CAPÍTULO XII

Desde que los dos templarios habían regresado de su embajada secreta a Egipto, las autoridades de Acre habían puesto en marcha un plan de defensa basado en la distribución por zonas de los diversos contingentes acantonados en la ciudad, organizados y agrupados según su procedencia.
Un comité formado por el rey Enrique de Chipre, los maestres del Temple, del Hospital y de la Orden Teutónica y varios comandantes de las tropas francesas, inglesas e italianas allí destacadas acordaron la distribución de los hombres por sectores. Los templarios y los hospitalarios defenderían el tramo norte de los muros; los templarios junto a la costa y los hospitalarios en la zona más próxima a la torre Nueva; en el centro, junto a la torre Maldita, donde la muralla enfilaba hacia el sur en ángulo recto, estarían los teutones, en tanto en el resto del tramo hasta la playa del puerto se ubicarían las compañías de franceses, ingleses, pisanos, venecianos y genoveses.
Al-Fajri seguía manteniendo buenas relaciones con los templarios, y le hizo llegar al maestre una carta en la que le avisaba de que el ataque a Acre iba a ser inminente. Y así fue; un inmenso ejército mameluco se puso en marcha en dirección a Palestina a través de la costa norte del Sinaí.
Una noticia despertó cierta esperanza; apenas una semana después de partir de El Cairo, había muerto el sultán Qala'un. Los espías y exploradores destacados a lo largo de la ruta de Egipto a Palestina comunicaron que el ejército mameluco se había detenido. Muchos pensaron que daría media vuelta y regresaría a sus hogares a orillas del Nilo, pero se equivocaron. Apenas se ultimaron los funerales por el sultán, su hijo Jalil asumió el sultanato, recibió el juramento de fidelidad de los generales del ejército mameluco y ordenó continuar avanzando hacia el norte, tras jurar ante el Corán que seguiría con el plan trazado por su padre para conquistar Acre y arrojar de la tierra del Islam a los cristianos.
Los exploradores y las avanzadillas destacadas en la ruta del sur para observar la marcha del ejército mameluco comenzaron a refugiarse en Acre; el nuevo sultán había ordenado acelerar la marcha y pasar de largo ante las fortalezas cruzadas ubicadas en el camino, especialmente del castillo Peregrino, en cuya leyenda de inexpugnable los templarios habían confiado para detener o al menos retrasar el avance sarraceno.
—Estarán aquí muy pronto —le dijo Perelló a Castelnou.
Los dos templarios montaban guardia en la torre de la puerta de San Lázaro, la más cercana a la costa en el sector norte de la ciudad. Desde lo alto de la torre almenada podían ver el mar y el amplio llano que se extendía; hacia el norte y hacia el este.
Un escudero apareció de pronto por la poterna y comunicó a los dos caballeros que el maestre estaba subiendo por las escaleras interiores.
Guillermo de Beaujeu, maestre del Temple, apareció seguido por varios de los altos oficiales de la Orden, entre ellos el mariscal, el senescal y el comendador del reino de Jerusalén. Los dos caballeros inclinaron la cabeza e hincaron la rodilla derecha en el suelo ante la presencia de sus superiores.
—Levantaos —ordenó el maestre en francés—. Quería felicitaros de nuevo por vuestro trabajo en Egipto.
—No ha resultado efectivo, hermano maestre —dijo Guillem de Perelló.
—Bueno, tal vez debimos ofrecer más dinero a ese viejo sultán, o quizás haberlo hecho a su hijo. Ahora ya no tiene remedio. Estamos realizando una visita de inspección a nuestras posiciones, que han de ser las mejores y las más firmes. La Orden se juega en esta batalla todo su prestigio. Apenas nos quedan Acre, algunas posiciones en la costa y el castillo Peregrino; si caen ambos, el Temple estará abocado a su fin. No obstante, hemos preparado un plan por si los mamelucos consiguen tomar Acre. Vosotros dos, hermanos, habéis demostrado absoluta fidelidad a nuestra Orden, de modo que os lo podemos confiar.
El maestre hizo una señal y uno de sus escuderos se acercó con un rollo de pergamino que desplegó en cuanto lo tuvo en sus manos.
—Esto es Acre —supuso Jaime de Castelnou.
—En efecto, hermano, es un plano con las fortificaciones de la ciudad. Aquí estamos nosotros —apuntó señalando con el dedo un arco que representaba la puerta de San Antonio—, y aquí la Bóveda. En una cámara contigua a la sala capitular se guarda el tesoro de la Orden en Tierra Santa, cuatrocientas mil libras en joyas, oro y plata.
»Bien, tú, Jaime de Castelnou, serás el encargado de su custodia. Si nuestras posiciones en la muralla exterior son desbordadas, abandonarás tu puesto sea cual sea la situación y deberás acudir presto a la Bóveda; allí embarcarás el tesoro en una nave que estará anclada junto a una puerta que da directamente sobre el mar. Entre las rocas de esa zona existe una pequeña ensenada con profundidad y anchura suficiente para que una de nuestras galeras se acerque hasta el mismo muro y pueda cargar el tesoro desde nuestro edificio central.
»En ese caso, dirigirás la galera hacia Chipre y quedarás como custodio del tesoro hasta que un nuevo maestre decida su nueva ubicación.
—¿Un nuevo maestre? —se sorprendió Castelnou.
—Claro, pues si se da el caso, yo quiero morir luchando en Acre. No pienso huir de la ciudad, con la infama de un maestre ya hemos tenido bastante.
Beaujeu se refería al maestre Ridefort, el insensato que condujo al Temple al borde del desastre cien años antes en la batalla de Hattin.
—¿Por qué yo, hermano maestre? Ni siquiera hace dos años que visto el hábito blanco de caballero —pregunto Castelnou.
—Pues ya deberías saber que no debes hacer preguntas, sino limitarte a obedecer a tus superiores.
Castelnou bajó la cabeza abochornado.
—Pero, hermano maestre, yo…
—Y no te avergüences, levanta la cabeza y muestra el orgullo que todo templario ha de sentir al portar ese hábito.
»Por lo demás, ¿hay alguna novedad, hermano Guillem?
—Ninguna, hermano maestre, ninguna. Todos los hombres están en su puesto y todo el equipo ha sido repartido conforme a las instrucciones recibidas —informó Perelló.
—Tan eficaz como siempre.
El maestre Beaujeu dio un abrazo a los dos caballeros y salió de la azotea de la torre seguido por su séquito.
—¿Por qué yo?, ¿por qué no tú, hermano, que tienes mucha más experiencia?
—No lo sé, pero ya has oído al maestre; no preguntes y limítate a obedecer, que es lo que juraste cuando recibiste la capa blanca en Mas Deu.