CAPÍTULO I
Una lluvia fina y helada caía inmisericorde
sobre la comitiva de los templarios. Había salido de Poitiers de
madrugada, días después de celebrada la entrevista con el papa
Clemente, en la que se había logrado mantener la independencia y
singularidad de la Orden, y avanzaba por el camino del norte hacia
París en fila de a dos. Aunque el agua empapaba los capotes de
viaje, seguía pareciendo un cortejo digno de un rey. Los caballeros
y los sargentos mantenían sus lanzas erguidas hacia el cielo
plomizo, mientras cabalgaban en completo silencio, sólo preocupados
de mantener las líneas perfectamente ajustadas, como si estuvieran
a punto de entrar en batalla.
Tras siete días de viaje avistaron las
torres de la catedral de Nuestra Señora. Los bloques de caliza
blanca recién tallados refulgían bajo la luz grisácea del cielo
parisino. La ciudad se extendía por ambas orillas del Sena, en
torno a dos islas abrazadas por el cauce del río y en las cuales se
levantaban la propia catedral de Nuestra Señora y la Santa Capilla,
en cuyo interior se guardaban las más preciadas reliquias de la
pasión de Cristo.
En la casa del Temple ya sabían que el
maestre había resultado triunfante de su entrevista con el papa en
Poitiers, pero los templarios parisinos recelaban de ese éxito.
Sabían bien que desde que se le negara el ingreso honorífico en la
Orden, Felipe de Francia había mostrado su disgusto con los
templarios, y no había olvidado lo que consideraba una enorme
ofensa contra su excelsa majestad.
Una vez instalados en la casa de París, los
templarios de Chipre y los de Francia asistieron juntos a los
oficios religiosos. Molay había ordenado que la vida de la Orden
siguiera su curso habitual, y así las primeras semanas del año del
Señor de 1307 discurrieron en la plácida monotonía por la que se
regía el Temple en tiempos de paz.
Una mañana, después de la oración de la hora
tercia, Molay hizo llamar a Castelnou. Jaime entró en la habitación
donde estaba el maestre acompañado por un criado, que se retiró en
cuanto los dos caballeros se saludaron. Molay estaba de pie, de
espaldas a la puerta, mirando a través de una ventana que daba a
unos jardines en el interior del convento.
—Siéntate, hermano Jaime —le ordenó el
maestre sin siquiera volverse para mirarlo.
Jaime dio dos pasos y se acomodó en una
silla colocada ante una mesa sobre la cual había una caja de plata
sobredorada con nueve cruces templarias en oro que le resultó
familiar.
—¿Qué deseas, hermano maestre?
—¿Recuerdas esta caja? —le preguntó
señalándola.
—Me parece que sí. Si no me falla la
memoria, es la misma en la que se guardaba el Santo Grial en Acre.
El maestre Guillermo de Beaujeu me encargó personalmente que la
custodiara con el resto del tesoro hasta ponerlos a salvo en Chipre
y se hiciera cargo de ella un nuevo maestre.
—Así es. ¿Llegaste a ver el Grial?
—No. No abrí la caja, nadie me autorizó a
hacerlo.
—¿Entonces, no viste el cáliz?
—No, sólo la caja.
Molay se acercó a la mesa, se sentó en la
silla que había de su lado y abrió con cuidado la caja de plata. De
su interior extrajo un lujoso paño que contenía un objeto y lo fue
extendiendo lentamente sobre la mesa. Sobre el paño quedó al
descubierto un sencillo vaso de piedra semipreciosa, de color
rojizo con vetas oscuras. Molay se arrodilló y se santiguó; Jaime
hizo lo mismo. El maestre inició el rezo de un padrenuestro que
Castelnou continuó con devoción. Al acabar la oración, ambos
volvieron a santiguarse y se sentaron cada uno en su silla.
—He aquí el Santo Grial. Este es el vaso en
el que Cristo consagró el vino en su sangre en la primera
celebración eucarística.
