Perdido en la bruma
Tras leer el penúltimo escrito de Aroha necesité tomar una ducha. Me sentía arder por dentro. Por absurdo que fuera, amaba profundamente a la autora de aquellas reflexiones. Le perdonaba incluso que no me hubiera esperado, que hubiera elegido como amante a aquel camarero con aspecto de seductor barato.
Era una tendencia que ya había advertido en el instituto. Las chicas más especiales y atractivas solían escoger a verdaderos cazurros como compañeros de cama, mientras que despreciaban a chicos sensibles que se habrían dejado la vida por ellas.
¿Sería ésa la esencia del enamoramiento? Aspirar a lo que jamás podrás conseguir. Abrazar una almohada, el aire, o las palabras que bebes una y otra vez como una droga letal.
Había pasado todo el sábado con Muriel, alguien capaz de contar los minutos que tarda en desaparecer su enciclopedia de veinte tomos y preocuparse por su destino.
¿No era más merecedora de amor ella que una pija consentida por sus padres, adicta a la negatividad y a los delirios existenciales?
Al parecer no.
No hay justicia en el amor, me dije, pero tampoco la hay en el resto de asuntos humanos.
Fantasmal Aroha.
Aroha maldita.
Mientras dejaba que el chorro de agua caliente calmara el estado de agitación en el que me encontraba, llegué a la conclusión de que me había perdido en la bruma de mis propios sueños.
Tras llegar al hotel como un náufrago de la depresión, había quedado atrapado en un triángulo entre una chica a la que no me era permitido amar —ni siquiera podía imaginarla— y otra que habría merecido mi amor, de no haber estado preso del oscuro sueño de Aroha.
¿Era aquél mi infierno particular?