15.000 ganadores

Me explicó de manera atropellada que el NaNoWriMo era un concurso que tenía lugar simultáneamente en todo el mundo aquel mes de julio. El objetivo era escribir en un mes una novela completa de 50.000 palabras, lo cual «no era moco de pavo», como dijo ella misma.

—A ver si lo entiendo —dije mientras le servía una Coca-Cola—. Gente que quizá no ha escrito nada en su vida se propone terminar una novela en un mes.

—¡Es divertido! Los participantes van colgando sus progresos en una web que cada día, a las doce de la noche, registra las palabras que han sido capaces de escribir.

—No le veo la gracia.

—Pues la tiene —dijo justo antes de descalzarse y tomar asiento sobre mi cama—. Ni siquiera corregimos lo que vamos escribiendo. Se trata de redactar a saco, la cantidad prima sobre la calidad. En la web puedes ver tu contador de palabras, la posición que ocupas en el ranking y cómo van tus enemigos.

—¿Enemigos? —repetí sentado en el borde de la cama—. ¿Qué enemigos?

—Gente que te cae mal por los comentarios que cuelgan. Tipos de esos que se creen genios pero que escriben como un niño de ocho años. Cuando llega el final del día y cuelgas tu trabajo, si ves que tu enemigo ha hecho más palabras, gritas: «Nooooooooooooo...».

Miré a aquella freak con estupor. Al mediodía me había parecido una tímida poco agraciada. En todo caso, estaba claro que hablar de aquel estrambótico concurso la había activado.

—¿Y cuál es el premio para el ganador?

—Hay muchos ganadores. Cualquier participante que logre completar las 50.000 palabras en un mes ya es considerado como tal. El año pasado hubo 15.000 ganadores de un total de 100.000 participantes en todo el mundo. El premio es la publicación digital, que te da visibilidad también entre los editores de papel. Algún NaNoWriMo ha llegado incluso a número uno en las listas del New York Times.

Desconcertado, eché una mirada valorativa a la anchura de la cama. Calculé que tendría un metro veinte, suficiente para que pudiera sentarme cómodamente a su lado sin rozarnos.

Muriel celebró mi iniciativa dándole al mando de la tele. Sintonizó en el segundo canal una película en blanco y negro. En aquel momento, una pareja era perseguida por una muchedumbre en lo que parecía un pueblo de la América profunda.

Mi accidental compañera de cama quedó atrapada de inmediato por las imágenes, como si los ladrones de cuerpos se hubieran apoderado también de su alma.

Aproveché que estaba hipnotizada para mirarle de cerca los pechos. Si bajo las copas del sujetador no había un engaño en forma de espumilla, eran realmente grandes.

Turbado, devolví mi atención a la película mientras le preguntaba:

—Por cierto, lo del concurso está muy bien, pero aún no me has dicho sobre qué escribes.

Muriel tardó un rato en reaccionar. Sus ojos parapetados tras las lentes sorbían las escenas cada vez más angustiosas de aquella película apocalíptica. Sin moverse ni un ápice, de repente habló como si careciera de voluntad propia:

—Escribo sobre ti.