Jaime contempló la sagrada reliquia; los
rayos de luz que penetraban por la ventana provocaban en la
brillante y bruñida piedra del cáliz irisaciones
tornasoladas.
—¿Qué tipo de piedra
es? —preguntó Castelnou.
—La llaman ónice. Es una piedra semipreciosa
que presenta diversas variedades; sólo se encuentra en canteras de
Oriente; los romanos la apreciaban mucho, y llegaron a fabricar con
ella camafeos y piezas muy delicadas. Fíjate en su brillo y su
finura. —Molay cogió el cáliz y lo acercó a Castelnou—.
Tómalo.
—¿Puedo tocarlo, no es un sacrilegio?
—Por supuesto que no. Los templarios hemos
sido los guardianes del cáliz durante dos siglos. Sólo unos pocos
conocemos su historia. Tú eres uno de los elegidos. Escucha.
—¿Yo?, no tengo ningún mérito para
ello.
—Lo tienes; primero escucha esta historia, y
después sabrás por qué se te encargó la sagrada misión de ponerlo a
salvo con el tesoro de la Orden antes de la caída de Acre. Ahora
bien, tal vez no te guste cuanto vas a oír, pero es tiempo de que
sepas la verdad.
«Nuestra Orden se fundó pocos años después
de la conquista de Jerusalén en la primera gran cruzada. El rey
Balduino, el segundo de ese nombre en la Ciudad Santa, concedió a
nuestro fundador, el maestre Hugo de Payns, el solar del templo de
Salomón, para que allí tuviera el Temple su primera casa. El
edificio que le cedió había sido una mezquita llamada de al-Aqsa,
de gran veneración para los musulmanes. Hubo que consagrar la
mezquita como iglesia, construir habitaciones para los nueve
primeros caballeros templarios y habilitar unas bodegas para
establos. Fue en el curso de esas obras donde apareció esta copa de
piedra: el Santo Grial.
—No quisiera dudar, nunca lo he hecho, pero
¿cómo podemos saber que este cáliz es en verdad el de la Ultima
Cena? —preguntó Castelnou.
—Uno de los nuestros, un caballero templario
de la nación alemana llamado Wolfram von Eschenbach, escribió un
largo poema al que tituló Parsifal, el
nombre de uno de los caballeros de la mesa redonda del rey Arturo
de Bretaña. Von Eschenbach creó una trama en la que el Grial era
una esmeralda que se desprendió de la diadema de Lucifer, el ángel
de la luz, cuando éste se convirtió en el demonio al rebelarse
contra Dios en el principio de los tiempos. En ese poema también se
dice que la historia la tomó su autor de un cristiano de la ciudad
hispana de Toledo, de nombre Kyot, quien a su vez se la había oído
contar a un pagano llamado Flegetanis, hijo de un musulmán y una
judía.
»El cáliz sagrado se había perdido, y el rey
Arturo, el más noble y famoso de los caballeros, creó una orden de
caballería, la Mesa Redonda, para buscarlo. Los mejores caballeros
del reino de Bretaña, Lanzarote del Lago, Galahad, Ajax y Parsifal,
salieron en su busca. Pero para poder encontrarlo era necesario
tener limpio el corazón, y no todos los caballeros estaban libres
de pecado. El más valeroso y fuerte de todos ellos, Lanzarote,
había cometido adulterio con la reina Ginebra, la esposa del rey
Arturo, y por ello no era puro ni cumplía las condiciones para ser
el recuperador del Grial; algunos otros caballeros eran orgullosos
y altivos, y también fracasaron en la búsqueda. Sólo Galahad era
limpio y sin tacha, y por ello era el destinado a recuperar el
Grial. Galahad es el soldado que vive en la espiritualidad, la
verdadera imagen de Cristo, el único caballero que cumple los
requisitos para ser redentor en un mundo en el que reina la vanidad
y el pecado.
