Las cosas podrían ser mejores de lo que son
Aroha estaba sentada en el interior del iglú, con las piernas cruzadas en tijera, y escribía en un cuaderno sobre el que caían desmayadamente los mechones pelirrojos de su pelo.
Me quedé extasiado ante aquella visión. Su mano pequeña y pecosa agarraba con fuerza la pluma y rasgaba con pasión las hojas de su nuevo diario. De vez en cuando se detenía a pensar. Luego retomaba la escritura con expresión concentrada.
Quise sentarme lo más lejos posible, para no enturbiar aquel momento de intimidad, pero tampoco el espacio daba para mucho.
Cuando Aroha terminó de escribir, cerró con cuidado el cuaderno y me dirigió una mirada tímida.
—¿Eres feliz aquí? —le pregunté.
—Depende.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, las cosas siempre podrían ser mejores de lo que son...
Sin saber qué quería decir con aquello, improvisé:
—Aparentemente aquí no os falta de nada. Vivís al aire libre, lejos de las preocupaciones del mundo. Por lo que he visto, tenéis comida, agua fresca, incluso un gurú que canta gospel.
—No es exactamente gospel —me corrigió Aroha con una sonrisa tímida—. Son canciones de Bill Fay.
—¿Bill Fay? ¿Quién es?
—Un músico inglés que grabó discos en 1970 y 1971. Tuvo tan poco éxito que su discográfica le rescindió el contrato y no se volvió a saber de él hasta cuarenta años después. Padre Niebla dice que se iluminó mientras escuchaba sus canciones.
—Y entonces fundó Idilia.
—Algo así.
Nos quedamos un rato en silencio. Aroha me estudiaba desde su rincón de la tienda como un animal precavido. Observé sus piernas cruzadas con naturalidad y el firmamento de pecas sobre las rodillas demasiado blancas. Había dejado caer los brazos delgados sobre el regazo, en un gesto de modestia y fragilidad.
Pese a su lánguida belleza, me daba cuenta de que yo había imaginado a alguien muy distinto.
Obedeciendo a un sentimiento de ternura hacia aquella outsider, fui a sentarme a su lado y tomé una de sus delgadas manos entre las mías. Aroha no protestó.
—Antes has dicho que las cosas podrían ser mejores de lo que son. ¿Qué querías decir con eso?
—No lo sé.
—¿Hay algo que eches de menos? Tal vez a tus padres...
Pese a que parecía gustarle que le hubiera cogido la mano, observé que tenía el cuello tenso, como si le estresara aquel interrogatorio. Para que se sintiera más cómoda, añadí:
—Yo también me he escapado. Desde ayer por la noche exactamente. Y mi caso es más grave, ya que aún soy menor de edad. Si me quedo más tiempo aquí arriba, mi abuelo llamará a la policía y empezarán a buscarme.
Aroha me dirigió una mirada entre curiosa y sorprendida. Luego declaró:
—Yo no me he escapado. Vivo aquí.
Al igual que todas las personas que ingresan en una secta, me dije, Aroha trataba de borrar el pasado y presentar su situación con normalidad. Como si vivir acampada en lo alto de un monte fuera de lo más corriente.
Ella desconocía que yo había leído el testimonio de los últimos días de la Aroha que había sido. A lo sumo llevaba una semana en Idilia, pero parecía haber sufrido un agudo proceso de despersonalización.
¿Qué había hecho Padre Niebla con ella?
Fue pensar en aquel mesías y empezó a sonar el órgano con una delicada escala de acordes menores.
—Voy a verlo —dije soltando su mano—. Necesito hablar con Padre Niebla.
—No lo interrumpas a mitad de canción —me recordó bajando la voz.
—Descuida.