Ladrones de cuerpos

Mi primer almuerzo en el hotel tuvo lugar en una mesa de cuatro. Para mi sorpresa, mi abuelo me esperaba allí con dos personas más: una mujer rolliza de unos cincuenta años y una chica de mi edad con gafas de culo de botella.

Dos adefesios con los que al parecer íbamos a compartir mantel y cháchara.

Resoplé agobiado mientras el viejo hacía las presentaciones de rigor:

—Te presento a Anna y a su hija Muriel. Nos hemos conocido en la playa mientras tú hacías el zángano. Se alojan en nuestro hotel. Incluso en nuestro mismo pasillo, ¿no es una feliz casualidad, pichón?

Mientras ensayaba una respuesta de circunstancias, noté que la chica se fijaba en el cuaderno que yo había bajado para entregar en recepción. Lo dejé caer inmediatamente sobre mi regazo, pero era demasiado tarde.

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó muy directa.

—Nada.

La tal Muriel me fulminó con sus ojos de color carbón antes de susurrar algo al oído de su madre.

—Lo ha perdido alguien que estuvo en mi habitación —aclaré escuetamente—. Tengo que devolverlo a la recepción.

Justo después de decir eso fui consciente de que no lo haría. No, al menos, antes de haber llegado hasta el final del cuaderno de Aroha. De hecho, ya estaba deseando que terminara la comida para volver a leerlo.

—Por cierto, esta noche hay baile —intervino mi abuelo—. En la sala de fiestas del hotel toca una formación cubana. Podríamos encontrarnos ahí después de cenar.

—Ni hablar —dije—. Prefiero que me parta un rayo antes que ponerme a bailar merengue en una pista llena de jubilados.

—Nadie te ha dicho que vayas, sinvergüenza. Mi invitación se dirigía a Anna. Vosotros dos podéis hacer lo que os plazca.

Los ojos de la chica, menguados por las lentes, me miraron con espanto antes de que mi abuelo concluyera:

—Por cierto, que el merengue no es cubano, sino de la República Dominicana, pedazo de tonto.

La madre de Muriel estalló en una carcajada que dejó al descubierto el hueco de un diente. Al mismo tiempo, los mofletes de la chica se encendieron de rubor. Supuse que se avergonzaba de su madre igual que yo de mi abuelo.

Por fin había algo que nos unía.

—Mi hija no es muy alegre que digamos —dijo Anna—. Sólo le gusta ver películas raras. Quiere estudiar cine. También escribe.

—Cállate, mamá.

—¿Qué tiene eso de malo? —La mujer nos miró a mí y a mi abuelo buscando alguna clase de complicidad—. Lo primero que ha hecho esta mañana es abrir el periódico para ver qué películas echan en la tele. Se ha olvidado el iPad en casa y ahora depende de la programación.

«Y a mí qué coño me importa todo esto», pensé mientras me llevaba a la boca una ensaladilla rusa que no sabía a nada. Quería terminar cuanto antes para volver a mi habitación.

Muriel también tragaba con expresión resignada. La examiné de reojo. No era muy alta y tiraba más bien a rellenita, aunque estaba lejos de la corpulencia de su madre. Pero todo llegaría.

La invasión de los ladrones de cuerpos —dijo ella de repente.

—¿Cómo dices, jovencita? —preguntó mi abuelo.

—La dan esta noche, a las diez.