Mañana, mañana y mañana

La tarde antes de abandonar el hotel, dejé un papelito bajo la puerta de Muriel: «¿QUIERES TOMAR CONMIGO LA COCA-COLA DE LA PAZ?».

La respuesta no se hizo esperar. Antes de la cena llamaba suavemente a mi puerta. La encontré mucho más relajada y guapa que de costumbre. Y había cambiado aquella camiseta horrible por un bonito vestido verde de corte japonés.

—¿Ya se te ha pasado el enfado? —me preguntó mientras bajábamos en ascensor.

—No quiero pensar más en lo que pasó.

—Eso es muy sensato de tu parte.

—Háblame de ti —le pregunté mientras atravesábamos la recepción para salir a la calle—. ¿Qué tal llevas el concurso de novela rápida?

—Abandono. No pienso llegar a las 50.000 palabras que exige el concurso. Esta noche mandaré mi última aportación y daré la novela por terminada.

—¿Y eso?

—He perdido la motivación. Tú te vas hoy y ya no tendré a nadie a quien chinchar. Paso de escribir sobre cualquier cosa, así que terminaré esta noche.

El atardecer caía dulce y pesadamente sobre la playa, surcada a aquella hora por unas pocas almas solitarias.

Mientras nos sentábamos en la cafetería con las mejores vistas, llegué a la conclusión de que ella no sabía que yo había descubierto el huevo de Pascua. De haberlo adivinado, no me habría hablado de un modo tan directo.

Una camarera quemada por el sol nos sirvió los refrescos mientras, en el silencio que precede a las despedidas, yo disfrutaba de un triunfo tan pequeño como absurdo. Me gustaba tener al fin una información que a ella le faltaba.

Desde aquella terraza, contemplé el mar con una melancolía que no era tan diferente de la que me había embargado al ver el cuadro. También allí faltaba algo, aunque no sabía precisar qué. El atardecer era dorado y había dejado de hacer calor. La playa resplandecía serena, libre de la invasión de bañistas. Yo había hecho las paces con una chica muy especial y aquella misma tarde volaría de regreso a casa.

Pronto estaría de vuelta a la ciudad con el largo verano aún por delante. No tenía ni idea de qué iba a ser de mi vida. El mañana es una costa que nadie puede nombrar, me dije recordando la canción.

Y era una suerte.

Sin embargo, seguía faltando algo. Tal vez un huevo de Pascua que pusiera un cierre inesperado a la extraña aventura que acababa de vivir.

En medio de aquel suave desasosiego, de repente pregunté a Muriel:

—Por cierto, ¿cómo termina la novela?

Sorprendida de que yo rompiera el silencio con aquella pregunta, se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa. Luego acercó su rostro para estudiarme con sus ojos miopes. Eran mucho más grandes de lo que había adivinado a través de los cristales.

—¿De verdad quieres saberlo? —preguntó.

—Llegados a este punto, yo diría que es lo único que me interesa saber.

Muriel sonrió complacida y no alejó su mirada desenfocada de la mía, sino todo lo contrario. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía, nos estábamos besando.

Tras largos minutos en los que nos resultó imposible separarnos —el corazón me latía desbocado, como le había sucedido a Aroha—, finalmente Muriel se apartó unos centímetros de mí y se puso las gafas para verme.

Sonrió.

Sonreí.

Entonces ella dijo:

—La novela termina así.

Keep turning the pages,

go through the changes.

Reach up and reach out

and don’t give in or give up.

Speak up and speak out

and stand up and stand out.

Keep turning the pages,

go through the changes.4

BILL FAY