Contar algo que no termina nunca

La calurosa noche de julio hizo que, tras sentarme en los escalones fuera del hotel, me quedara allí frito, sin ánimos para entrar de nuevo en el comedor. Había dejado temporalmente de llover. Aprovechando la tregua, numerosas parejas y familias daban su paseo nocturno en busca de alguna heladería para finiquitar la jornada.

Alelado por el bochorno y por el vino peleón, mis ojos estaban a punto de cerrarse cuando sentí una mano en el hombro.

—Buenas noches, prota.

—¿Prota?

Miré a Muriel con una mezcla de confusión y fastidio, convencido de que la habían mandado para llevarme de vuelta al comedor. Pero puntualizó: —Protagonista de mi novela. Junto conmigo, claro.

—Y está escrito que ahora volvamos a la mesa para escuchar otras maneras de vivir el apocalipsis.

Un timbrazo procedente del bolso de Muriel me hizo saltar el corazón.

—¿Qué diablos llevas ahí dentro?

Ella se limitó a meter la mano en el bolso de playa y extrajo un gran teléfono rojo, modelo años 60, con su cable en espiral. Siguiendo éste, entendí que era un gadget conectado a su móvil para poder hablar a la antigua usanza.

Por el auricular superior pude distinguir la voz de su madre, que decía: «¿Dónde os habéis metido?».

—Terminad sin nosotros, mamá.

Tras esta respuesta, colgó y me miró intensamente. La luna se reflejaba en sus gruesos cristales, pero sus ojos negros permanecían alerta, como una bestia de la noche atenta a los peligros.

—¿Quieres pasear por la playa? —propuso.

Me levanté en señal de asentimiento y ella me siguió. Parecía nerviosa. Atravesamos las dos calles que nos separaban del mar en medio del bullicio de coches que buscaban las discotecas aquel sábado por la noche.

Caminamos en silencio hasta llegar a la amplia franja de arena. Fuera de un grupito que rascaba una guitarra y de una pareja que parecía hacer el amor, no había nadie más en la playa.

Muriel se quitó los zapatos y siguió avanzando hacia el mar con ellos en la mano. Yo la imité y dejamos el ruido atrás hasta que nuestros pies ya rozaban la espuma de las olas.

En este punto, mi acompañante se dejó caer sobre la arena y se abrazó las piernas, un gesto muy propio de ella. Tras sentarme a su lado, me invadió una suave e inesperada felicidad. No sabía si obedecía al alivio de estar lejos de mi abuelo y su novia o a la compañía de Muriel.

Compartir tantas horas en ropa interior y la promesa de que algo sucedería al día siguiente había cambiado el clima entre nosotros.

—¿Te has parado alguna vez a contar las olas? —me preguntó de repente.

—¿Contar las olas? No. ¡Vaya absurdidad! ¿Qué sentido tiene contar algo que no termina nunca?

—Tampoco el tiempo termina nunca y no dejamos de contarlo.

—Eso es cierto —repuse admirado—. No me había parado a pensarlo.

—A mí me gusta hacer cuentas de todo. ¿Sabes? Antes de venir aquí de vacaciones, mi madre me obligó a tirar una estantería entera de libros que se había hundido varias veces por el peso. Hice unos cuantos viajes para bajarlos al lado de un contenedor. Luego me puse a espiar lo que pasaba desde la ventana. Quería calcular lo que tardaban en desaparecer aquellos tomos. En quince minutos exactos había volado mi enciclopedia Larousse completa. Veinte tomos.

—Lo cual demuestra que aún queda gente con sed de conocimiento —añadí.

Pese a la oscuridad, puede notar cómo los ojos de Muriel se abrían para estudiar mi rostro. Luego suspiró: —He guardado esa enciclopedia muchos años. Espero que no acabe alimentando el fuego de una chimenea.

—Lo más probable es que ahora luzca en la estantería Billy de alguien —dije para calmarla.

Muriel se quedó un rato pensativa, con la barbilla reposando sobre las rodillas. Finalmente dijo: —Hace días que quiero preguntarte algo muy personal, y espero que no te molestes. Estás enamorado de alguien, ¿verdad?