Indagaciones

Mis vacaciones en el infierno estaban a punto de desembocar en algo que jamás habría imaginado.

Tras pasar la noche de domingo de pesadilla en pesadilla —Muriel se había marchado antes de terminar la película—, me desperté de madrugada empapado de sudor.

Aroha.

Calculé que había transcurrido una semana desde aquel anuncio terrible. Una semana perdida, porque había encontrado el secreto de la libreta demasiado tarde. Pero estaba dispuesto a tirar del hilo que llevaba hasta ella.

Viva o muerta.

Necesitaba saber qué había sido de Aroha. Por absurdo que pareciera, me había enamorado. ¿Es posible amar a alguien que jamás has visto? ¿Alguien a quien sólo conoces por sus confesiones en un diario?

Parece ser que sí.

Me desperté con el corazón encogido, cuando los primeros rayos de sol invadían la habitación. Uno de ellos brilló en las copas vacías de vino que habían quedado en el suelo.

Miré la hora en mi móvil: no eran ni las siete de la mañana. El momento perfecto para empezar a actuar.

Aunque todavía faltaba un buen rato para que empezara el turno de los desayunos, el personal del hotel ya estaba trajinando vasos, jarras de zumo y platos en el comedor.

Desde el umbral de la sala, busqué con la mirada al maldito Brisbee, pero aún no se había incorporado al turno de los desayunos.

Nada más bajar, yo había preguntado en recepción por la persona que había ocupado el cuarto antes de mí, pero la árida recepcionista se había limitado a decir:

—Nuestra política de protección de datos no nos permite facilitar información sobre los clientes.

Insinué que había encontrado algo que podría haber pertenecido a mi predecesora, pero choqué nuevamente contra un muro.

—En ese caso, sólo tiene que depositarlo en recepción y nosotros nos encargaremos de hacerlo llegar al cliente.

Primer intento fallido.

Mientras observaba desde la puerta cómo la cocinera y una ayudante preparaban el bufet libre, deseé con todas mis fuerzas que aquél no fuera el día libre de Brisbee. Me sentía incapaz de sobrevivir un día más con aquella incertidumbre, aunque, vista su filosofía sentimental, no estaba claro que el camarero del flequillo dispusiera de información sobre su ex amante.

Y en caso de tenerla, tal vez se negara a compartirla conmigo.

Estaba con todas estas cábalas cuando una voz gruesa inconfundible sonó a mi espalda.

—Faltan quince minutos para que abramos, caballero.

No necesité darme la vuelta para saber quién acababa de hablar. Bernardo, alias Brisbee, estaba allí con su flequillo perfecto descolgándose sobre la chaquetilla de tergal.

—El desayuno me trae sin cuidado. Me gustaría hablar contigo. ¿Tienes dos minutos?

El camarero ladeó ligeramente la cara, como si tratara de adivinar mis intenciones. Sin embargo, no parecía nervioso. Miró su reloj de pulsera y me señaló la puerta del hotel.

—Si quieres acompañarme, voy a echar un pitillo antes de que empiece todo el follón.