El mundo de arriba

¿Se puede saber dónde diablos estás?

Éste era sólo el primero de los mensajes que me había mandado mi abuelo, además de media docena de perdidas que tenía en el móvil. Aquello era incompatible con la aventura épica que estaba viviendo, así que decidí apagarlo definitivamente y olvidarme del mundo.

¿No era eso lo que hacían todos los que ingresaban en una secta? Cortar amarras con lo que había sido su vida anterior.

Yo me resistía a creer que aquel asentamiento, donde no parecía haber ninguna clase de control, fuera una organización sectaria. En cualquier caso, si el encaprichamiento de Aroha por mí formaba parte del pack, estaba dispuesto a ingresar en las filas de Satanás si era necesario.

Después de participar en una barbacoa junto con otros miembros de Idilia, todos mucho mayores que yo, pasé la tarde ayudando a ordenar un almacén repartido entre varias tiendas en la cara sombría de la montaña.

Tal como había imaginado, los de la comuna tenían sus empleos en «el mundo de abajo» como ellos lo llamaban. Aquello me hizo pensar en el «inframundo» que Aroha había comentado en su cuaderno.

Mientras hacíamos acopio de garrafas de aceite, leche, pasta y arroz, aprovechando que me encontraba a solas con un hombre dicharachero, le pregunté sobre las fuentes de financiación de Idilia, y más concretamente de Padre Niebla.

—Es lo bastante rico para no necesitar nada de nosotros —me explicó—. Aquí cada cual trae lo que quiere, pero Padre come de su propia comida y gasta de su dinero. Es más, nos deja vivir gratis en este monte que es propiedad de su familia. Supongo que le gusta sentirse acompañado en un lugar tan colgado, eso es todo.

—¿Y hay preceptos que debáis cumplir? —le pregunté—. Aparte de no interrumpirlo cuando toca el órgano y canta.

—Ninguno que yo sepa. Aquí la gente sube y baja cuando le da la gana.

A la caída de la tarde, tras lavarme en una fuente que brotaba de la montaña, rehíce el camino hacia la tienda de Aroha.

Tenía la sensación de haber caído por error en el paraíso. Llevaba menos de un día en Idilia, pero la vida allí parecía mucho más plácida y estimulante que en la ciudad y, por supuesto, que en el hotel.

Tal vez fuera ya prisionero del síndrome de Estocolmo, pero de repente sentía mi vida «de abajo» como algo antiguo e inservible, un pasado cuyo destino era ser sepultado por el polvo de la serenidad que reinaba en Idilia.

Al entrar en la tienda, vi que Aroha estaba exactamente en el mismo rincón y seguía escribiendo su diario.

—¿Llevas todo el día aquí dentro? —le pregunté.

—No, he salido a bañarme a un estanque que hay en una colina cercana. Luego he recogido hierbas en el bosque, he charlado con Padre y he vuelto.

—Parece que te has acostumbrado rápido a la vida retirada... No parece que eches de menos las comodidades del hotel o de tu casa. ¿Piensas quedarte aquí mucho tiempo?

Aroha me miró interrogativamente, como si no entendiera aquella pregunta. Luego cerró el cuaderno y lo dejó sobre una manta doblada junto a la salida de la tienda.

Mientras yo faenaba con la gente de la comuna, ella había dispuesto una alfombra en el suelo y encendido una lamparita de gas. Un par de almohadones acababan de dar cierta comodidad a aquel iglú.

Me senté a su lado y volví a tomar su mano. Aroha parecía complacida, así que me la acerqué a los labios para depositar en ella un suave beso. Observé en su largo cuello como tragaba saliva, a la vez que se le encendían los mofletes.

Aquella reacción era más propia de la chica que jugaba con el gato por la mañana que de la radical autora del diario que me había subyugado.

—Dice Padre Niebla que le has pedido que me aloje en tu tienda. ¿Es cierto?

Aroha asintió nerviosa.

Sin esperar más, le pasé el brazo por la cintura y la atraje hacia mí.