Aroha #5 - El tatuaje que una sola persona (aparte de mí) podrá ver -

Hace días que no escribo porque he estado demasiado ocupada en vivir lo que me está sucediendo.

Ya no me importa compartir el día entero con mis padres: desayuno, playa, comida, paseo por el pueblo, helado, cena.

Cada día es igual al siguiente, pero cada noche es distinta. Gracias a Brisbee. Llega siempre un poco después de las doce, cuando todos suponen que estoy durmiendo. Hacemos el amor con desesperación y luego nos dormimos abrazados.

Cuando abro los ojos por la mañana ya no está. Siempre desaparece poco antes del amanecer y vuelve poco después de medianoche. El nuestro es un amor de vampiros.

Nunca pensé que pudiera sentir tanto por alguien.

Ayer me preguntó por mi familia y eso es bueno y malo. Me da miedo que vayamos demasiado aprisa. Estoy a punto de cumplir 18 años, pero hasta ahora no he tenido un novio fijo. Soy demasiado dispersa y me aburro con facilidad, así que nunca me he querido atar a nadie.

Con Brisbee es diferente. Siento que nuestras almas conversan incluso cuando estamos en silencio. Y nuestros cuerpos entienden lo que uno necesita del otro. Basta con una mirada para transmitir un mundo de emociones y matices que no se pueden explicar con palabras.

El nuestro es un amor de banda ancha.

Me estoy volviendo una cursi.

En el fondo me gusta que me haya preguntado por mis padres, ya que me he podido lucir con una historia como mínimo exótica. Se conocieron en Nueva Zelanda, durante un campus de verano sobre los aborígenes de Oceanía. Mi madre hacía un doctorado de antropología sobre la cultura maorí, y mi padre llegó al campus por casualidad. Llevaba varios años estudiando en Japón y le dieron una beca para el mismo curso en Nueva Zelanda.

Debían de ser una pareja muy original en su momento, aunque con el tiempo se han vuelto totalmente convencionales. Eso pasa.

Mientras asistían a conferencias y seminarios de trabajo sobre decoración de canoas, chamanes, religiones animistas, tatuajes y canibalismo, hacían el amor cada noche. Como Brisbee y yo.

Al terminar el curso, mi madre descubrió que estaba embarazada y mi padre decidió dejar Japón para regresar a Europa y vivir con ella. Mientras esperaban a saber el sexo para decidir mi nombre, charlaban mucho sobre detalles de la cultura maorí que los había impresionado.

Al parecer, las tribus originarias de Nueva Zelanda estaban en permanente estado de guerra las unas contra las otras. Cuando decidían atacar un clan enemigo, antes de la partida, el TOHUNGA (el jefe de la tribu) plantaba tantos palos como combatientes iban al asalto. Los palos que caían por la noche a causa de la brisa indicaban el número de bajas y, por lo tanto, la suerte de la expedición.

En ocasiones, el oráculo aconsejaba abortar el ataque.

Mis padres me contaban estas historias de niña y yo soñaba con viajar a las Antípodas para conocer a los maoríes. Incluso había decidido el tatuaje ritual que me haría en un lugar secreto que una sola persona, aparte de mí misma, podría ver.

No he conseguido hacer aún ese viaje, pero ahora tengo a la persona a quien mostraría ese tatuaje.

«Aún no me has contado qué significa tu nombre», me decía Brisbee ayer por la noche después de hacer el amor.