50 maneras de destruir el mundo

Tras interminables horas de metralleo por parte de Muriel en su portátil, llegó la hora de la cena sin que sucediera nada más. Salí de la habitación con ella como si fuéramos una pareja consolidada.

—¿Ya has mandado tu trabajo a la central? —le pregunté.

—Sí. Estaba en vena. Pim, pam, pum. Han caído dos mil palabras.

Bajé con ella en ascensor sin hacer ningún comentario a eso. Al latigazo de los celos que me producía el romance de Aroha se sumaba aquella chica hiperactiva, que ponía en evidencia mi naturaleza de zombi, y la extraña intimidad que acabábamos de compartir.

Al ver a mi abuelo y a su novia en la mesa del comedor, con las manos unidas sin ningún disimulo, sentí que se me revolvían las tripas. Aun así, ocupé mi asiento y Muriel se sentó delante de mí.

—¿Qué habéis hecho ahí arriba? —preguntó mi abuelo con sorna.

Me fijé en que, junto a su servilleta, tenía un libro titulado 50 maneras de destruir el mundo. Justo lo que yo habría deseado que sucediera para no tener que soportar una nueva cena.

Es como cuando en el cine presentan el tráiler de una película que viene avalada por otra anterior que a ti te pareció un horror. Cuando la voz grandilocuente anuncia «De los creadores de...» ya sabes que no verás esa nueva por nada del mundo.

Lo mismo me ocurría con los desayunos, almuerzos y cenas de aquel hotel. Ardía en deseos de saltarme la sesión, pero no tenía escapatoria.

—¿Por qué eliges lecturas tan negativas, amor? —preguntó Anna al viejo con toda naturalidad.

Mientras meditaba la respuesta, llenó nuestros vasos con un vino rosado que sabía a rayos, contento de ostentar todo el protagonismo en la mesa.

—Es bueno imaginarse siempre los peores escenarios posibles —dijo sentencioso—. Así cuando llegan las malas noticias parecen un chiste, porque estás preparado para algo mucho más terrible.

—¿Y qué maneras hay para acabar con el mundo? —preguntó Muriel.

—Son unas cuantas. Unas más fáciles que otras... —El viejo esperó a que el camarero del flequillo sirviera los primeros para seguir, como si fuera portador de información reservada—. La más rápida e indolora para nosotros sería que un asteroide de gran tamaño se estrellara contra la Tierra. Eso ha estado a punto de suceder varias veces, pero les ha fallado la puntería.

Anna rió escandalosamente, mostrando el hueco en su dentadura, mientras su hija bajaba la mirada. Supe que se arrepentía ya de haber preguntado.

—Es mucho más fácil que seamos exterminados por una gran epidemia global —siguió el patriarca—. A lo largo de la historia ha habido virus que casi han borrado al ser humano del planeta. Con las mutaciones genéticas que se hacen hoy día en los laboratorios, no sería nada raro que se les escape una variante letal y nos cavemos al fin nuestra propia tumba.

Cuando terminé la crema fría de espárragos, que era de sobre, mi abuelo iba por la cuarta manera de poner fin a este mundo. Se notaba que se había estudiado el libro a conciencia. Mientras servía una segunda ronda de vinacho, mencionó otras catástrofes posibles: una hecatombe causada por el acelerador de partículas, un cambio de los polos magnéticos de la Tierra debido a los agujeros en la capa de ozono...

Tras un par de bostezos, Muriel intervino:

—¿No ha contemplado el autor la destrucción del planeta por una invasión extraterrestre?

Aproveché que mi abuelo se perdía en una respuesta que no entendía ni él para levantarme de la mesa. Aquella noche la sala estaba a rebosar, y los camareros llevaban retraso con los segundos platos, así que crucé la recepción y salí a tomar el aire.

Una vez fuera, levanté la mirada hacia las estrellas vacilantes y expresé un deseo en voz alta:

—Sí, venid por favor.