—¿Pero si apareció el Grial en Jerusalén,
cómo es posible que estuviera antes en Bretaña? —preguntó
Castelnou.
—Robert de Boron escribió un relato en el
que cuenta que José de Arimatea recibió el cáliz de la Ultima Cena,
el primero en el que se consagró el vino en la sangre de Cristo.
José era un rico mercader que recogió el cuerpo de Jesús de la Cruz
y lo llevó a un sepulcro que había ordenado construir a sus
expensas en Jerusalén. Según Boron, José tomó en el cáliz unas
gotas de la sangre de Jesús cuando éste estaba todavía en la cruz y
las guardó en el Grial. Desde entonces el cáliz se habría
custodiado entre los descendientes de José de Arimatea, pero no en
Francia. El Grial se ocultó en Jerusalén, cerca de la tumba de
Cristo, y allí tenía que permanecer hasta que la Ciudad Santa fuera
liberada del yugo sarraceno.
—No entiendo…
—No es fácil. El Grial encierra
conocimientos que están al alcance de muy pocos, de los más limpios
de corazón, los puros, los perfectos… Tu abuelo era uno de ellos,
un hereje.
»La Iglesia así los considera, pero ellos
decían ser puros. Tu padre no supo nada del suyo hasta que, poco
antes de la cruzada del rey Jaime de Aragón, el conde de Ampurias
se lo contó. Su corazón se convulsionó al saber que su padre había
sido un hereje y se embarcó rumbo a Jerusalén para tratar de borrar
el pecado de su progenitor combatiendo en Tierra Santa contra los
infieles. Por eso abandonó a tu madre cuando estaba embarazada y tú
todavía no habías nacido. El resto ya lo conoces: una tempestad
desbarató la flota del rey de Aragón, algunas galeras se fueron al
fondo y una de ellas fue la de tu padre.
»La Orden decidió que el hijo de Raimundo de
Castelnou debería profesar en el Temple, y el conde de Ampurias se
mostró de acuerdo con ello. Por eso se te educó desde niño en la
disciplina y en los valores de los templarios. Afortunadamente, los
hermanos que decidieron tu futuro no se equivocaron: tu expediente
es el más limpio de todos los que componemos la Orden.
—¿Pero qué tiene que ver todo esto con el
Grial, con esta copa?
Jaime de Castelnou cogió el cáliz, hasta
entonces había permanecido entre las manos de Molay, y sintió la
extraordinaria finura de su tacto, a la vez que una especie de
convulsión le recorrió la espina dorsal provocándole un profundo
escalofrío.
—En realidad, nuestro hermano Von Eschenbach
no escribió un poema sobre el pasado del Grial, sino sobre su
futuro. Y tú eres el encargado de que se conserve alejado de manos
indeseables. Si le ocurriera algo a nuestra Orden, debes poner a
salvo el Grial, y para ello deberás ir a las montañas del norte de
Hispania, buscar el lugar que indica Von Eschenbach en su poema y
depositarlo allí. Jamás debe caer en poder del rey de
Francia.
»Aquí tienes una copia del poema de Von
Eschenbach —Molay sacó un códice de un cajón de la mesa—; léelo
atentamente y busca en él el lugar donde ha de ser guardado el
Grial.
—¿Pero cómo lo encontraré?; ¿cómo sabré cuál
es ese lugar?
—Te será fácil; sólo sigue las pistas del
poema.
—¿En verdad está nuestra Orden en
peligro?
