CAPÍTULO XX
El castillo de Castelnou apareció de pronto,
encaramado en lo alto del cerro, tras un recodo del camino. Jaime
detuvo a su caballo y contempló la fortaleza por unos instantes. En
los campos de los alrededores las cosechas maduraban, aunque no con
la abundancia de años atrás; parecía que una terrible maldición se
había extendido para disminuir los frutos de la tierra.
La llegada de Jaime provocó un cierto
revuelo en el castillo. Don Guillem de Moncada había salido de caza
con algunos de sus caballeros, y en la fortaleza sólo quedaban
media docena de guardias y algunos criados. La estancia que le
había asignado don Guillem estaba vacía, como el escondite donde
había depositado el Grial cuando entró al servicio del barón.
Aprovechó el día para descansar y esperó a que llegara su
señor.
La partida de caza no había sido demasiado
fructífera; con la caza ocurría como con las cosechas, que año a
año disminuían en lo que parecía un castigo de Dios hacia los
hombres. Los tiempos de abundancia se habían esfumado, y sólo los
más viejos recordaban aquellos años en los que las mieses eran tan
abundantes que cada cosecha bastaba para alimentar a toda la
población del condado y aún sobraba casi otro tanto para vender en
los mercados de Gerona, de Perpiñán y de Barcelona. Por el
contrario, desde hacía unos años lo que se recolectaba apenas
alcanzaba para alimentar a toda la población, e incluso había
habido temporadas que se había tenido que importar trigo de Francia
para evitar la hambruna. La caza también había disminuido. Años
atrás los bosques estaban llenos de jabalíes, ciervos, conejos y
todo tipo de aves, pero ahora era difícil abatir un faisán, una
perdiz o un venado; ni siquiera los conejos abundaban como antaño.
Se decía que incluso los lobos y los zorros comían caracoles ante
la escasez de presas con las que alimentarse.
El barón de Moncada se alegró al ver a su
vasallo y olvidó el enfado que traía ante la mala jornada de caza.
Se saludaron con un abrazo y se sentaron a la mesa de la sala mayor
del castillo, en donde se sirvió una jarra de vino y algo de queso
mientras en la chimenea dos criados colocaban al fuego un cordero
para que estuviera listo a la hora de la cena.
—Contadme, don Jaime, ¿cómo es Compostela?
¿Es cierto que allá se acaba el mundo?
—No lo sé, no llegué hasta la tumba del
apóstol.
—¿¡Qué!?
—Me quedé en las montañas de Jaca, en un
monasterio llamado San Juan de la Peña. Allí he estado todo este
año.
—¿Pero cómo…?
—Es fácil de explicar; allí tienen el Santo
Grial.
—¿Estáis seguro?
—Bueno, al menos los frailes veneran un vaso
de piedra rojiza, muy bruñida, que aseguran que es con el que
Cristo celebró la eucaristía en la Última Cena y luego el mismo en
el que José de Arimatea recogió las gotas de sangre del costado de
Jesús en la Cruz.
—¿Y cómo llegó a ese monasterio?
—No lo sé, pero allí está.
—¿Y todo un año para ver el Grial?
—El viaje se complicó muy pronto. Apenas
había caminado una semana, cuando tuve un encuentro con unos
malhechores en una sierra. Quisieron tenderme una emboscada, pero
fueron ellos los sorprendidos.
—¿Qué os ocurrió?
—Que fueron por lana pero salieron
trasquilados; adiviné sus intenciones y… —Castelnou relató el
encuentro con los tres bandidos—. Imagino que los habrán ahorcado y
sus despojos habrán sido pasto de los buitres.
—Fuisteis muy astuto.
—Cuestión de suerte.
Desde la baronía de Castelnou, el mundo
parecía más dulce. Jaime siguió cumpliendo con sus deberes de
caballero del barón de Moneada y acudió a las aldeas de la baronía
a recaudar las rentas de su señor. Los campesinos pagaban con
reticencias, amedrentados por la espada del templario, que
significaba la garantía del poder señorial en la baronía.
A finales del año de 1311 el papa Clemente
emitió tal informe que ninguno de los templarios que había
sobrevivido a cuatro años de torturas y cárcel esperaba que fuera
tan duro con ellos. En ese informe se daban por ciertas todas las
acusaciones que se habían emitido en el momento en el que se inició
el proceso: se daba por probado que habían renegado de Dios, de
Cristo, de la Virgen y de todos los santos, que habían asegurado
que Cristo era un falso profeta, que ni había sufrido la Pasión ni
había sido crucificado para la redención del género humano sino
para purgar sus propios crímenes, que no era el Salvador ni
procuraba la redención de los hombres, y que habían blasfemado
escupiendo y pisoteando la cruz. Como consecuencia de tan terribles
delitos probados, el papa conminaba a todos los soberanos de la
cristiandad a arrestar a todos los templarios que hubiera en cada
uno de los Estados regidos por soberanos cristianos.
