, que fueron embarcados en tres navíos de carga llamados huissies, preparados especialmente por los templarios para el transporte de estos animales.
Aquella mañana de septiembre la playa de Barcelona estaba llena de caballos, mulas, fardos de víveres, equipos de campaña y gentes, soldados y marineros que iban y venían cargando las naves prestas a salir hacia Tierra Santa.
Jaime de Castelnou estaba ordenando su equipo en El halcón; el comendador de Mas Deu le había entregado dos caballos, un escudero y un criado. Cuando subía a la nave por una rampa de madera apoyada en la arena, observó sobre el castillo de proa a un impetuoso sargento templario que impartía órdenes como si fuera el mismísimo maestre Beaujeu.
—Es Roger de Flor —le dijo Guillem de Perelló—, un individuo de cuidado. Todavía no me explico cómo consiguió ingresar en la Orden; no es precisamente el tipo que podríamos denominar como el templario ideal. Alguien tuvo que influir y mucho para que lo aceptaran en la encomienda de Brindisi.
Con las piernas abiertas, las manos apoyadas en jarras y una densa y larga barba rubia, Roger de Flor parecía un soldado formidable. Vestía el hábito de sargento del Temple, de un color negro intenso, como ala de cuervo, con la cruz roja cosida sobre el hombro izquierdo. Su historia en el Temple era peculiar. Hijo de un halconero alemán del rey Federico II de Sicilia, llamado Richard Blume, se quedó huérfano muy pronto, y su madre, una dama de Brindisi, consiguió que lo aceptaran en la Orden como grumete de una de las galeras que el Temple solía tener destacadas en ese puerto. Debido a su astucia, y como no podía vestir la capa blanca de caballero por no ser de sangre noble, Roger de Flor ascendió muy pronto a la categoría de sargento, y no tardó en conseguir que le otorgaran el mando de una de las galeras del Temple. Cambió su apellido alemán, Blume, por el de Flor, y logró ser muy conocido y respetado entre los templarios y entre los marineros del Mediterráneo por su audacia y su valor, y considerado como uno de los más hábiles marinos.
No era un Hombre religioso, y no solía cumplir con algunos preceptos de la estricta regla templaria, pero ninguna autoridad le recriminaba su comportamiento irregular porque realizaba con éxito importantes misiones para la Orden en el mar. Sólo tenía veintidós años pero su experiencia era tal que todos los hombres bajo su mando, casi todos ellos mayores que él, le obedecían sin rechistar. Su imponente figura impresionaba tanto como sus ojos azules y profundos, cuya mirada transmitía una intensa sensación de fiereza.
Guillem de Perelló había sido designado comandante de los caballeros templarios embarcados en esa galera, y así se lo hizo saber a Roger de Flor.
—De acuerdo, hermano, tú mandas en esa gente, pero El halcón está a mi cargo, y una vez hayamos zarpado yo soy quien da las órdenes a bordo, y sólo yo —le dijo Roger de Flor a Guillem.
—Estás hablando con un caballero templario; tú eres sólo un sargento —espetó Perelló.
—Ya he visto tu hábito blanco; pero mira tú el mío, es negro; y ahora observa nuestro estandarte, allá arriba en lo alto del mástil de proa. ¿Lo ves? El baussant es mitad blanco y mitad negro; no hay preferencias de colores. ¿Acaso sabes gobernar una de esas galeras, hermano? Esta es la más grande del mundo, el mayor navío jamás construido por manos humanas, salvo el arca de Noé, claro. Si sabes cómo se maneja, de acuerdo, ahí tienes el puente, los timones y el instrumental de navegación. ¿Podrías señalar hacia dónde está Tierra Santa? Hacia allí, hacia allá, por ahí.»! —Roger de Flor señaló con el dedo en varias direcciones Hacia el interior del mar—. Bien, mientras seas incapaz de dirigir esta galera, yo seré el capitán.
Guillem calló y continuó la carga mientras Roger de Flor seguía dando órdenes a voz en grito para acelerar el ritmo de trabajo.
A media tarde ya estaban todos los bultos colocados en la bodega de El halcón; las naves del rey de Aragón también estaban listas. Los capitanes intercambiaron señales y dieron la voz de zarpar. Empujadas hacia el agua aprovechando la marea, las seis galeras comenzaron a desvararse de la arena hasta que la profundidad del agua les permitió flotar.
—¡Bogad, bogad! —gritó Roger de Flor a sus remeros.
Más de trescientos brazos se movieron a la vez y remaron al mismo ritmo; la enorme galera templaria comenzó a alejarse de la costa cuando el sol se ocultaba tras los montes de Barcelona.
—¿Cuánto tiempo tardaremos en arribar a Acre? —preguntó Jaime a Guillem.
—Nunca se sabe; uno, dos, tres meses… Depende del tiempo, de las tormentas, de las corrientes, de los vientos y de la voluntad del Todopoderoso. He estado tres veces en Tierra Santa; en el primero de los viajes empleamos cuatro meses desde Marsella, en el segundo dos y en el tercero apenas veinticinco días. Son el mar y el cielo y Nuestro Señor los que deciden cuánto durará nuestra travesía.

