Las tres vidas

Aunque mi experiencia con las chicas no era portentosa, pronto me quedó claro que Aroha no sabía besar. Presionaba demasiado sus labios contra los míos, como una ventosa, para luego apartarse acalorada. Cada vez que yo intentaba un beso profundo, cerraba los dientes para cortarme el paso.

Llegué a temer que yo no le gustara lo suficiente, y que su cuerpo, instintivamente, experimentara alguna clase de rechazo contra mí. Sin embargo, era ella la que había pedido que yo durmiera en su tienda.

Totalmente desconcertado, intenté apartarme un par de veces del campo de batalla entre nuestros cuerpos, pero ella volvía a buscarme. La joven filósofa era más extraña aún de lo que yo había supuesto —quizá le excitaba aquel juego entre la atracción y el rechazo—, así que después de un inicio torpe y contradictorio le bajé los tirantes de su vestido floreado.

Cuando mis dedos desataron el cierre de su sujetador, Aroha me miró asombrada. Al palpar con suavidad su firme pecho izquierdo, blanco y con pecas alrededor del pezón rosado, sentí que su corazón iba a estallar. Latía tan rápido que parecía a punto de sufrir un ataque, como un pajarillo atrapado.

En aquel momento entendí que Aroha no sólo era virgen, sino que aquélla era la primera vez que estaba con un chico.

Lleno de estupor, le subí las tiras del vestido y me tumbé sobre la alfombra mientras trataba de entender qué estaba sucediendo.

Aroha se tumbó a mi lado y me tomó la mano.

—Siento decepcionarte —musitó—. Yo no puedo ir tan rápido.

—No te preocupes.

Tras esa frase hecha, mi imaginación voló a las noches de amor salvaje que ella había descrito en su diario. Me daba cuenta de que todo aquello era una patraña, un delirio de su imaginación, que había fabricado aquella identidad para vivir en el papel lo que no se atrevía a experimentar.

Resistí el impulso de decirle que había leído sus supuestas aventuras, porque habría sido demasiado humillante para ella. En lugar de eso, decidí sondearla desde una perspectiva más general para ver qué opinaba.

—¿Has oído eso de que cada ser humano contiene tres personas en realidad?

—Es la primera vez que lo oigo... —repuso mientras me atrapaba la mano con suavidad.

—No sé quién lo dijo, pero la teoría es más o menos así: dentro de cada uno hay tres niveles de existencia. La más externa es nuestro personaje; es decir, aquel a quien presentamos al mundo porque queremos que nos vean de determinada manera. Quien va de triunfador por la vida exhibe ese disfraz, pero interiormente puede tratarse de alguien muy distinto. Tal vez un ser profundamente inseguro.

—Hablas como un filósofo —dijo admirada.

—Pues yo pensaba que la filósofa eras tú...

—¿Ah sí? ¿Qué te hace pensar eso?

Nuevamente desconcertado, retomé el hilo de aquella teoría.

—En la capa intermedia está quien eres tú en realidad. Alguien que es sencillamente como es, se acepte o no, cuando no tiene la necesidad de fingir.

—¿Y hay alguien más?

Aquella pregunta tan ingenua hizo que, por un momento, no pudiera resistir la tentación de tomarla en mis brazos y abrazarla. Sin embargo, noté que temblaba nuevamente, así que me volví a apartar.

Aroha me tomó la mano otra vez y me susurró al oído:

—Despacio...

—El tercer nivel, el más interior, es la vida secreta —proseguí agitado—. Dicen que todo el mundo tiene una. Además del personaje público y de tu yo cotidiano, tu vida secreta es aquello que te permites ser cuando nadie, ni siquiera tú mismo, está mirando. ¿Lo entiendes?

—No.

—Imagina a alguien exitoso en su profesión y madre o padre modélico en su casa. Sin embargo, esa persona alberga un secreto deseo, a lo mejor totalmente irracional. Hay hombres que se visten de mujer cuando nadie los está viendo, porque se lo pide su yo secreto.

—Qué grande es el mundo...

—Hablas como mi bisabuela, Aroha. ¿Dónde está la chica que alucina con Sartre y con La última cinta de Krapp? —se me escapó.

—¿Krapp? ¿Quién es ése?