El plan tramado por el rey de Francia se
estaba cumpliendo de manera inexorable, y desde luego, el papa era
una pieza más en el engranaje que hacía posible que se ejecutara
con semejante precisión.
Desde Castelnou, Jaime contemplaba impotente
cuanto estaba ocurriendo. A veces le entraban ganas de vestirse
como un caballero del Temple y acudir hasta París armado como tal
para dar cuenta de que jamás se habían cometido esos delitos de los
que se les acusaba; otras veces soñaba con regresar a San Juan de
la Peña y acabar allí sus días, a la sombra tranquila y serena de
la gran cornisa rocosa que protegía el monasterio.
En su alma convivían sentimientos de odio y
rencor hacia quienes estaban destruyendo el Temple con el miedo y
el recelo a ser descubierto y encerrado en una prisión para el
resto de sus días. En algunas ocasiones, como cuando era un joven
escudero en formación para recibir la orden de la caballería, le
gustaba montar a su caballo y galopar por los campos de la baronía
hacia un horizonte imposible.
∗ ∗ ∗
La última esperanza, si es que todavía
quedaba alguna a los templarios, se desvaneció en el mes de marzo
de 1312. Durante varios meses el papa Clemente, que seguía en
Aviñón, había celebrado un concilio en la ciudad de Vienne, a
orillas del Ródano. Algunos rumores hicieron correr la voz de que
dos mil templarios armados esperaban escondidos en los bosques
cercanos a Vienne para irrumpir en el concilio y defender el honor
de la Orden, pero en realidad sólo se presentaron nueve caballeros
templarios. En aquel concilio se decidió que la Orden del Temple
debía ser definitivamente disuelta, y así lo ratificó el pontífice
por una bula que emitió desde su palacio de Aviñón. El papa se
reservaba además el derecho a juzgar al maestre Jacques de
Molay.
—Habrá una nueva cruzada —anunció don
Guillem de Moncada en una cena que ofreció a sus caballeros en la
sala grande del castillo de Castelnou—. El papa Clemente ha
disuelto el Temple, pero ha convocado a toda la cristiandad para
una nueva cruzada. La cita será para dentro de siete años. Nuestro
rey don Jaime ha enviado allí a sus procuradores, que se han
mostrado de acuerdo con la resolución dictada por el papa.
—Seremos demasiado viejos para entonces
—dijo uno de los caballeros.
—Tal vez, pero así podremos purgar nuestros
pecados y morir en paz —añadió otro entre las carcajadas de sus
compañeros.
Jaime bebió un trago de vino con miel y
comprendió que el anuncio de esa cruzada era un engaño más del papa
y del rey de Francia para disminuir el impacto que pudiera causar
la disolución de los templarios, y que desde luego ni el papa ni el
rey de Francia tenían la menor intención de llevarla a cabo.
Por supuesto, la disolución de la Orden de
los Pobres Caballeros de Cristo era un mero trámite. En ese tiempo
unos templarios estaban muertos, otros reconciliados con la Iglesia
e integrados en otras órdenes, otros habían regresado a sus hogares
de origen y se habían perdido en el anonimato de los tiempos, unos
pocos se habían hecho caballeros errantes y se ganaban el pan
ofreciendo sus servicios militares a grandes señores, e incluso
algunos habían cambiado el hábito blanco por el rojo de los
hospitalarios, sus seculares enemigos.
En el resto de la cristiandad, los
templarios fueron mucho mejor tratados que en el reino de Francia.
En un concilio celebrado en Tarragona en octubre de 1312, los
templarios de la Corona de Aragón fueron considerados inocentes de
todos los cargos y quedaron absueltos, aunque se confiscaron sus
bienes, fueron incautadas sus propiedades y quedaron sometidos a la
custodia de sus obispos. Los bienes del Temple fueron repartidos
con celeridad. El papa, los reyes, las demás órdenes religiosas,
todos sacaron cuantiosas tajadas del botín. A lo largo de los
últimos meses de 1312 y durante todo el año 1313 los templarios que
no habían sido ejecutados y que no huyeron fueron colocados en
otras órdenes religiosas. Los más jóvenes vistieron el hábito de
los caballeros de San Juan y fueron destinados a luchar en las
fronteras de los reinos hispanos contra el Islam, en tanto que los
más ancianos quedaron recluidos en conventos donde aguardar el fin
de su vida en paz.