—Felipe el Hermoso es un soberano al que
ciegan la codicia por el dinero y la ambición por el poder, y cree
que si la riqueza del Temple pasa a sus manos se convertirá en el
soberano más poderoso de toda la cristiandad. Ya domina la Santa
Sede, pues ha logrado que sea nombrado papa un hombre de su
confianza, y sabemos por nuestros hermanos en todo el reino de
Francia que en las últimas semanas el rey ha ordenado que se
incremente la campaña contra nosotros difundiendo todo tipo de
calumnias y falsedades. Los agentes del monarca, sobre todo esa
rata de Nogaret, son extraordinariamente eficaces en la práctica de
la difamación. Hasta ahora se contentaban con acusarnos de ser
orgullosos, de acumular riquezas y de no obedecer a nadie, pero las
cosas han ido mucho más lejos y también se nos tilda de herejes y
blasfemos.
—Esas acusaciones pueden acarrear…
—La condena a muerte, hermano Jaime.
—No pueden hacer eso.
—Claro que pueden. Ayer mismo el tesorero de
la casa de París me puso al corriente de las deudas que ha
contraído el rey de Francia con nosotros; gracias a nuestros
préstamos ha sufragado sus guerras, ha construido sus palacios y ha
pagado la dote por el matrimonio de su hermana Margarita con el rey
Eduardo de Inglaterra y por el de su hija Isabel con el príncipe de
Gales. Su débito a nuestra Orden es de tal magnitud que jamás podrá
pagarlo. Todas las rentas de la corona de Francia, y lo sabemos
bien porque el tesoro del reino se guarda aquí, no podrían hacer
frente a la deuda ni en cincuenta años.
—Pero ir contra el Temple es ir contra
Cristo, somos sus soldados —alegó Castelnou.
—El papa también es su vicario en la tierra
y Felipe no dudó en acusar a Bonifacio de todo tipo de crímenes y
pecados. Nogaret es su brazo ejecutor.
—¿Qué podemos hacer?
—Te he hecho llamar para que investigues a
los templarios de París.
—¿A nuestros hermanos?, ¿sospechas de
ellos?
—Su tesorero, Hugo de Peraud, prestó dinero
a Felipe sin tener en cuenta las consecuencias.
—¿Peraud…, Hugo de Peraud, no fue quien
compitió contigo por el cargo de maestre?
—El mismo. Yo jamás hubiera querido dirigir
la Orden; sé que no estaba lo suficientemente preparado, pero
varios hermanos me convencieron alegando que si Peraud se convertía
en maestre el Temple quedaría a merced del rey de Francia. Hubo que
pugnar duro y convencer a algunos hermanos… ¿Lo recuerdas? Tú
fuiste el comendador de aquella elección. ¿Vas comprendiendo…? No
queríamos que el cargo recayera en un títere del rey de Francia, y
por eso quisimos que fueras tú quien dirigiera aquel proceso,
porque sabíamos que tu corazón era limpio y tu voluntad
insobornable. Y así fue. El hermano Ainaud de Troyes me confesó,
una vez concluido el proceso de mi elección, que actuaste siguiendo
siempre el interés de la Orden.
—Pero yo no sabía nada de todo esto.
—Castelnou no le dijo que en el momento de decantarse por uno de
los candidatos lo había hecho por Molay, aunque lo consideraban
hombre de poca inteligencia, porque creía que era el más capaz para
continuar la guerra contra los musulmanes en Tierra Santa.
—¡Qué importa! Tú fuiste quien proclamó mi
nombre como maestre; con ello salvaguardaste la independencia de la
Orden.
»Por eso debes investigar ahora cuál es la
actitud de nuestros hermanos templarios de París. Tengo la sospecha
de que alguien de esta casa informa a Felipe el Hermoso de cuanto
aquí sucede. Averigua lo que puedas y mantenme informado.
Molay volvió a tomar el Grial de las manos
de Castelnou, lo envolvió en el lienzo y lo guardó en la arqueta de
plata y oro.
—¿Estás convencido de que ese cáliz es el
verdadero Santo Grial? —le preguntó a Molay.
—Lo ha sido para los hermanos que nos han
precedido, y eso es suficiente para mí. Y ahora, continuemos con
nuestra tarea, seguimos siendo templarios sometidos a la
regla.