Padre Niebla
Necesité un buen rato para dar con el sendero a Idilia, que discurría caprichosamente entre olivos por una pendiente árida y pedregosa. No fue hasta descubrir una tienda de lona roja en la parte superior del monte que supe que había dado con el lugar.
A medida que ganaba la cima, desde donde había una vista espléndida sobre el lejano mar, comprobé que el campamento constaba de unas quince tiendas destartaladas alrededor de una más grande, redonda y plateada, con un generador de electricidad al lado. Supuse que debía de pertenecer a aquel que llamaban Padre Niebla.
Siguiendo el consejo del hombre, la evité para deambular con actitud despistada entre el resto de tiendas. Estaban bastante separadas entre sí, como si cada una de ellas constituyera un planetoide alrededor de aquel sol plateado.
Pese a que eran ya las once de la mañana, no se veía ni una alma. ¿Cómo era posible?
Recordé lo que había leído sobre las sectas. Sus miembros suelen estar obligados a entregar sus ganancias al líder, por lo que supuse que la gente de Idilia estaría repartida por distintos establecimientos turísticos haciendo toda clase de trabajos.
Idilia. Fuera del sobrecogedor panorama marino, no había nada de idílico en aquel pedregal barrido por los vientos. Tal como había apuntado Brisbee, costaba imaginar que una niña de ciudad, acostumbrada a ir al teatro, aceptara vivir en aquellas condiciones.
Mientras pensaba en todo esto, el potente sonido de un órgano me cogió totalmente por sorpresa.
Procedía de la tienda plateada y los acordes eran extremadamente bellos. Pese a las advertencias del vigilante del Afrodita, no pude evitar acercarme a la fuente del sonido.
Cuando ya me hallaba en la entrada, formada por una tela brillante, una dulce voz masculina empezó a cantar por encima del acompañamiento de órgano.
We are raised
We sit behind him now
We are raised
Thank you for the life you gave us
We are raised
We sit behind him now
We are raised1
No había oído antes esa canción, pero me atraía de forma irresistible hacia la tienda, a la vez que sentía cómo algo se quebraba en mi interior. Sin darme cuenta de lo que hacía, acabé entrando en ella.
Detrás de un órgano de madera con dos niveles de teclado, alguien parecido a Jesucristo tocaba y cantaba sin importarle que yo estuviera allí. Supe que me encontraba ante Padre Niebla, el mismo que supuestamente había atrapado a Aroha en su red.
Mientras la pieza se cerraba con los mismos acordes del principio, observé que el gurú era un hombre alto y esbelto. Debía de tener unos cuarenta años y una sedosa melena castaña le caía sobre los hombros.
Me recordó a la carátula de Ommadawn, un viejo disco de Mike Oldfield, donde llevaba la misma pinta. Ese parecido me ayudó a disipar el temor que había instalado en mí el vigilante.
Terminada la canción, el gurú levantó la cabeza y me interrogó con los ojos más claros que había visto en mi vida.
En el espacio de dos segundos, ensayé mentalmente varias preguntas para tantearlo sobre Aroha, pero finalmente no me atreví a hacerlas. Había algo en aquel mesías posmoderno que me intimidaba.
Finalmente fue él quien tomó la palabra, y lo hizo con una voz profunda e imperativa:
—Vete de aquí, no estás preparado.