∗ ∗ ∗

Tres semanas después de zarpar arribaron a Sicilia. La isla pertenecía desde hacía seis años al rey de Aragón; la población siciliana se había rebelado contra el dominio de la casa de Anjou y, con ayuda del rey Pedro el Grande, habían logrado liberarse de un gobierno tiránico. Recalaron en Siracusa y allí se aprovisionaron de víveres; Roger de Flor les dijo que la siguiente escala sería en Brindisi, de donde partirían directos hacia Acre una vez que allí se les uniera una escuadra del Temple formada por dos galeras de guerra y varios barcos de transporte de los llamados huissies.
Allí se enteraron de que en Bari se estaba concentrando un verdadero aluvión de gentes con destino a Tierra Santa.
—Parece que hay muchos cristianos dispuestos a luchar por Acre —comentó Jaime de Castelnou al enterarse de la noticia.
—Me temo que no sea así. Por lo que supongo, quienes aguardan a embarcar en Bari son una chusma de fanáticos y aventureros dispuestos a una ganancia fácil y a apoderarse de cuanto botín caiga en sus manos; no creo que les guíe la idea de defender a la cristiandad. Hace ya tiempo que el ideal que guiaba a los cruzados se ha desvanecido; ahora todos ésos son mercenarios sin escrúpulos que matarían a su propia madre por un puñado de monedas. La mayoría de quienes aparecen en estas circunstancias por Tierra Santa son bandidos en busca de fortuna fácil dispuestos a robar cuanto les sea posible.
»Fíjate en ese Roger de Flor; hace veinte años lo hubieran echado del Temple a patadas, y ahí lo tienes, dirigiendo nuestro navío de guerra más importante —concluyó Guillem.
Castelnou recordó que la regla prohibía hablar mal a unos hermanos de otros, y huir de la murmuración y los chismes, pero no le dijo nada a Guillem, que parecía muy enojado con el comandante de El halcón.
En Siracusa se entretuvieron más tiempo del esperado, y al fin partieron hacia Brindisi; llegaron a mediados del mes de diciembre, bajo un cielo gris que amenazaba lluvia con unos negros nubarrones en el horizonte.
Los barcos que tenían que partir con El halcón hacia Acre no estaban preparados. Una tormenta había desbaratado algunos de sus aparejos y tardarían al menos otro mes en ser reparados. Además, la borrasca que se había formado hacia el sur no aconsejaba precisamente zarpar en esas condiciones. Los retrasos se acumulaban y Roger de Flor decidió que sería mejor pasar en Brindisi los dos primeros meses del nuevo año y zarpar a fines del invierno, cuando las condiciones de navegación fueran mejores.
Guillem de Perelló protestó por ello, pero el comandante de la galera se limitó a responderle que nada se podía hacer con aquellas condiciones, y que por tanto era preceptivo esperar. Los caballos fueron desembarcados y conducidos a un cercado en el que los templarios les obligaron a trotar para evitar que sus patas y sus músculos quedaran entumecidos por la larga travesía. Algunos no resistieron el viaje y seis tuvieron que ser sacrificados.
Conforme se acercaba el día de la partida hacia Acre, más y más peregrinos y cruzados se fueron uniendo a la expedición del Temple. La Orden era propietaria de muchos navíos de todo tipo que explotaban consiguiendo unos buenos beneficios con el precio que pagaban los peregrinos que utilizaban esos barcos para viajar a los Santos Lugares desde sus bases en los puertos de Niza, Toulon, Marsella, Bari o La Rochelle, en sus enormes galeras, como La buenaventura, El halcón, La rosa del Temple o La bendita, y en sus voluminosas naves de carga.
Jaime de Castelnou se quedó asombrado cuando contempló cómo se descargaban de las bodegas de dos navíos templarios que acaban de arribar a puerto desde Constantinopla decenas de sacos con pimienta, azúcar, clavo, azafrán, nuez moscada y canela, fardos de telas de seda, decenas de cántaros de vino y aceite, sacas con alumbre, cajas con pescado salado, tablas de madera de ébano, frascos con barnices, rollos de lino e incluso gallinas de la India vivas.
Al fin, tras semanas de espera, se dio la orden de zarpar. Habían tardado medio año en atravesar medio Mediterráneo; ahora les quedaba por delante la otra mitad.
Pero entrada la primavera el tiempo cambió y la travesía fue mucho más rápida. Desde Brindisi tomaron rumbo sureste hasta que avistaron la costa occidental de Grecia, que bordearon navegando de cabotaje ahora con rumbo este. Pasaron al norte de la isla de Creta, sin llegar a divisarla, y a mediados de abril tocaron tierra en la costa sur de Chipre; si no surgía ningún contratiempo, San Juan de Acre se encontraba sólo a tres días de navegación hacia el sureste.